domingo, 15 de noviembre de 2020

ELECCIONES SIN CONDICIONES MÍNIMAS Gehard Cartay Ramírez El reciente pronunciamiento de la Conferencia Episcopal Venezolana desenmascara una vez más al régimen y sus aliados en su absurda obstinación de realizar unas elecciones parlamentarias inconvenientes y fraudulentas desde todo punto de vista. 
 
Se trata de un documento franco, valiente y contundente, apegado a la verdad y que sintetiza la mayoritaria opinión de los venezolanos. Si algo constituye la parte medular de este pronunciamiento es su denuncia responsable contra un régimen indolente que, junto a sus acólitos, privilegia sus intereses por encima de los intereses de los venezolanos.

 Y es que necesitados como están de una Asamblea Nacional plegada a sus objetivos políticos y financieros –seguramente bien retribuidos a quienes le sirven de coyunda–, nada les importa el drama que sufre Venezuela. Prefieren destinar milmillonarios recursos del Estado para sufragar unas falsas elecciones, en lugar de invertirlos en la salud de los venezolanos, especialmente en el urgente combate contra el coronavirus. 

 Como lo ha hecho en cada ocasión que lo amerita, este pronunciamiento del Episcopado Venezolano constituye un lúcido llamado a la sensatez, en medio de la sordera del régimen y sus aliados, tercamente empeñados en realizar un proceso electoral que a pocos le despierta confianza, violentando la Constitución, las leyes y normas electorales, así como los lapsos que previamente deberían cumplirse.

 “Los venezolanos queremos vivir en democracia”, señala el texto en comento. “Para ello es necesario celebrar elecciones de modo imparcial para todos los partidos políticos y de respeto del voto ciudadano. El régimen, más preocupado por mantenerse en el poder que en el bienestar del pueblo, ha convocado unas elecciones parlamentarias, valiéndose de un Tribunal Supremo de Justicia sumiso al Ejecutivo, de un Consejo Nacional Electoral ilegítimo y la confiscación de algunos partidos políticos, así como realizando amenazas y persecuciones a los dirigentes políticos e intentando comprar conciencias. Todo esto además de dibujar una ilegitimidad, provocará la abstención y la falta de confianza ante estas inciertas elecciones parlamentarias”. 

 El pronunciamiento va mucho más allá al denunciar “como inmoral cualquier maniobra que obstaculice la solución social y política de los verdaderos problemas, así como el cinismo de algunos factores políticos que se prestan a este juego desvergonzado, con el cual el régimen se consolida como un gobierno totalitario, justificando que no puede entregar el poder a alguien que piense distinto”. Y –a renglón seguido– condena, muy particularmente, la negativa del Ministro de Defensa “a aceptar un cambio de gobierno”, lo que, a juicio del episcopado católico “es totalmente inconstitucional y, por tanto, inaceptable”.

 Si el régimen en verdad quisiera convertir este proceso electoral en una palanca para buscarle una salida auténtica a la tragedia que hoy agobia al pueblo venezolano debería aceptar estas críticas, desmontar el fraudulento proceso eleccionario en marcha y aceptar una negociación política para designar un CNE conforme las normas constitucionales. Sería lo menos que debiera hacer, si acaso es cierto que les duele el sufrimiento de la gran mayoría de los venezolanos, producto de su propio régimen inepto y corrupto.

 Todo ello implicaría, desde luego, un nuevo registro electoral que incorpore a los cinco millones de compatriotas hoy fuera del país; devolver los partidos políticos -secuestrados por el chavomadurismo- a sus legítimas autoridades; eliminar el inconstitucional aumento de diputados a la Asamblea Nacional; dejar sin efecto las arbitrarias detenciones e inhabilitaciones contra dirigentes políticos opositores; y crear un clima de confianza nacional. 

 Si nada de esto es posible entonces esas falsas elecciones serán otro fracaso más, pues no resolverán nada y, por el contrario, profundizarán aún más la actual problemática. Pretender realizar un proceso comicial de espaldas a la gran mayoría, despreciando a los adversarios y apoyándose en unos pocos lacayos dispuestos a todo para no seguir naufragando, sólo profundizará los males que hoy acogotan a los venezolanos.

 Frente a esta situación el problema ya no es votar o abstenerse. El problema es votar para elegir. Y eso exige garantías plenas de que, en efecto, será reconocida la voluntad popular. En una democracia que se precie de ser tal, uno vota para elegir. Pero cuando uno vota y no elige, porque a nuestros candidatos, aunque hayan ganado la elección, no se les reconoce el triunfo, o, habiéndoseles reconocido, los despojan de las atribuciones de su cargo y judicialmente se les sabotean y bloquean sus iniciativas, entonces resulta imposible decir que estamos en una democracia. Los casos de la Asamblea Nacional y los cuatro gobernadores electos por la oposición, así lo confirman. Lo mismo pasa cuando a la dirección legítima de un partido el tribunal supremo le arrebata su representación jurídica, su tarjeta electoral y demás símbolos para entregárselos a unos cómplices del régimen, convertidos en falsos opositores, con lo cual arman un tinglado a su conveniencia. 

 No se trata de abstenernos entonces. Se trata de exigir el mínimo de condiciones electorales que legitimen los resultados de las votaciones. Lo otro sería dejarnos conducir como mansas ovejas al matadero…

sábado, 11 de julio de 2020

LA CUADRATURA DEL CÍRCULO
Gehard Cartay Ramírez

Resulta obvio que el chavomadurismo sólo participará en unas votaciones que le garanticen “el triunfo”.
Pensar lo contrario es una estupidez, a juzgar por la experiencia en esta materia. Una estupidez similar a la que vocean algunos opositores que insisten en aquello de participar en cualquier elección para “no perder espacios” o -candidez infantil, sin duda- en aquello otro de que “si votamos todos gana la oposición”. Como si Venezuela fuera una democracia ejemplar y no un régimen de fuerza, violador de la Constitución y las leyes de la República.
Dentro de este contexto hay que enjuiciar la reciente amenaza del gorilato castrense, según la cual la oposición venezolana “no será poder político” mientras ellos estén allí. Lo grotesco de tan insolente pronunciamiento es que sus voceros se creen por encima de la soberanía popular, ya que si la oposición ganara las elecciones entonces ellos impedirían su ascenso al poder. En dos platos: darían un golpe de estado y desconocerían la voluntad mayoritaria de los venezolanos. Por cierto que ni siquiera por cubrir las apariencias el inefable CNE madurista se ha pronunciado al respecto, mucho menos el régimen. 
No han faltado, desde luego, los atorrantes “abogados del diablo” restando la gravedad que encierra una amenaza de ese tipo por parte de quienes manejan las armas de la República y tienen el monopolio de la violencia, aparte de controlar el “Plan República”, es decir, la vigilancia y manejo de actas y votos. Sostienen que se trata de otra provocación más para alentar el abstencionismo opositor y continuar exasperando a la dirigencia opositora. De esta manera, los empujan a no participar en las elecciones de diciembre próximo, con lo cual garantizan que la minoría del régimen se imponga una vez más.
Típica verdad a medias, que pueden tragársela ciertos espíritus cándidos, pero no algunas inteligencias lúcidas. Ciertamente es una provocación para engordar el abstencionismo. ¿Pero de quién procede esa provocación? Nada menos que de una cúpula militar que ha dado suficientes muestras de estar al servicio de una parcialidad política y de atacar, sin disimulo y aviesamente, a la oposición democrática, llegando al colmo de negarse de antemano a reconocer su triunfo electoral, en caso de que se produjera. No se trata de cualquier provocación entonces.
Habría que analizar otras motivaciones de esa amenaza militarista. Nadie puede creer que se trate de una malcriadez a estas alturas del proceso, después de casi dos décadas de una participación cada vez mayor del elemento castrense en la conducción y sostenimiento del  régimen y de intervenir descaradamente en la política partidista y electoral. No se trata de cualquier provocación, insisto.
De nada ha servido que la Constitución les prohíba esa forma de actuar. Nada les importa lo que reza el artículo 328: “La Fuerza Armada Nacional constituye una institución esencialmente profesional, sin militancia política, organizada por el Estado para garantizar la independencia y la soberanía de la Nación y asegurar la integridad del espacio geográfico, mediante la defensa militar, la cooperación en el mantenimiento del orden interno y la participación activa en el desarrollo nacional, de acuerdo con esta Constitución y con la ley”.
Tampoco acatan el siguiente mandato constitucional, expreso y tajante, sin lugar para interpretaciones distintas: “En el cumplimiento de sus funciones, está al servicio exclusivo de la Nación y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna”. Sin embargo, al igual que casi todo el texto constitucional, este artículo se viola permanentemente en función de un perverso proceso de ejercicio de poder indefinido, totalmente contrario a la alternabilidad democrática y republicana.
Por desgracia no hay que olvidar que nuestra historia ha registrado una larga tradición militarista desde sus inicios como República. Así, durante el siglo XIX sólo hubo cuatro presidentes civiles en Venezuela: José María Vargas, Manuel Felipe Tovar, Juan Pablo Rojas Paúl y Raimundo Andueza Palacio. Los demás fueron generales, imbuidos por la idea del militarismo, entendido como la preponderancia de los militares en la concepción y el desarrollo del gobierno y sus ejecutorias.
El siglo XX arrancará bajo las largas tiranías de los generales Cipriano Castro (1899-1908) y Juan Vicente Gómez (1908-1935). Luego serán presidentes los también generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, entre 1936 y 1945. A este último lo sustituirá, mediante un golpe de Estado, una Junta Cívico Militar. Y sólo en diciembre de 1947 Venezuela podrá elegir por primera vez un presidente civil, el escritor Rómulo Gallegos, por el voto universal, directo y secreto. Pero lo derrocarán los militares meses después, en noviembre de 1948. Luego advino la llamada Década Militar (1948-1958), iniciada por el coronel Carlos Delgado Chalbaud, asesinado en 1950, y continuada por el entonces coronel y después general Marcos Pérez Jiménez hasta enero de 1958. Desde 1959 hasta 1998 fue cuando sólo hubo presidentes civiles, aunque el morbo golpista y militarista estaba latente siempre.
Piense el lector si con estos antecedentes históricos puede despreciarse la amenaza del gorilato actual.  





















viernes, 3 de julio de 2020


LA VERDADERA OPOSICIÓN: ¿QUE HACER?
*
Gehard Cartay Ramírez

Decíamos en nuestro anterior artículo de opinión que lo peor que puede hacer la verdadera oposición es no hacer nada.
Algo, y mucho, tiene que hacer. Porque una fuerza mayoritaria como esa, ante una coyuntura tan delicada como la que sufre ahora el país, no puede permanecer impávida, de brazos cruzados, muda y sorda, dejándose arrebatar la iniciativa por unos opositores de mentira, buscadores de escaños en la venidera Asamblea Nacional. Ya han demostrado de manera fehaciente que su propósito no es luchar para salir del actual régimen. Lo de ellos es más simple: sustituir a la auténtica oposición, esa que integran los partidos políticos más importantes del país y que lidera Guaidó, con un amplio respaldo en el plano internacional. Buscan sustituirla, sí, pero para ser una leal oposición al madurismo. Simplemente eso.
Porque esa sustitución, por supuesto, sólo sería para aparecer como una fuerza opuesta al régimen en apariencia, pero sin estorbarlo en lo más mínimo, ni para procurar un verdadero cambio en un país colapsado y destruido por los efectos de más de 20 años de chavomadurismo. Sería en todo caso, una oposición decorativa y en la precisa medida que la quiere el régimen, es decir, complaciente y favorecedora de la falsa impresión de Venezuela como una “democracia”, algo que también quiere lograr el madurismo.
Ahora bien, por todas estas razones la verdadera oposición no puede equivocarse a la hora de decidir y actuar frente a un hecho aparentemente cumplible, como lo serían las supuestas elecciones para escoger la Asamblea Nacional, que deberían realizarse a finales de año.
Ya se sabe en qué condiciones podrían realizarse si no hay –y parece que no los habrá– cambios de fondo y de buena fe por parte de quienes fungen de árbitros electorales. Tendrían que producirse cambios radicales –lo que tampoco sucederá– para desarticular sus desprestigiados procedimientos, contaminados por el fraude, su clara tendencia a favorecer al régimen y su falta de transparencia. Y todo ello sin dejar de lado su falla de origen, pues se trata de un CNE inconstitucional, nombrado a su vez por una inconstitucional “Sala Constitucional”, etc., etcétera. Son demasiados hechos incontrovertibles, pero lo cierto es que allí está una propuesta y es menester pronunciarse frente a ella.
Por de pronto, la verdadera oposición está obligada a seguir exigiendo mejores condiciones para participar, como lo ha venido haciendo. Por cierto, se trata condiciones ordinarias en cualquier país con un sistema electoral decente (registro electoral confiable y auditado, que incluya a los que han tenido que emigrar y a los nuevos electores; que el voto sea ejercido libremente, sin coacciones o intimidaciones; sin inhabilitaciones, enjuiciamientos y prisión de los dirigentes políticos y restablecimiento pleno de sus derechos a la participación política; participación plena de todos los partidos políticos; participación equitativa y sin ventajismo del régimen; verificación y auditoria de todo el sistema electoral; observación internacional, Plan República sin abusos ni parcialidad alguna, etc.).
¿Es mucho pedir? Creo que es lo menos que se puede exigir para participar en igualdad de condiciones y garantizar que el voto sea respetado. Negar estas condiciones sólo serviría para continuar desprestigiando el sistema electoral venezolano, aunque al parecer eso no es precisamente algo que preocupe al régimen.
En paralelo, la verdadera oposición debe reunificarse para decidir su estrategia y plantearse metas claras y efectivas de lucha, movilizando a la gente y profundizando su penetración en todos los estratos de la comunidad venezolana. Por lo tanto, debe dejar de lado las divergencias internas, que ahora parecen aflorar de manera absurda. Hay que dejar de lado también todo tipo de fantasías tropicales, como esa de una Asamblea Nacional en el exilio, que podría resolver el problema de algunos, pero que de ninguna manera se compadece con una lucha que hay que dar aquí y ahora.
Pretender trasladar al exilio la lucha contra el régimen es una futilidad que no puede estar en los planes de un liderazgo opositor serio y comprometido con el país, dicho sea con todo respeto por quienes han sido obligados a exiliarse. Pero la lucha debe ser aquí y hay que aprovechar cualquier rendija que se abra para introducirse por allí en función de sustituir al actual régimen.
En todo caso, la verdadera oposición está obligada a definir la lucha, sin dejarse ganar por la apatía, la nadería o la inmovilidad. Está llamada a luchar, no a seguirse mirando el ombligo. Está obligada a actuar en lugar de cruzarse de brazos. Está constreñida por los hechos a trazar una ruta, electoral o no –eso habría que definirlo ya–, pero de ninguna manera puede quedarse en una inacción lastimosa, estéril y frustrante.
Hay que decidir y actuar ya, insisto. El tiempo se agota y hay que aprovecharlo a plenitud.

LAPATILLA.COM
Jueves, 02 de julio de 2020.





domingo, 28 de junio de 2020


"Alguien levantó las tapas del infierno, donde varias generaciones de venezolanos, al costo de exilios, cárceles, muerte y tortura, habíamos encerrado en 1958 los demonios del militarismo...
¿Cuántas décadas llevará volverlos a encerrar?”
Ramón J. Velásquez, a propósito del cuatro de febrero de 1992.
Este 24 de junio se cumplieron seis años de la muerte del doctor Ramón J. Velásquez, ex Presidente de Venezuela (1993-1994), historiador, periodista, parlamentario e ilustre venezolano de la segunda mitad del siglo XX.
Lo conocí en el Congreso de la República cuando él era senador por Táchira y yo un joven diputado por Barinas. Varias veces sostuvimos amenas conversaciones sobre temas históricos, algunas en el hemiciclo del Senado donde solía visitarlo, y últimamente en la oficina del editor José Agustín Catalá, en la Avenida Principal de Maripérez.
Siempre me animó para que continuara escribiendo y publicando otros libros, especialmente sobre historia política contemporánea venezolana, cuyo conocimiento -decía- "es fundamental para que un político sepa de dónde viene y para dónde va".
Siempre lo sentí muy esperanzado por el papel que debíamos cumplir aquellos jóvenes de entonces en su actuación futura por la modernización y consolidación de la democracia venezolana.
A los tres días de mi toma de posesión como Gobernador del Estado Barinas, el doctor Velásquez asumió la Presidencia de la República, en sustitución de Carlos Andres Pérez.
Debo decir que fui tratado con respeto y consideración por él y sus ministros durante el segundo semestre de 1993. Creo que el impulso que su breve gestión le dio al proceso de descentralización fue preciso, contundente y coherente.
Nunca antes se le concedió a los primeros mandatarios regionales electos por voluntad popular mayor poder de decisión y autoridad sobre los organismos del gobierno nacional en sus respectivas entidades federales, al punto de colocar en sus manos la designación de los directores estadales de los ministerios e institutos autónomos, mediante el decreto presidencial No. 3.109 del 19 de agosto de 1993.
La experiencia fue positiva y útil en todo sentido, lo cual permitió una cierta unidad de acciones y propósitos entre el gobierno nacional y los gobiernos regionales. Lamentablemente, tal ensayo fue efímero y no tuvo la continuidad necesaria.
Guardo por su memoria y su legado como presidente e historiador el mayor de los respetos. Fue un venezolano cabal, útil y profundamente conocedor de su país.

viernes, 26 de junio de 2020


EL DILEMA OPOSITOR
Gehard Cartay Ramírez

El régimen avanza raudamente en su estrategia de estimular la abstención y montar unas elecciones a su conveniencia.
Cada paso suyo está dirigido a molestar aún más a los opositores, especialmente a los radicales, convenciéndolos de que ya todo está listo para un eventual “triunfo” chavomadurista en las elecciones parlamentarias próximas, no porque tenga la mayoría a su favor sino en virtud de su ventajismo fraudulento.
En ese propósito se inscribe la designación inconstitucional del nuevo CNE y la más reciente entrega de las tarjetas y símbolos de AD y PJ a mercenarios suyos, al igual que en el pasado lo hicieron con Copei y otros partidos opositores. Y lo seguirá haciendo con las demás organizaciones partidistas que le estorben.
Habría que ver si, al final, el régimen también terminará negándole una tarjeta propia a la oposición mayoritaria en el supuesto caso de que decidiera participar en las elecciones parlamentarias. No sería de extrañar, desde luego. Quieren unas elecciones a su medida, en la que participen sólo ellos y sus comparsas “opositoras”, de modo que nada falle y todo conduzca a un elaborado “triunfo” oficialista.
Aún faltan otras desmesuras suyas, fríamente calculadas, para consolidar la negativa a votar de muchos opositores: se especula que ahora van a destituir a los cuatro gobernadores de la oposición, a pesar de que los han maniatado y reducido a simples adornos en sus regiones. Ya han anunciado una primera de esas víctimas, al parecer, la mandataria del Táchira.
De esta manera, de forma sincronizada, seguirán haciendo todo lo posible para que la desesperanza y la resignación crezcan entre los adversarios, así como su contrariedad ante los atropellos y violaciones del régimen en materia electoral. Persiguen así su inocultable objetivo: que los opositores –es decir, la inmensa mayoría de los venezolanos– no voten, todo lo cual les despeja el camino de la participación en solitario al chavomadurismo y sus socios, visto que hoy en día son una evidente minoría.
La estrategia ha sido efectiva, sin duda, por cuanto han encerrado a buena parte de la disidencia en un círculo vicioso: muchos de ellos no quieren votar porque lo consideran inútil para echar al régimen, mientras los partidarios de este, que sí votan -aunque sean menos-, les proporcionarían automáticamente una “victoria”, no importa que sea otra mentira más como la del 2018. Por lo tanto, al no votar la mayoría de los que quieren salir del régimen, estos lo que están haciendo, en realidad, es atornillarlo en el poder.
Tal es la trampa que desde sus inicios ha venido usando el chavismo para eliminar el sufragio como palanca de cambio. Lo han hecho, hasta ahora, con verdadero éxito. Cuando no han podido imponer esa estrategia han utilizado su TSJ sin ningún rubor, violando la Constitución y las leyes para no aceptar –como sucedió en 2015–, desde el primer momento, la mayoría absoluta de diputados opositores elegidos entonces por los venezolanos, y luego acosar sistemáticamente a la nueva Asamblea Nacional anulando todas sus actuaciones para luego declararla “en desacato” (¿?) y, finalmente, “desconocer” a Juan Guaidó como su legítimo presidente. “A lo Jalisco”, pues.
Pero, por lo general, en la mayoría de los casos apelan al fraude, tal como lo hicieron en 2013, gracias a la absurda pasividad del candidato Capriles y su comando de campaña frente unas elecciones absolutamente reñidas, por decir lo menos, como lo demostraron incluso las cifras oficiales. Entonces el régimen mató dos pájaros de un tiro: consolidó la matriz de opinión entre los opositores según la cual no vale la pena votar y, basado en esta última, preparó el camino de los comicios del 2018 donde la protesta de la mayoría se canalizó a través de una abstención sin precedentes.
Como han tenido éxito hasta ahora, entonces parece lógico que insistan en esa estrategia inconstitucional, ilegal y antidemocrática que aprovecha las debilidades y flaquezas de un adversario demasiado predecible.
Y aquí reside reto de la verdadera y mayoritaria oposición. Tendrá que definir ya una estrategia para enfrentarlo. Permanecer inmóvil y de brazos cruzados no es una opción. Si llegara a participar en ese proceso –asumiendo su verdadera naturaleza y sus consecuencias–, tal vez podría incidir en el desfacimiento de un régimen que ya no gobierna, rebasado por los grandes problemas nacionales y totalmente desprestigiado frente a la comunidad internacional. Eso dependerá de su músculo popular y de su capacidad para golpear al régimen. Pero para lograr tal objetivo tendría que vencer la matriz abstencionista, desde luego, cuya verdadera magnitud aún se desconoce, por lo demás.
Y si no participa, algo tendrá que hacer. Porque lo peor que podría hacer la verdadera oposición es no hacer nada. La resignación y la inmovilización –insisto– serían absolutamente imperdonables, así como condenables y, por cierto, favorecedoras de los objetivos del régimen. La decisión debe ser inminente. Jueves 25 de mayo de 2020. LAPATILLA.COM







jueves, 18 de junio de 2020

LA EXTINCIÓN DE LA SOBERANÍA POPULAR
* Gehard Cartay Ramírez
Desde hace algo más de 20 años el régimen chavista viene liquidando la soberanía popular, mediante la utilización de los Poderes Públicos bajo su control y con el apoyo de la cúpula militar.
Así ha logrado lo que durante mucho tiempo hizo el Partido Revolucionario Institucionalista (PRI) en México. Ello supone realizar aparentes procesos electorales donde la gente vota pero no elige, dentro de un entorno de corrupción, fraudes, abusos, violación de leyes y, lo que resulta peor, desprecio absoluto de la propia voluntad popular.
En nuestro caso, esta tragedia se exacerbó por la mentalidad militarista del teniente coronel Chávez Frías, quien conceptuó su elección en 1998 como una batalla militar ganada contra sus enemigos, que ponía a Venezuela bajo exclusivo dominio suyo y de su claque.
Y todo ello a pesar de que entonces obtuvo menos votos que Lusinchi en 1983 y CAP en 1988. Su paranoia, sin embargo, le hizo creer que la suya era una victoria absoluta, nunca antes vista. Lo demás lo agregarían sus resentimientos y taras psicológicas, que luego justificarían algunos civiles lame botas, émulos de Vallenilla Lanz, autor de la tesis gomecista del “gendarme necesario”.
En sus inicios aparentó disposición al diálogo, pero sólo para instalar el Congreso de la República electo en diciembre de 1998 –donde su partido era minoría–, cuando pactaron un acuerdo interpartidista, y facilitar así la toma de posesión del nuevo presidente. A los pocos meses, una vez que armaron su trampa constituyente (ayudados por el suicidio de aquel pusilánime parlamento elegido en 1998 y de una acobardada Corte Suprema de Justicia que, desconociendo la Constitución de 1961, le abrió las puertas a su proyecto totalitario), entonces el chavismo inició su tarea de destrucción de la soberanía popular imponiendo su modelo excluyente y autoritario.
Recordemos lo que pasó en 1999 cuando fue escogida una constituyente convocada violando la vigente Carta Magna y en cuya elección participó apenas el 46% de los electores, con una abstención récord del 54%. El chavismo obtuvo 122 constituyentes con el 25% de los votos, mientras la oposición eligió sólo 8 constituyentes con el 20%, lo que significaba el estreno de su vocación fraudulenta con el famoso “kino”. Finalmente, el proyecto de Constitución fue aprobado en diciembre de 1999 por el 32% de los electores inscritos y con una altísima abstención que oficialmente se contabilizó en un 57%, aunque fue mayor, por haber coincidido con el deslave del estado Vargas y fuertes tormentas en el centro del país. Esos resultados constituyeron una pírrica victoria.
En todo este tiempo han continuado en esa misma línea de desconocimiento de la soberanía popular. Desde 2003 su TSJ viene adueñándose sistemáticamente de la atribución constitucional que autoriza a la Asamblea Nacional para designar el Consejo Nacional Electoral.
En 2015 descuidaron sus trampas y la oposición ganó por mayoría absoluta la Asamblea Nacional. Pero inmediatamente su TSJ “anuló” la elección de tres diputados opositores por Amazonas, a fin de desconocer aquella mayoría. Luego declaró a la AN “en desacato”, figura que no existe en la Constitución, y luego judicializaron a Copei, BR, PPT y Podemos para entregarles las tarjetas y los símbolos de esos partidos a unos lacayos suyos. Enseguida bloquearon el revocatorio y postergaron las elecciones regionales.
Más recientemente, en 2018, adelantaron a su conveniencia una supuesta elección presidencial, que resultó un fraude gigantesco. Ahora, en este mismo mes de junio, han vuelto a nombrar un CNE a su medida –en contra de la Constitución– y han continuado el secuestro del resto de los partidos opositores para entregarles sus tarjetas electorales y símbolos a fichas al servicio del régimen (AD, Primero Justicia y próximamente Voluntad Popular).
Son demasiados hechos concretos que demuestran que estamos ante un régimen que ha liquidado la soberanía popular y consiguientemente la Constitución, el estado de Derecho y la legalidad. ¿Harán falta más pruebas de su talante antidemocrático frente a quienes todavía hablan de negociar con el régimen y llegar a acuerdos, cuando la verdad es que este siempre ha despreciado el diálogo con sus adversarios y destruido todos los puentes de entendimiento? Los hechos hablan por sí solos.
Por supuesto que en una democracia normal el diálogo y las negociaciones –interpretadas en su mejor acepción– son mecanismos necesarios para discutir acuerdos y lograr la resolución de problemas en función de los intereses del país. Pero esto no es posible bajo un régimen de fuerza, de espaldas a la legalidad y la soberanía popular y que desde sus inicios canceló cualquier intento de diálogo, acuerdo o negociación con sus adversarios.
La verdadera oposición venezolana está ahora ante un tremendo reto histórico. Debe asumirlo en unidad, con coraje e inteligencia y por sobre los inmensos obstáculos que tiene ante sí. Sólo así podrá derrotar al régimen que ha destruido Venezuela y sacrificado el presente y el futuro de sus hijos.
Miércoles, 17 de junio de 2020.
LAPATILLA.COM

viernes, 12 de junio de 2020

NUEVO CNE: CONSTITUCIONALIDAD Y ACUERDOS POLÍTICOS

NUEVO CNE:
CONSTITUCIONALIDAD Y ACUERDOS POLÍTICOS
Gehard Cartay Ramírez

El régimen chavomadurista insiste en continuar cerrando la salida democrática, política, pacífica y electoral a la tragedia que sufrimos hace tiempo.
El chavomadurismo prefiere continuar su ejercicio autoritario, inconstitucional y hegemónico, el mismo que ha transitado desde hace dos décadas y con el cual destruyó al país y su democracia.
Por eso cierra otra vez el camino de la solución política, entendida como diálogo, discusión y acuerdos –siempre en el marco del estado de Derecho y de la legalidad– para procurar una solución a la gravísima crisis que sufrimos en Venezuela. Fiel a su vocación hegemónica, cancela esta vía, la única que establece la Constitución Nacional y la que menos sacrificios impone a los venezolanos y mayor caudal de legitimación tiene.
De manera que aquí nadie puede llamarse a engaños sobre los siniestros propósitos del régimen. Si alguien insiste en hacerse el desentendido peca por cómplice o, en el mejor de los casos, por ingenuo. Son ya 20 años en los que chavomadurismo ha desechado incluso su propia Constitución para atornillarse en el poder, utilizando los más nefastos mecanismos.
Toda esta reflexión viene a cuento por la ya anunciada decisión de declarar una supuesta omisión legislativa de la Asamblea Nacional y apelar a su comodín para todos los efectos, la llamada Sala Constitucional, a los fines de designar el nuevo Consejo Nacional Electoral. “Nada nuevo bajo el sol”, desde luego. A ese inconstitucional y torcido mecanismo han apelado desde 2003, al punto tal que los últimos CNE han sido designados echando mano a esta fraudulenta práctica.
Esa práctica inconstitucional del régimen se ha producido sin esperar que la Asamblea Nacional concluya el respectivo proceso para escoger un nuevo CNE. La manu militari del chavomadurismo, que desprecia por igual la política como medio de acuerdos y el diálogo entre contrarios para buscar áreas comunes de acción, ha concluido –como se preveía– pateando la mesa de conversaciones que se instaló en enero, con participación de diputados afectos al régimen, inclusive, para buscar candidatos aptos y de consenso que integren el próximo cuerpo electoral.
Vamos a estar claros: la Constitución Nacional no autoriza, en ninguna parte, al Tribunal Supremo de Justicia o a su inefable Sala Constitucional para nombrar el CNE. Y echarle mano a la supuesta omisión legislativa es un recurso inconstitucional para arrebatarle una vez más a la Asamblea Nacional esa atribución exclusiva que le confiere la Carta Magna, al igual como lo hicieron en 2003, 2005, 2014, 2016 y ahora, en 2020.
Se trata de una chapuza similar a la figura del “desacato”, que tampoco aparece en la Constitución y con la cual han justificado, desde el primer día, su acoso y desconocimiento al parlamento por el “delito” que según ellos supone no haber continuado siendo los segundones de la dictadura, como en períodos anteriores.
Aunque sea de Perogrullo afirmar que sólo a la Asamblea Nacional –y a nadie más– le compete nombrar las nuevas autoridades electorales, vale la pena citar el artículo 296 de la Constitución: “Los o las integrantes del Consejo Nacional Electoral serán designados o designadas por la Asamblea Nacional con el voto de las dos terceras partes de sus integrantes”. Más claro no canta un gallo…
Ahora, en relación a la supuesta omisión legislativa que el régimen saca otra vez de la manga para nombrar un CNE a su gusto, hay que citar el artículo 336, que habla de las competencias de la Sala Constitucional, y cuyo parágrafo siete señala: “Declarar la inconstitucionalidad de las omisiones del poder legislativo municipal, estadal o nacional cuando haya dejado de dictar lar normas o medidas indispensables para garantizar el cumplimiento de esta Constitución, o las haya dictado en formar incompleta; y establecer el plazo y, de ser necesario, los lineamientos de su corrección”.
A pesar de la pésima redacción del texto constitucional, no aparece allí la palabra “designar”. Alude gaseosamente a lo que cualquiera supondría que podría ser un procedimiento de avenimiento y consulta con los poderes que hayan incurrido en la omisión de que se trate. De lo contrario, ¿qué hubiera impedido al constituyente de 1999 traspasarle “por la calle del medio” esa facultad a la fulana Sala Constitucional?
Por supuesto que a toda esta tentación hegemónica del chavomadurismo han contribuido también los numerosos errores de la dirigencia opositora, mediocre en líneas generales, inmediatista las más de las veces y, por lo visto, desconocedora de la verdadera naturaleza de esta dictadura. Pero de eso hablaremos en otra ocasión. Sin embargo, nada autoriza constitucional y legalmente esta nueva arbitrariedad del régimen.
Lo novedoso ahora es que ha sido un sector que se autoproclama opositor -encabezado por el MAS y otros minipartidos, ninguno de ellos con representación en la Asamblea Nacional- el que se presta a esta farsa, solicitando a la Sala Constitucional que declare la supuesta omisión legislativa y designe el nuevo CNE. Sin duda, esto es lo más parecido a esa institución política inglesa que denominan “La leal oposición a su Majestad”.
Resulta demasiado obvio que esta nueva trastada del oficialismo y sus satélites no facilitará una salida realmente constitucional y democrática a la crisis venezolana. Lo lógico y realista es que haya un gran acuerdo como el que se venía gestando en la Asamblea Nacional para que esta designe –conforme al ya citado artículo 296 de la Constitución– un nuevo CNE, integrado por gente seria y honesta, que goce de la confianza de la mayoría de los actores políticos.

jueves, 11 de junio de 2020




REIVINDICAR A CAP ATACANDO A CALDERA
Gehard Cartay Ramírez

Colaboradores y amigos del fallecido ex presidente Carlos Andrés Pérez vienen adelantando una campaña de reivindicación postmortem de su trayectoria como líder político y jefe de Estado en dos oportunidades.
Me parece lógico y natural que así sea. Al fin y al cabo, muchos de ellos lo acompañaron desde altas posiciones y, por lo tanto, se sienten comprometidos con sus actos y ejecutorias. Creo, además, que por elemental lealtad a su memoria están obligados a hacerlo.
Hasta aquí lo que hacen está bien. Lo que está mal es que muchos de ellos –la mayoría, tal vez– pretenden hacer su tarea hagiográfica a favor de CAP intentando destruir la imagen del también fallecido ex presidente Rafael Caldera, de tal suerte que presentan al primero como un héroe y al segundo como un villano. Y esto es condenable desde cualquier punto de vista, aparte de constituir una superchería y un concepto sin sustento histórico serio y analítico.
Vayamos al asunto de fondo: si ellos creen de verdad que CAP tuvo los méritos y aciertos que le atribuyen, entonces no tiene ningún sentido maltratar a Caldera como figura histórica para reafirmar aquella tesis. Bastaría que quienes asuman la reivindicación histórica del expresidente Pérez la cimenten sobre sus méritos y virtudes a lo largo de su carrera política y del ejercicio presidencial por casi una década, y no –insisto– a partir de la absurda intención de destruir la trayectoria del ex presidente Caldera.
Por lo demás, esos defensores de CAP, al asumir esta insensata actitud, han incurrido en exageraciones y opiniones tan descabelladas como antihistóricas. Alguno de ellos llegó al colmo de afirmar que Caldera y Copei habían sido un invento de Rómulo Betancourt (¡!), una aseveración grotesca que, como es obvio, no resiste el más mínimo análisis.
Hay otros que, entre medias verdades y medias mentiras, a pesar de que se refieren a los aciertos y los errores de CAP, terminan a la larga incurriendo también en el inútil empeño de agredir a Caldera para elevar a su jefe. Uno de ellos, Carlos Blanco, ex ministro de Pérez y miembro del que fue su entorno más cercano, escribió recientemente un artículo donde hace referencia a importantes capítulos de la segunda presidencia de CAP, sus problemas con AD y Lusinchi, las conspiraciones militares, las reformas económicas que intentó adelantar y el proceso que lo destituyó como presidente y lo llevó a juicio posteriormente. Como telón de fondo de toda esta situación, Blanco reseña una gran conspiración “gomecista” –así la llama– contra Pérez, encabezada por Uslar Pietri y Los Notables, a la cual, mediante un fugaz proceso alquimista, termina vinculando a Caldera.
Y luego va más allá para llegar al objetivo final: la inquina contra Caldera como medio de exaltar a CAP. Así, presenta al dos veces ex presidente socialcristiano como un malagradecido con Pérez, quien le habría dado “consideraciones especiales”, entre ellas la de presidir la Comisión Bicameral de Reforma Constitucional. ¿Se olvida, acaso, que tal fue una decisión del entonces Congreso de la República y no de quien era jefe de Estado, con todo y la importancia que podía tener su opinión? Y por cierto, ¿había entonces alguien más calificado que Caldera para presidirla, siendo un constitucionalista destacado, vicepresidente de la comisión que elaboró el proyecto de la Constitución de 1961, jurista y hombre de leyes, aparte del consenso parlamentario que su nombre tuvo al momento de la designación?
No se queda allí el exministro de CAP. Repite la monserga del “aborrecimiento” de Caldera contra Pérez “por diversas razones psicológicas, políticas e históricas”, pero sin sustentarlas, tarea imposible, por lo demás. Estampa luego una frase francamente dramática y tele novelesca: la de que cuando Caldera “percibió débil” a CAP… “le saltó a la yugular”. Por supuesto que no podía faltar otra frase marmórea: la vuelta de Caldera a la presidencia “no tenía el carácter de una nueva propuesta sino de una revancha” (¡!).
Después se refiere a una reunión que sostuvo, junto a otras personalidades, con el ex presidente Caldera, antes de la intentona golpista de noviembre de 1992, donde le plantearon que se reuniera con CAP para que ambos “abortaran la crisis tipo mamut que se avecinaba”. Al preguntarles si Pérez sabía de esa reunión, lo que negaron sus contertulios, Caldera habría respondido que no podía hacerlo (“moralmente no puedo”, dice que dijo). Resulta obvio que aquella no era una iniciativa de CAP, por lo que no implicaba ningún propósito de rectificación ni de diálogo con quien, como Caldera, había insistido en un cambio de rumbo por parte del gobierno. Tal vez esas serían sus razones morales, si la frase que se le atribuye fue cierta. En todo caso, la verdad es que esta cita resulta francamente inelegante –por decir lo menos–, sobre todo porque el ex presidente ya no está físicamente, mientras se pone en su boca algo que, si no fue verdad y aunque lo fuera, solo podría él mismo confirmar o negar.
Lo que sí está documentado y comprobado es que Caldera se opuso desde el principio al paquete de medidas económicas que CAP puso en práctica en los primeros días de su segunda gestión. Así mismo, en múltiples oportunidades Caldera le planteó la necesidad de rectificarlas, mediante políticas de consulta con todos los sectores de la vida nacional. Ya se sabe que Pérez no oyó ninguna de esas recomendaciones en los años 1989, 1990 y 1991.
Por lo tanto, la posición de Caldera era sumamente conocida en relación a la política económica del gobierno de entonces. Aún así, también está registrado en los medios de comunicación que en 1989, luego de El Caracazo y de una célebre intervención suya en el Senado, Caldera –invitado por CAP– no tuvo problema en acompañarlo a Atlanta, Estados Unidos, a una reunión con el Centro Carter, a los fines de tratar sobre las medidas que debían tomarse luego de aquella eclosión social.
Esa es la historia, y no serán las hipótesis de algunos la que puedan cambiarla. En consecuencia, si los amigos y seguidores de CAP piensan seguir con su campaña para reivindicarlo están en su derecho, por supuesto, pero no a partir de otra campaña en paralelo, en este caso, contra Caldera y sus ejecutorias.

miércoles, 26 de febrero de 2020


LA VERDADERA INVASIÓN
*Gehard Cartay Ramírez

El régimen y algunos de sus colaboracionistas insisten a cada rato en denunciar que Estados Unidos prepara una inminente invasión al país.
También existen opositores que la anuncian como si fueran ellos quienes pueden decidirla, y hasta le reclaman a Guaidó que no la ha solicitado. Por lo visto, creen que eso es algo igual a pedir una pizza a domicilio.

Una intervención armada de Estados Unidos pareciera algo improbable ahora. Este 2020 es un año electoral y una acción de esa naturaleza sería un riesgo muy costoso para el presidente Trump, así parezca que tiene su reelección en el bolsillo. Además, tratándose de la primera potencia militar del mundo, Estados Unidos diferencia una invasión armada de una intervención militar. La primera supondría entrar a un país con sus fuerzas de infantería, apoyadas por la aviación y la marina, además de sus satélites y sofisticados medios de información. Una segunda podría ser una operación selectiva, destinada a atacar blancos y objetivos muy precisos para liquidarlos, sin que un solo soldado suyo pise el territorio de que se trate.

En cualquier caso, esa es una decisión exclusiva del gobierno de Estados Unidos, previa aprobación del Congreso. En esa materia más nadie puede decidir y sólo sería puesta en marcha si ellos la consideran vital para su seguridad, en caso de que la misma sea vulnerada. Aquí se aplica aquello de que “los mirones son de palo”. Ni más ni menos. Además, y como resulta lógico, no van a venir a matar o dejarse matar, mientras unos cuantos venezolanos se calan resignadamente la narcodictadura que los oprime y otros desde el exterior solicitan la intervención armada a través de las redes, con tanta irresponsabilidad como ingenuidad.

La única verdad es que ya Venezuela está invadida. Nuestro país está abierta y criminalmente intervenido por gobiernos extranjeros que manejan el poder de aquí como si estuvieran en sus propios países. Algunos constituyen un verdadero ejército de ocupación, como los cubanos, actuando como gerifaltes en las Fanb. Otros, en menor grado pero no por ello con menor influencia, son asesores militares, como esos cientos de rusos que ya han sido denunciados. Y todo ello, sin que no falten los camaradas de la guerrilla colombiana, que hoy gobiernan extensas porciones del sur del país, los terroristas musulmanes de Hezbolá y los depredadores chinos e iraníes que saquean diversos y valiosos minerales, propiedad de los venezolanos.

Así, el régimen ha terminado siendo una colonia de todos esos gobiernos extranjeros, traición de lesa patria iniciada por Chávez cuando entregó la soberanía y los recursos del país a la dictadura cubana, embelesado por Fidel Castro. Su sucesor ha empeorado la dependencia neocolonialista e imperialista de su jefe. Y sin embargo, tiene el tupé de acusar a sus adversarios de ser seguidores del imperio gringo.

Por cierto, qué tragicómico papel el de algunos supuestos opositores que también acusan a Guaidó y a la oposición mayoritaria de promover una invasión militar de Estados Unidos. Lo dicen sin dedicar una sóla palabra a la verdadera intervención extranjera que sufrimos –esta sí, real y auténtica– por parte de Cuba, Rusia, China, Irán, el terrorismo musulmán y la narcoguerrillera colombiana. Hasta leí por allí a uno de ellos advirtiendo que luchará “hasta morir” si los gringos invaden. ¡Pero calla cobardemente ante los verdaderos imperialistas que hoy mancillan nuestra patria!

Lo que debe estar claro es que Guaidó y la oposición mayoritaria, aparte de sus acciones internas, vienen adelantando una exitosa operación de apoyo internacional, cosa por todos conocida. Simplemente agregaría que la misma no significa pedir una intervención armada, sino una ofensiva diplomática y humanitaria, a fin de presionar por todos los medios para lograr una salida que ponga fin a la dictadura madurista y sus crímenes de lesa humanidad, entre ellos, constante violación de los derechos humanos, asesinatos de opositores, creciente número de presos políticos incomunicados, torturas y vejaciones, así como la persecución judicial contra líderes de la disidencia.

Hoy día ningún gobernante puede hacer lo que quiera en su país, sin incurrir en violaciones a la Declaración de los Derechos Humanos, los Tratados Internacionales y el Derecho de Gentes. Hoy día los mandatarios tienen límites en el ejercicio de sus gobiernos, y ningún país puede permanecer indiferente a la suerte de otros en donde, por ejemplo, se conculquen los derechos humanos, se cometan crímenes de lesa humanidad o se desconozcan los principios democráticos.

La soberanía, pues, no existe en los términos concebidos por las dictaduras y los gobiernos que aspiran a convertirse en estas. Y es lógico que así sea: no puede utilizarse la soberanía para excusar los crímenes y delitos de los gobiernos genocidas, forajidos, terroristas, narcotraficantes y antihumanitarios. Frente a estos últimos, la comunidad internacional tiene perfecto derecho a intervenir, bien por las vías diplomáticas, jurídicas y económicas o, incluso, por las vías de hecho, es decir, militarmente.

Ningún gobernante puede pretender, a estas alturas de la historia, convertir a su país en un coto cerrado para atentar contra su pueblo o contra los demás, para violar los derechos humanos o para poner en peligro la paz y el orden internacional.

Martes, 25 de febrero de 2020.

lunes, 27 de enero de 2020


A propósito del 104 aniversario de su natalicio

CALDERA, “EL CHIVO EXPIATORIO”
* Gehard Cartay Ramírez

Resulta simplista y absurdo atribuirle a Caldera la culpa única y exclusiva de que Chávez llegara al poder, cuando fueron múltiples las causas de este hecho. Sin embargo, han querido convertirlo en el "chivo expiatorio" del caso, y han acudido a todo tipo de mentiras y medias verdades


Fieles a esa tendencia presente en algunos venezolanos –la de no asumir nunca sus propias responsabilidades, achacándoselas a otros–, a cada rato se esgrime la peregrina tesis de culpar en exclusiva al expresidente Rafael Caldera por la llegada de Hugo Chávez Frías al poder en 1998. Y la razón de tan grotesca campaña obedece a un sólo hecho: su decisión de haber sobreseído al jefe golpista de 1992.

Esa campaña absurda, por cierto, comenzó con retardo de varios años y sólo a partir del momento en que el chavismo en el poder puso de bulto sus trágicos errores y graves yerros. Tal vez si Chávez hubiera sido un buen presidente y su gobierno enfrentado y resuelto los más acuciantes problemas en una época de altos precios petroleros durante una década, ahora tendríamos pleno derecho a preguntarnos si esa campaña canalla contra Caldera habría surgido. A lo mejor no, porque, en realidad, ella comenzó cuando el régimen castrochavista mostró su verdadera naturaleza e inició su tarea de destrucción nacional que hoy muestra un país arruinado en todo sentido.

En todo caso, resulta absurdo desde cualquier punto de vista que a Rafael Caldera, venezolano de excepción, elegido por los venezolanos en dos oportunidades como presidente de la República y con una de las mejores obras de gobierno en la historia nacional, fundador del Partido Social Cristiano Copei, prestigioso intelectual y parlamentario, impulsor de la moderna legislación del trabajo en Venezuela y América Latina, constitucionalista, profesor universitario, sociólogo y escritor, se le pretenda linchar postmortem porque sobreseyó a Hugo Chávez, obviando la extensa y meritoria carrera pública del líder socialcristiano al servicio de los venezolanos y de su país.

Habría que ser muy mezquino y superficial para reducir así la provechosa trayectoria de Rafael Caldera pretendiendo juzgarlo sólo por un hecho que algunos consideran –equívocamente– la única causa de que el militar golpista de 1992 haya sido elegido presidente, olvidando que tal fue la decisión de una mayoría de venezolanos en 1998 y que luego lo reeligieron en 2000, 2006 y 2012.

Caldera no eligió a Chávez:
Según esta inadmisible versión, la voluntad de aquellos electores no tendría entonces ninguna importancia frente a la medida ejecutiva del presidente Caldera con respecto al teniente coronel Chávez, lo que lo convertiría en el único responsable de su elección en 1998. Por eso mismo, esta disparatada versión, que establece una relación de causalidad sin ninguna lógica ni razón, olvidaría entonces incluir entre los otros “culpables” de tal elección a los propios padres de Chávez –por haberlo concebido– y a sus abuelos, bisabuelos y antecesores “hasta más allá del más nunca”.

Esta irracional versión implicaría también desconocer la lucha del propio golpista para llegar al poder, sus cualidades y su estrategia a tales efectos y, sobre todo, su capacidad para haber convencido a millones de venezolanos a fin de que lo eligieran presidente, no obstante su reconocida condición del golpista y de traidor al juramento de lealtad que hizo a la Constitución de 1961, cuestiones que todo el mundo sabía entonces. Nada de eso importaría, a fin de cuentas: sólo la decisión de Caldera, al sobreseerlo, lo convertiría en el único culpable de que llegara a ser presidente de la República en 1998.

Por cierto que en 1969, durante su primer gobierno, el presidente Caldera puso en marcha la pacificación del país, mediante la cual los alzados en armas contra la institucionalidad democrática, luego de su derrota política y militar y del propio reconocimiento de su fracaso, fueron indultados e incorporados al debate político y electoral, así como legalizados sus partidos –Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y Partido Comunista de Venezuela (PCV)–, otorgándoseles garantías para su actuación y desenvolvimiento, una vez que ellos mismos anunciaron su decisión de reintegrarse a la lucha cívica y democrática.

Fue así como en las elecciones de 1978, apenas cinco años después, el ex comandante guerrillero Américo Martín se lanzó como candidato presidencial por el MIR. De igual manera, en los comicios de 1983 y 1988, otro ex comandante de las guerrillas derrotadas, Teodoro Petkoff, aspiró la presidencia de la República por el partido que fundó, Movimiento Al Socialismo (MAS), una escisión del PCV. Ambos también fueron diputados y algunos de ellos ministros (Petkoff con Caldera en su segundo gobierno), incluyendo a Germán Lairet –condenado y preso por la sangrienta insurrección armada contra el gobierno del presidente Rómulo Betancourt, conocida como "El Porteñazo"–, quien formó parte del gabinete de Carlos Andrés Pérez en su segunda gestión.

Haciendo un ejercicio de especulación similar, esos que hoy condenan al Caldera por considerarlo el único culpable de la elección de Chávez en 1998, ¿también lo habrían culpado si Américo Martín y Teodoro Petkoff hubieran sido electos presidentes en aquellas ocasiones? Tal vez sí, pero para ello esos dos ex guerrilleros tenían que haber ganado las elecciones de entonces, como pasó con el golpista de 1992, es decir, haber convencido a sus electores, ya que la simple medida de sus indultos no les habría bastado de ninguna manera para llegar al poder.

Pero no es así en el caso de Chávez, según la truculenta versión que pretende linchar a Caldera en su pretendido “tribunal de la Historia”. Porque, insisto, esa descabellada tesis sólo apunta a Caldera como el único culpable. Se trata de una argumentación maniquea y, por tanto, antihistórica. Porque a sus sostenedores no les importa que hubiera sobreseído –nunca indultado– a Chávez varios años antes de su elección en 1998 y de sus posteriores reelecciones, ni que entonces no figurara en ninguna encuesta.

Las razones del sobreseimiento a los golpistas:
Tampoco les importa que el propio CAP iniciara esa larga cadena de sobreseimientos tan temprano como el dos de abril de 1992, apenas dos meses después de la primera intentona golpista en su contra (1).

Tampoco les importa que el propio CAP reincorporara al Ejército a casi el 90 por ciento de los oficiales golpistas, según lo denunciara después el general Carlos Julio Peñaloza, entonces comandante de aquel componente de las Fuerzas Armadas Nacionales.

Tampoco les importa que los tribunales militares hicieran dejación de sus deberes en el juicio que se les abrió a los oficiales comprometidos, luego de la intentona golpista.

En todo caso, se esté o no de acuerdo con esa decisión del entonces presidente Caldera –con la que concluyó la serie de sobreseimientos a los oficiales golpistas, iniciada, insisto, por el propio CAP–, habría que analizar las razones que la motivaron.

Una primera podría ser la insólita compasión por los felones que entonces atentaron contra la Constitución y la institucionalidad democrática y que encontró eco inmediato entre el liderazgo democrático –incluyendo, por supuesto, al mismísimo gobierno que aquellos intentaron tumbar–, en diversas instituciones públicas y privadas y en la mayoría de la opinión pública.

La verdad es que aún cuando las intentonas golpistas de 1992 no contaron en su momento con un masivo apoyo popular, la detención de sus participantes los “victimizó”, con lo cual un cierto sentimiento de compasión hacia ellos se apoderó de numerosos sectores de la vida nacional. Esa circunstancia, y los ya crecientes signos de desprestigio e impopularidad de CAP y su gobierno, trajeron aparejadas numerosas solicititudes por su liberación que empezaron a hacer distintas personalidades e instituciones.

Una segunda razón podría ser la necesidad de normalizar la difícil situación interna de las Fuerzas Armadas, luego de los dos intentos golpistas, algo que cualquier gobierno tenía que procurar, tanto el del presidente Pérez, el de su sucesor Velásquez y, por supuesto, el que sería elegido en diciembre de 1993. La institución castrense se encontraba agrietada y dividida como pocas veces y amenazados seriamente su apoliticismo, su carácter no deliberante y su subordinación al poder civil y democrático. Tenía entonces que hacerse un gran esfuerzo por reinstitucionalizarla y unificarla, neutralizando cualquier factor perturbador.

Tanto el gobierno de CAP como el de Velásquez lo intentaron de manera inmediata –sin éxito el primero, por cierto. Pero con muchísima más razón tenía que hacerlo el próximo gobierno a iniciarse en febrero de 1994. Por lo tanto, esa fue una de las principales motivaciones tácticas que tuvieron algunos de los más importantes candidatos presidenciales para haber prometido públicamente la liberación de los golpistas, lo que significa que cualquiera que hubiese ganado las elecciones de diciembre de 1993 habría continuado esa política de sobreseimientos.

Y eso fue, ni más ni menos, lo que hizo luego el presidente Caldera, triunfador en aquellos comicios. Los hechos demostraron que fue acertada tal decisión, pues bajo su segundo gobierno, entre 1994 y 1998, no hubo nuevas intentonas golpistas, ni rebeliones o alzamientos militares de ningún tipo. Fue así como Caldera ejerció a plenitud su condición de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales, desde el primero hasta el último día de su período constitucional, con la institución castrense en absoluta normalidad, después de los difíciles años inmediatamente anteriores, debido al resurgimiento del fantasma del golpismo en los medios castrenses.

Cuando ahora, muchos años después, algunos critican la decisión de Caldera de sobreseer a los oficiales golpistas que aún estaban detenidos –excluyendo las que en idéntico sentido tomaron los presidentes Pérez y Velásquez en su momento–, se obvian las razones de fondo que esos tres presidentes tuvieron para proceder de esta manera. E injustamente se acusa, de manera perversa y exclusiva, sólo al líder socialcristiano al vincular esas medidas, decididas en 1994, con el triunfo de Chávez Frías casi cinco años después.

Pero no sólo eso. Se pretende también desconocer que durante la segunda gestión del presidente Caldera (1994-1998) Venezuela vivió un clima de tranquilidad y paz generalizadas, sin duda alguna muy necesarias luego de los gravísimos hechos que se presentaron en 1989 y 1992, para citar apenas los años más terribles por las consecuencias de violencia y muerte que trajeron aparejados, sin excluir aquellos otros que conformaron una inquietante incertidumbre política, sólo concluida entonces con la destitución y posterior enjuiciamiento de CAP.

Por supuesto que tampoco les importa que la gran mayoría de la opinión pública de esos días –como ya se señaló antes– estuviera de acuerdo con el sobreseimiento presidencial, ni que importantes candidatos presidenciales prometieran en sus campañas que pondrían en libertad a los oficiales golpistas si llegaban al poder; ni que la propia jerarquía de la Iglesia Católica así lo solicitara públicamente en su momento.

Nada de eso les importa: el único culpable y el único que se equivocó fue Caldera, al sobreseer a Chávez. Quienes votaron por el candidato golpista –sabiendo quién era el personaje– no tendrían entonces ninguna responsabilidad. Solamente Caldera.

Tampoco serían culpables los más de cuatro millones de electores que se abstuvieron entonces, el 43 por ciento del total de venezolanos con derecho a votar. La cifra de esos abstencionistas superó incluso los votos que obtuvo Chávez (3.673.161). Fue la abstención más alta que se había registrado hasta el momento. Y es que, aparte de la abstención histórica –por lo general insignificante durante los primeros 30 años de la República Civil–, esta de ahora había aumentado debido al desinterés, la apatía y la irresponsabilidad de muchos venezolanos que no se sentían en modo alguno comprometidos con el futuro del país.

Seguramente para muchos de ellos, Caldera también sería el único culpable de la elección del golpista Chávez en 1998 y del desastre que significó su llegada al poder; pero nunca quienes irresponsablemente ni siquiera cumplieron con su deber ciudadano de sufragar entonces.

Siembra de vientos, cosecha de tempestades:
Los que han querido linchar postmortem a Caldera tampoco toman en consideración el sostenido proceso de deterioro político, económico y social del sistema democrático, iniciado durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez entre 1974 y 1979, y que dos décadas después terminó llevando al poder al golpista sabaneteño, como consecuencia del resentimiento, la frustración y el descontento de una gran cantidad de venezolanos que decidieron elegirlo presidente en 1998 (2).

Ese proceso de destrucción nacional, pronosticado a tiempo por Juan Pablo Pérez Alfonso en 1974, se inició cuando en Venezuela se produjo el espectacular aumento de los precios del petróleo en los meses finales de 1973, como consecuencia de la guerra entre Israel y Egipto. Era aún presidente Caldera, pero en diciembre de ese mismo año sería elegido para sustituirlo el líder opositor y secretario general de AD, Carlos Andrés Pérez. Fue este último quien instrumentó un conjunto de medidas dirigidas a administrar aquélla masa inmensa de recursos financieros nunca antes obtenida por el país. Pero, contra todo lo que aconsejaba la sensatez, CAP (1974-1979) terminó derrochando tan descomunal riqueza y, de paso, endeudando al país como nunca antes.

La situación se agravó en los años posteriores, a pesar de algunos logros gubernamentales. Pero estos fueron opacados por el crecimiento de la pobreza y la corrupción. Y un país sin memoria, deseoso de retornar a la riqueza súbita de la primera gestión de CAP –en cierto modo ofrecida por él entonces–, volvió a elegirlo presidente en 1988, con unas desgraciadas consecuencias, totalmente distintas a lo que él había prometido y a lo que habían creído (y deseado) sus votantes.

A partir de entonces, la crisis nacional se agudizó. Mostrará sus primeros signos de gravedad con la explosión social que significó el llamado Caracazo en los primeros días del segundo gobierno de CAP. Tres años después, en 1992, se producirán –sin éxito inmediato– las dos sucesivas intentonas golpistas. Y en 1993 el enjuiciamiento y destitución del presidente Pérez, la posterior interinaria del historiador Ramón J. Velásquez en la presidencia y, finalmente, la elección de Caldera por segunda vez como Jefe del Estado al derrotar al bipartidismo de AD y Copei. Eran suficientes advertencias en torno a lo que sobrevendría después.

Mientras tanto y en paralelo, alimentada por quienes luego serían sus primeras víctimas, se desarrollaría una feroz campaña dirigida por sectores de la antipolítica contra el sistema democrático y sus partidos. Al desprestigiar a ambos, se quiso abrir espacio a sectores de la plutocracia caraqueña con aspiraciones de poder. En ese empeño, los grandes medios de prensa y TV hicieron su trabajo de convencimiento colectivo. Pero, como lo hemos dicho en otra parte (3), esos sectores, al final, se convirtieron en los "cachicamos" que trabajaron para las "lapas" golpistas de 1992, a quienes luego también ayudarían a llegar al poder en las elecciones de 1998, creyendo que podrían utilizarlos para sus fines políticos y económicos.

El castrochavismo militarista y las culpas compartidas:
De manera que resulta imposible convertir a Caldera en el único responsable de lo que pasó entonces, aunque no faltan tampoco quienes lo culpen de lo sucedido desde entonces. Sin embargo, se trata de culpas compartidas entre los diversos factores políticos, empresariales y militares que, de una manera u otra, en distintos tiempos y escenarios, a veces sin coordinación entre ellos, formaron parte de una gran conspiración de mil cabezas y tentáculos.

A este respecto, como ya se ha señalado, hay que destacar algunas de primer orden, entre las cuales sobresale la responsabilidad de CAP como presidente, al pretender en 1989 imponer un paquete económico sin anestesia, a pesar de que sus promesas electorales como candidato presidencial de AD, apenas unos meses antes, en 1988, se basaban en la falsa premisa del regreso a la abundancia que caracterizó su primer gobierno. A tales efectos, como lo denunció en su momento Humberto Celli, presidente de AD, Pérez hizo redactar dos programas de gobierno, uno como instrumento electoral para captar votos, y otro –mantenido en secreto– que contenía las duras medidas que adoptaría, una vez que tomara posesión de la presidencia de la República, tal como efectivamente ocurrió (4).

Corresponden igualmente a CAP la gravísima responsabilidad de no haber abortado a tiempo la conspiración de Chávez y su logia golpista, sobre la cual fue advertido desde 1990; y no haber aprendido las lecciones del Caracazo de 1989 y de los dos intentos de golpe de Estado en febrero y noviembre de 1992 en su contra.

En cuanto a estos últimos dos aspectos, resulta cuando menos inaudito que aquel líder que con mano firme dirigió la política antiterrorista y anti golpista del gobierno de Betancourt en los inicios de los sesenta del siglo pasado, actuara luego, en su segunda gestión presidencial, con tanta incuria y autoconfianza ante una situación que, a la postre, terminó arrollándolo y hundiendo al país en una vorágine de violencia política e institucional.

Porque no hay que olvidar que a CAP le advirtieron con tiempo los organismos de inteligencia civil y militar sobre el golpe de Chávez y él subestimó la información y no hizo absolutamente nada por impedirlo. Tampoco debe olvidarse que los entonces presidentes CAP y Ramón J. Velásquez sobreseyeron casi 300 de estos oficiales golpistas. Lo peor es que hay quienes votaron por el golpista de 1992 y ahora culpan a Caldera. Sus problemas de conciencia pretenden aliviarlos buscando un "chivo expiatorio" a quien endosarle su irresponsabilidad.

Igualmente hay que subrayar la responsabilidad de la cúpula militar de aquel momento, que dejó actuar por su cuenta a los golpistas pensando tal vez que ellos podían ser los beneficiarios de la felonía de 1992. Por cierto que fueron ellos mismos –desconociendo una expresa orden del presidente Pérez– los que autorizaron la breve intervención televisada en vivo del jefe golpista, lo que le permitió darse a conocer y que lo lanzó a la fama con su célebre “por ahora…”

También hay que destacar la responsabilidad del presidente Jaime Lusinchi (1984-1989) en el descuido de la institución castrense, por no haber tomado medidas correctivas al respecto, pues, incluso, a finales de agosto de 1988 hubo una intentona golpista contra su gobierno –fracasada por divergencias entre los oficiales conspiradores– e, incluso, en las altas esferas de su gobierno se sabía de movimientos conspirativos en las Fuerzas Armadas Nacionales, por lo menos a partir de 1985.

Aquí no se ha dicho todavía todo lo que sucedió desde entonces, pero la historia, juez implacable, seguramente pondrá las cosas en su sitio en la misma medida en que avance el tiempo y se conozcan algunos capítulos desconocidos de la trama golpista, casi siempre presente en la institución armada, aunque siempre fracasada.

Por todas estas razones y muchas otras más insisto en que resulta simplista y absurdo atribuirle a Caldera la culpa única y exclusiva de que Chávez llegara al poder, cuando fueron múltiples y diversas las causas de este hecho. Sin embargo, han querido convertirlo en el "chivo expiatorio" del caso, y han acudido a todo tipo de mentiras y medias verdades, con ofensas e insultos incluidos, llegando, incluso, al ridículo de inventar la ficción de que Caldera era “padrino de bautismo” de Chávez, por lo cual le dictó la medida del sobreseimiento en cuestión.

Sin embargo, la historia no será tan simplista para enjuiciar a Caldera con tanta ligereza como irresponsabilidad. Por ejemplo, y perdóneseme la insistencia al respecto: ¿por qué no se ha señalado la evidente responsabilidad de CAP al no haber evitado el golpe de Chávez en febrero de 1992, cuando a él se lo habían informado los cuerpos de inteligencia civil y militar? O también: ¿por qué no se señala que quien inició la cadena de sobreseimientos a los golpistas fue el propio CAP, seguido de Velásquez y finalmente Caldera?

En lo que se refiere a las relaciones del ex presidente socialcristiano con el propio Pérez, la situación interna de Copei o sus enfrentamientos con Eduardo Fernández y Oswaldo Álvarez Paz, también hay mucha tela que cortar, si se analiza objetivamente. En fin, ese tema de que Caldera es el único "culpable" de todo lo que ahora padecemos pareciera más bien destinado a evadir la responsabilidad de los que votaron y eligieron a Chávez en 1998, en 2000 e, incluso, aquellos que lo hicieron en 2006 y 2012. Tal vez eso les alivia su peso de conciencia.

Las otras “culpas” de Caldera:
La verdad es que si fueran ciertas todas las falacias que se han inventado sobre la responsabilidad de Caldera en determinados hechos y sucesos, sin duda que sería el hombre más influyente de la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX. Y a los hechos me remito.

A Caldera se le pretende responsabilizar –por ejemplo– por la derrota de Eduardo Fernández, candidato presidencial copeyano en 1988. No fue entonces, según esa tesis, el candidato presidencial de AD, Carlos Andrés Pérez, quien lo venció, sino el fundador de Copei, aún sin haberse postulado. En este caso, al parecer no importaría en lo absoluto si la estrategia electoral de Fernández fue o no atinada; ni si su mensaje sobre una democracia nueva fue acertado o no; o si sus cuñas televisadas contra la “vieja política” (CAP, Caldera y Luis Herrera) no consiguieron aceptación entre la mayoría de los electores, vistos los resultados. Sólo Caldera sería el que lo derrotó, según afirman sus obstinados acusadores.

A Caldera se le pretende endosar que “justificó” en el Congreso el intento de golpe de Estado del cuatro de febrero de 1992, cosa que es absolutamente falsa, y apenas bastaría leer o escuchar su discurso de entonces para comprobarlo. “El golpe militar (…) felizmente frustrado (…) es censurable y condenable en toda forma”, dijo entonces en aquella ocasión.

A Caldera se le pretende responsabilizar igualmente del juicio y posterior destitución del presidente Pérez en 1992, conjuntamente con los llamados Notables que encabezaba Arturo Uslar Pietri (quien, por cierto, jamás coincidió políticamente con Caldera, sino que, además, lo adversó siempre), pretendiendo desconocer que aquella decisión fue tomada por diversas instituciones –como la Fiscalía General, la Corte Suprema de Justicia y el Congreso de la República– y varios partidos políticos, incluyendo a parlamentarios de Acción Democrática, cuyo Comité Ejecutivo Nacional inmediatamente expulsaría a CAP de sus filas, admitiendo tácitamente su culpabilidad entonces.

A Caldera se le pretende responsabilizar de la derrota de Oswaldo Álvarez Paz, candidato presidencial de Copei en 1993, sin tomar en cuenta la perogrullada de que el ex presidente fue quien ganó esas elecciones abanderando un amplio frente electoral. Álvarez Paz, por cierto, había sido elegido como el candidato del Partido Social Cristiano Copei.

A Caldera se le pretende responsabilizar de haber “traicionado” al partido que fundó y de que este haya perdido la influencia que tuvo entre los venezolanos años atrás, a pesar de que el proceso de deterioro de Copei venía profundizándose desde hacía al menos diez años, por diversas razones. El descalabro final ocurrió en 1998, cuando, después de que este partido había elegido a la alcaldesa Irene Sáez como candidata presidencial, resolvió quitarle el apoyo para respaldar a última hora al gobernador de Carabobo Henrique Salas Römer. Por cierto, ya estaba entonces por finalizar el segundo período de gobierno del presidente Caldera.

Son capítulos muy importantes de la historia venezolana reciente que, insisto para terminar, si fuera cierto que la sola voluntad de Rafael Caldera los produjo, no habría duda de que sería el venezolano con mayor poder durante los últimos cincuenta años del siglo XX.



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(1) Ese sobreseimiento favoreció a un grupo de 30 oficiales del Ejército, entre ellos, Henry Rangel Silva (quien luego sería ministro de la defensa con Chávez y gobernador de Trujillo a la fecha), Jesús Rafael Suárez Chourio (posteriormente comandante del Ejército) y Rodolfo Clemente Marcos Torres (ministro de finanzas y hoy gobernador de Aragua). Fue publicado en la Gaceta Oficial No. 34.936, de fecha dos de abril de 1992, dos meses después del intento golpista del 4 de febrero de ese mismo año.

(2) Teodoro Petkoff, comandante guerrillero en los años sesenta —quien se acogería a la política de pacificación del presidente Caldera en 1969—, candidato presidencial del MAS en 1983 y 1988, y posteriormente ministro de planificación de su segundo gobierno, denunciaría luego lo que denominó “una conseja perversa y de mala fe, que pretende que el Presidente Caldera es el culpable del triunfo de Chávez y del ciertamente desastroso y amenazante presente que vivimos, por haberlo liberado”. A su juicio, la medida en cuestión “fue una decisión políticamente correcta: para reequilibrar las fuerzas armadas, para canalizar los impulsos insurreccionales hacia el juego democrático y, sobre todo, porque nadie podía suponer hasta mediados del año electoral que el teniente coronel era un aspirante con posibilidades de llegar al más alto sitial del poder público. Pero la mala fe proviene de que la mayoría de quienes sostienen esto se olvidan de mirarse a sí mismos. De no ver cuánto hicieron por suicidarse como fuerzas políticas hegemónicas por varios decenios; ese lento suicidio —quince, veinte años— que llevó a la nación a la más cruel distribución de la riqueza, a la galopante corrupción aupada por los vientos sauditas —que algunos medios se ocuparon de magnificar en aras de la antipolítica—, a la apatía y la desesperanza de las mayorías por partidos que habían perdido sus ideologías originarias y su fervor militante, burocratizados y alejados del sentir popular. ¿No tienen ninguna culpa del desastre que vivimos en esta noche chavista sino la tendría la medida puntual y, repito, correcta, de aquel temprano perdón calderista en busca del sosiego y la paz nacionales?” (Prólogo del libro de Rafael Caldera "De Carabobo a Puntofijo, Los causahabientes", séptima edición ampliada, Caracas, Libros Marcados, 2013, p. 7).

(3) Véase mi libro "Cómo se destruye un país", editado por Los Libros de El Nacional, Colección Actualidad y Política, Serie Ensayo, 271 páginas, Caracas, 2009.

(4) Mirtha Rivero, "La rebelión de los náufragos", entrevista con Humberto Celli, ex presidente de AD, capítulo siete, páginas 64 y siguientes, Editorial Alfa, Caracas, 2010.