miércoles, 18 de diciembre de 2019

Con ocasión del noveno aniversario de su muerte:

CAP: ANVERSO Y REVERSO
*Gehard Cartay Ramírez

- Un político carismático, controvertido y audaz, pero demasiado confiado en sí mismo y en un liderazgo que siempre sobreestimó, todo lo cual lo llevó al dramático final de su actuación pública

Un liderazgo carismático, controvertido y audaz:
En los últimos años se viene acentuando una especial campaña para reivindicar, postmortem, a Carlos Andrés Pérez, lo cual no deja ser en cierto modo algo natural por parte de seguidores y admiradores.
Pero siendo la suya una figura que ya pertenece a la Historia, y por tanto digna de investigación y discusión, resulta conveniente también una aproximación que aborde tanto sus aspectos positivos como negativos, siempre dentro del marco de un análisis lo más objetivo posible, si es que resulta factible hacerlo.
CAP fue, sin duda, un líder carismático, controvertido y audaz. En mi opinión, sus dos cualidades fundamentales fueron la valentía con que afrontó los desafíos que su accidentada carrera política le planteó; y su condición de demócrata toda prueba, demostrada en cada tramo de aquella. En cuanto a esta última cualidad, demostró también el olvido de agravios en su contra y practicó una generosa política de tolerancia y amplitud hacia muchos de sus antiguos adversarios, con excepción de algunos: Rafael Caldera, Luis Herrera Campíns y Eduardo Fernández, por citar los más importantes.
Fiel escudero de Rómulo Betancourt desde los días de la llamada Revolución de Octubre de 1945, acompañó a su jefe como secretario privado cuando el primero ejercía la presidencia de la Junta Revolucionaria de Gobierno, producto del golpe de Estado contra el general Isaías Medina Angarita. Desde entonces se convirtió prácticamente en su sombra, no sólo en las tareas del poder, sino luego, durante el exilio de ambos bajo la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez (1953-1958) –el otro Pérez andino y tachirense que también fue presidente– y, posteriormente, a partir del retorno democrático en 1958, cuando Betancourt resultó electo presidente. Fue por esos difíciles años el implacable Ministro de Relaciones Interiores contra la subversión, el terrorismo y las guerrillas castrocomunistas, aunque la ofensiva para derrotarlos la cumplieron las Fuerzas Armadas Nacionales.
Luego de la división de Acción Democrática (AD) en 1967, CAP dirigió la campaña de Gonzalo Barrios, candidato presidencial de su partido en las elecciones de 1968, en las que resultó victorioso Rafael Caldera, abanderado del Partido Social Cristiano Copei y sectores independientes. En los años siguientes, tuvo el mérito de revivir a AD y sacarla del marasmo que significó esa primera derrota electoral.
Como secretario general de AD adoptó entonces una línea de oposición dura e intransigente contra el recién iniciado gobierno de Caldera. Así, se opuso férreamente a la política de pacificación argumentando que la misma podía significar la entrega del país a la subversión, lo que sin duda constituía una exageración, como lo demostraron los hechos posteriores. (Ese encono contra las medidas pacifistas y conciliatorias del primer gobierno social cristiano inexplicablemente lo reiteraría, incluso, luego de salir del gobierno y después de diez años de la pacificación ejecutada por Caldera. Dijo entonces que la había criticado en su momento “por tender, lamentablemente, mucho más a dar una imagen de amplitud y generosidad, que efectivamente al objeto de pacificar al país” (1).
Esa agresiva oposición de AD se había manifestado tempranamente con ocasión de las negociaciones para integrar las directivas de las Cámaras del Senado y de Diputados, cuando rechazó un acuerdo que le propuso Copei. Casi de inmediato, AD se opuso a la aprobación de los recursos presupuestarios para el programa de Promoción Popular, prometidos por Caldera en su programa de gobierno, así como a un conjunto de leyes en materia de creación del ministerio de la Vivienda, financiamiento para construcción masiva de viviendas, ordenamiento urbanístico y territorial, financiamiento de la primera etapa del Metro de Caracas, etc., etcétera (2). Se trató de una oposición obstruccionista y contumaz, cuyo sello lo marcaba el propio CAP como jefe de AD.
En los siguientes comicios de 1973, Pérez se convirtió en el candidato presidencial de su partido, una vez que Betancourt anunció que no aspiraría nuevamente la presidencia. Alcanzó la victoria en aquel momento, derrotando a Lorenzo Fernández, abanderado presidencial por Copei, Fuerza Democrática Popular (FDP) y sectores independientes.
Su primer gobierno, entre 1974 y 1978, obtuvo logros fundamentales, como la nacionalización del petróleo, del hierro y del aluminio, el programa de becas “Gran Mariscal de Ayacucho” y numerosas obras en materia de salud y educación. También logró elevar los niveles de empleo, sin que se llegara –como lo proclamaron sus propagandistas– al pleno empleo, es decir, una desocupación laboral inferior al cinco por ciento. Hubo, como ya era tendencia histórica en Venezuela, una inflación moderada, pero en aumento, así como paz social y laboral. Por efectos de los altos precios petroleros se produjo así mismo un aumento del consumo, mientras que, a la par, el Estado también acrecentó sus gastos y elevó sus niveles de endeudamiento.
En ese momento, CAP se convirtió en el gran nacionalizador, y por ello creció descomunalmente el tamaño del Estado y se multiplicó de manera escandalosa la corrupción administrativa. Por contraste, en su segunda gestión (1989-1993) fue el gran privatizador. Se diría que entonces intentó un gobierno totalmente contrario al que encabezó en la primera oportunidad, algo que dice mucho de su pragmatismo audaz y de su voluntarismo como gobernante, incapaz de medir las consecuencias de sus ejecutorias políticas, económicas y sociales.
Fiel a su personalidad, en su primer gobierno puso en práctica una frenética e hiperactiva política internacional, muy distante de la sobria actuación de sus predecesores en esta materia. Se caracterizó por su indisimulado empeño en convertirse en líder del llamado Tercer Mundo. Así, Pérez tuvo una destacada participación en las negociaciones mediante las cuales Estados Unidos entregó el Canal de Panamá a este país, así como en los hechos que condujeron a la caída de la dictadura somocista de Nicaragua y al triunfo de las guerrillas sandinistas, comandadas por Daniel Ortega.
En estos propósitos y otros más, CAP superó todos los viajes presidenciales anteriores, lo que le valió no pocas críticas. Pero ese estilo excesivo e indetenible, divorciado a veces de la ponderación y la reflexión que deben ser consustanciales a un gobernante, también se lo imprimió a todas sus facetas como presidente en aquellos años.

...Pero también un liderazgo sobreestimado:
Se ha dicho que “el estilo es el hombre”. En el caso de Pérez se ajusta como anillo al dedo.
Si algo lo caracterizó fue una desmedida confianza en sí mismo –la misma que lo condujo a su final como presidente en 1993–, es decir, la creencia absoluta en que su liderazgo lo hacía invulnerable a cualquier amenaza, lo que, a la larga, también se demostró que no era cierto. Esa condición egocentrista e individualista trajo aparejada consigo una cierta dosis de infalibilidad y, lo que resultaría luego peor, una incapacidad manifiesta para reconocer sus errores y –lo más importante aún– rectificarlos a tiempo.
Quien lea, por ejemplo, sus Memorias proscritas –dictadas a los periodistas Ramón Hernández y Roberto Giusti, aunque luego, al parecer, desautorizadas por el propio CAP– encontrará allí una exagerada conceptualización de su persona y su carrera política. Cierto es que se trata de su propio testimonio de vida y de luchas, y por tanto su narrativa está hecha en primera persona. Pero los juicios sobre sus semejantes siempre giran alrededor de la importancia que tuvo él para esos personajes –nunca al revés–, comenzando por Rómulo Betancourt, de quien dijo haber sido “un hombre indispensable” (3).
Por esa exagerada sobreestimación de sí mismo cometió otro gravísimo error en 1988, cuando fue elegido por segunda vez candidato presidencial de AD. Apeló entonces al recuerdo que mucha gente guardaba sobre su primer gobierno, cuando la abundancia de petrodólares inundó al país, gracias a la lejana guerra entre Israel y Egipto, en 1973. Esa inmensa riqueza, desde luego, no fue creada por los venezolanos, sino consecuencia del citado conflicto bélico. Por desgracia, tal abundancia financiera fue muy mal administrada y su primer gobierno terminaría hundiéndose históricamente por sus colosales yerros, entre los cuales destacaron –como ya se anotó antes– el crecimiento de la deuda externa e interna y el sobredimensionamiento del Estado venezolano y de la corrupción en los más altos niveles oficiales. Esa gestión inició el declive de Venezuela como una nación que estaba destinada a sobresalir entre las primeras del continente, ya que sus tremendas equivocaciones de condicionaron la acción de los gobiernos posteriores.
Sin embargo, insisto, a alguna gente le quedó el recuerdo de la abundancia económica, sin reparar sus gravísimos daños colaterales. Y a ese recuerdo primario y superficial echó mano CAP cuando volvió a ser candidato presidencial en 1988 y ofreció que tal abundancia volvería con su retorno al poder.
Era una promesa incumplible y él lo sabía. Por eso hizo preparar dos programas de gobierno, según lo denunciara posteriormente el entonces presidente de AD, Humberto Celli (4). Uno, que fue su bandera electoral, ofrecía espejismos y fantasías imposibles de cumplir en un país ya sin reservas monetarias, con gravísimos desajustes sociales y económicos, endeudado como pocas veces y afectado por una espantosa corrupción, al término del período presidencial de su compañero de partido Jaime Lusinchi (1984-1988). El otro programa de gobierno, oculto y clandestino, contemplaba un paquete de severas medidas de ajustes que implicarían un sacrificio para todos, pero especialmente para los sectores mayoritarios. Este último fue el que puso en ejecución apenas llegó al poder en febrero de 1989, y que fue la excusa para que se produjera un rápido y extendido descontento general con la explosión social conocida como "El Caracazo", en febrero de 1989, lo que heriría de muerte su segundo gobierno a escasos veinte días de haberse iniciado pomposamente, con los resultados ya conocidos.
Aquella desafortunada idea de formular en paralelo dos programas de gobierno constituyó, sin duda, una estafa a sus electores y a los venezolanos en general. Pero lo hizo fríamente, confiando en que el suyo era un hiperliderazgo como pocos en Venezuela y en el continente.
Fiel a esa absurda creencia incurrió también en otros graves errores. A partir de 1989 no le dio ninguna importancia a la creciente conspiración que lo acechó desde el primer momento y que tenía una vertiente militar y otra civil. CAP irresponsablemente subestimó las dos.
En cuanto a la primera, sus propios órganos de inteligencia civil y militar le advirtieron tempranamente sobre la conjura militar que urdía una logia golpista incrustada desde hacía tiempo en el ejército, la misma que intentaría derrocarlo en febrero de 1992, y más adelante, ya extendida por las fuerzas aérea y marítima, también se repetiría en noviembre de ese mismo año. Confiaba en que por haber enfrentado con éxito –como Ministro del Interior del gobierno del presidente Betancourt– la insurgencia armada del castrocomunismo a principios de los años sesenta, aunado a su conocimiento de las Fuerzas Armadas, podía dominar cualquier tentativa militar en su contra. No fue así. Y aunque no hubo sorpresa propiamente dicha, lo que sí se puso de manifiesto fue que ni el régimen ni el presidente se habían preparado para enfrentar el primer intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. Una cierta autosuficiencia de Pérez y la actitud capciosa del Alto Mando Militar le permitieron a Chávez y sus golpistas actuar con relativa comodidad.
Lo que sí estuvo entonces fuera de toda discusión fue la actuación valiente e inteligente de CAP mientras se desarrollaba aquella intentona golpista. En poco tiempo les arrebató la ofensiva a los oficiales insurrectos, al aparecer por televisión denunciando los hechos y exigiendo lealtad a la institución armada, todo lo cual confundió y desmoralizó a los golpistas, mientras se producía la sensación de que había retomado el control de la situación y dominado el complot en marcha.
La verdad es que, a pesar de todo, CAP fue magnánimo con los golpistas, al igual que todo el establecimiento político de esos días y la gran mayoría de la opinión pública. Aquella fue una compasión inexplicable e injusta frente a un grupo de felones y traidores a la Constitución Nacional y a su juramento como oficiales de las Fuerzas Armadas Nacionales. Los más importantes candidatos presidenciales –a excepción de Caldera, por cierto– prometieron liberarlos. La misma Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica abogó por los golpistas, y hasta el ex presidente Herrera Campíns pidió al presidente Pérez que los pusiera en libertad. Y fue el propio CAP quien inició la larga cadena de sobreseimientos a los golpistas, pues apenas dos meses después de la intentona en su contra sobreseyó a un grupo de oficiales, entre ellos, Henry Rangel Silva (quien luego sería ministro de la defensa con Chávez y gobernador de Trujillo a la fecha), Jesús Rafael Suárez Chourio (posteriormente comandante del Ejército) y Rodolfo Clemente Marcos Torres (ministro de finanzas y hoy gobernador de Aragua) (5). Esa misma cadena de sobreseimientos la continuaría el presidente Ramón J. Velásquez en 1993 y la concluiría el presidente Rafael Caldera en 1994. Pero, en ese momento, el propio Carlos Andrés Pérez fue más allá todavía al reincorporar al Ejército a casi el 90 por ciento de los oficiales golpistas, según lo denunciaría después el general Carlos Peñaloza, a la sazón comandante de esa fuerza.
En todo caso, si CAP pudo entonces dominar las dos tentativas golpistas de 1992, no tuvo en cambio el mismo desempeño exitoso frente a la conspiración civil, adelantada por "Los Notables", dirigidos por Arturo Uslar Pietri, y otros sectores que, a la postre, lograron en mayo de 1993 su destitución por parte del Congreso de la República y su posterior enjuiciamiento ante la Corte Suprema de Justicia. Aquél político realista y exitoso, dos veces presidente de Venezuela por elección popular, menospreció a sus adversarios y sobreestimó su capacidad de maniobra, ya sin contacto con la realidad y demasiado pagado de sí mismo.
Porque en el campo civil, pareciera haberse confiado, como siempre, en su liderazgo. Tal vez por ello no se defendió ni pasó a la ofensiva frente a sus adversarios, a lo que tenía perfecto derecho. Porque si bien es cierto que la suya fue una actitud de absoluto e impecable respeto al Estado de Derecho y a la Constitución, no lo es menos que tuvo a su disposición algunos recursos políticos y jurídicos para salvaguardar –como era absolutamente lógico también– su derecho a continuar como presidente de los venezolanos, elegido en legítimos comicios electorales y por amplia mayoría. Por supuesto que, como se sabe, hizo múltiples contactos al respecto, pero al darse cuenta de que ni siquiera su propio partido lo apoyaba y que las Fuerzas Armadas Nacionales mantenían una actitud institucional, decidió esperar el desarrollo de los acontecimientos, tal como se lo confesó a algunos allegados (6), tal vez confiando en que los hechos, al final, le serían favorables. De nuevo se sobreestimó personalmente y desestimó a sus poderosos enemigos de entonces.
Mientras tanto, el grupo "Los Notables" colocaba el detonante definitivo contra el presidente Pérez: el 11 de enero de 1993 el periodista y varias veces candidato presidencial José Vicente Rangel había consignado ante el Fiscal General de la República, Ramón Escovar Salóm, una denuncia sobre la utilización irregular de 250 millones de bolívares, correspondientes a la partida secreta, y solicitado el respectivo antejuicio de mérito contra el Presidente Pérez y dos de sus ministros.
El 9 de marzo de 1993 el Presidente Pérez se dirigió al país en un mensaje por cadena de radio y TV, asegurando que el dinero en cuestión había sido usado en gastos de seguridad y defensa del exterior, y que no podía revelarlos porque supondría una violación a la ley de la materia. Dos días después, el 11 de marzo, el implacable Fiscal General Ramón Escovar Salom solicitaría a la Corte Suprema de Justicia que decidiera si había méritos para juzgar al Presidente y dos de sus ex ministros, Alejandro Izaguirre y Reinaldo Figueredo, por la presunta malversación de 17,2 millones de dólares. La ponencia del caso se la reservó el presidente del alto tribunal, Gonzalo Rodríguez Corro, quien presentó su proyecto de sentencia el 4 de mayo. En la sesión del 19 de mayo, la Corte Suprema declararía con lugar la solicitud de antejuicio de mérito contra Pérez, Izaguirre y Figueredo.
Al día siguiente, viernes 20 de mayo –y sin esperar el posterior desarrollo del juicio–, el CEN de AD decidiría expulsar del partido a Carlos Andrés Pérez, lo que suponía también una condenatoria tácita en su contra. Parecía que aquella resolución inmediata de la cúpula adeca saldaba así un ajuste cuentas pendiente, por las razones ya señaladas. Y así lo confirmarían los hechos posteriores: terminaba una difícil relación entre CAP y la organización a la que le había entregado buena parte de su vida, porque esa ruptura se caracterizaría por una dura actitud del ya ex presidente contra AD y varios de sus líderes más importantes, tema sobre el que profundizaremos más adelante.
Ese mismo 20 de mayo de 1993 el Senado de la República –de conformidad con el ordinal 8o. del Artículo 150 de la Constitución Nacional– acordó autorizar el enjuiciamiento del presidente Pérez. En el mismo acto resolvió que el Presidente del Congreso, senador Octavio Lepage (AD), se encargara transitoriamente de la Presidencia de la República, e invitó a la Cámara de Diputados a una sesión conjunta para juramentarlo. De inmediato, Lepage se trasladó al Palacio de Miraflores donde Pérez le entregaría el cargo, mientras el Congreso resolviera finalmente sobre la persona que lo sustituiría en el ejercicio de la Presidencia.

AD: “un cascarón vacío, un fracaso total”:
Un capítulo dramático fue su relación con Acción Democrática. A diferencia de Betancourt, CAP no le concedió la importancia y la jerarquía histórica que el máximo líder le asignó siempre al partido. Si aquel dijo en alguna ocasión que se sentía más orgulloso de haberlo fundado que de haber sido presidente en dos ocasiones, Pérez seguramente que pensaba lo contrario.
En ese razonamiento influía, desde luego, la sobreestimación que siempre hizo de su propio liderazgo, aspecto al cual nos hemos referido anteriormente, y que también lo llevó en sus dos gobiernos a duros enfrentamientos con la cúpula adeca y hasta con el propio Betancourt en los años finales de su primera gestión. CAP no se sometió entonces a los dictados del Comité Ejecutivo Nacional de AD, ni tampoco lo haría en su segunda presidencia.
En ambas ocasiones, al lado de prominentes dirigentes de su partido, también designó como ministros a figuras independientes, vinculadas a las altas finanzas y grupos económicos poderosos. Esa preferencia se profundizó entre 1989 y 1993, cuando incorporó a jóvenes tecnócratas sin vinculaciones políticas ni partidistas, quienes concibieron y ejecutaron un paquete de medidas neoliberales, en acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, sin consultar a la dirección de AD y sin reparar los costos sociales que traía consigo. Todos estos hechos agriaron aún más su relación con la dirigencia adeca.
Porque en este aspecto también hubo diferencias de fondo entre Betancourt y CAP. El primero siempre se caracterizó por dar preeminencia a lo colectivo por encima de lo individual, y la mejor demostración fue la de haber fundado un partido, desligándose así de la propensión caudillista que siempre animó a los hombres de poder en la historia venezolana. Pérez, en cambio, demostró siempre una exagerada tendencia personalista, la misma que lo llevó a desentenderse de su partido en las dos oportunidades que ganó la presidencia de la República.
En sus últimos años –luego de su expulsión de AD el 20 de mayo de 1993, precisamente al día siguiente en que el máximo tribunal declaró con lugar su enjuiciamiento como presidente de Venezuela–, CAP no se ahorraría dicterios, críticas y serios cuestionamientos hacia ese partido y sus principales líderes, incluyendo al propio Rómulo Betancourt, de quien dijo que en sus últimos años “sufría un deterioro intelectual grave” y “una declinación personal importante (7)”. Incluso, de cierta manera sugirió que, en algún momento, Betancourt pudo sentir celos de “mi posición y significación internacional” (8).
Al ex presidente Jaime Lusinchi, luego de señalar que había tenido “gran estimación” por él, no vaciló en calificarlo como “un pobre diablo” (9), sin condiciones para gerenciar el país. “Yo me comprometí con su candidatura a pesar de que consideraba que iba a ser un problema en la Presidencia”, agregó. “Lusinchi demostró que no era un hombre para el poder (…) Blanca Ibáñez exacerbó en Lusinchi el odio, el resentimiento, el orgullo (…) Lo volvió un camorrero” (10).
Al que fuera candidato presidencial de AD en 1978, Luis Piñerúa Ordaz, le endosa toda la responsabilidad de esa derrota, aunque CAP era entonces presidente y aquel veredicto popular envolvía también un juicio condenatorio a su gobierno. Sin embargo, esa circunstancia nunca la llegaría a reconocer. A su juicio, la candidatura de Piñerúa “era débil por sus características personales, sobre todo influenciado por la tónica que había asumido Betancourt” (11). “Hice una campaña tremenda a favor de Piñerúa, que casi le permite el triunfo. Fue la dureza de Piñerúa lo que nos perdió” (12), agregó a continuación. A Octavio Lepage, quien lo sustituyó brevemente como presidente, lo acusó de estar poseído de “una ambición tremenda”(13).
A Acción Democrática la definió luego y en repetidas ocasiones como “un cascarón vacío” (14), donde “no hay democracia interna (…) Esta es la triste y cierta razón de su desastre” (15). Eran conceptos de una dureza implacable en sus labios: “AD fue un gran proyecto político venezolano, pero ya terminó su ciclo, ahora pertenece a la historia. Una historia buena, pero cuyo final ha sido espantosamente malo. Un fracaso total. Es una minoría, después de haber sido una mayoría evidente y portentosa. No volverá a ser mayoría”(16).

Los años finales: entre la amargura y la desazón:
Obviamente que si entonces fueron muy duras esas opiniones sobre compañeros y amigos de toda una vida y sobre el partido del que fuera dos veces candidato presidencial, no lo serían menos sus descalificaciones y ataques contra adversarios como Rafael Caldera, Luis Herrera Campíns y Eduardo Fernández, con quien compitió por la presidencia en 1988.
Su animadversión contra Caldera, por ejemplo, es verdaderamente dramática y aparece en cada página de las muchas en las que Pérez se refiere al también dos veces expresidente socialcristiano por elección popular. (Invito al lector a que las lea en el libro "Carlos Andrés Pérez: Memorias proscritas" que he venido utilizando como apoyo bibliográfico en este ensayo.) Y todo ello a pesar de que algunos aún hablan de que era Caldera el que “odiaba” y le tenía “envidia” a CAP. La realidad es que fueron muchas más las menciones negativas de este contra Caldera, y probablemente un estudio hemerográfico de sus declaraciones y comentarios podría corroborarlo.
Quienes hoy lo elevan a los altares del martirologio y hasta lo presentan como “el constructor de la Venezuela moderna” sólo se limitan a una versión hagiográfica del polémico personaje, obviando sus elocuentes errores y apelando a una superchería para calificarlo como tal. Porque la verdad es que la Venezuela moderna fue construida por muchos otros más, especialmente desde 1935: civiles y militares, líderes de partidos políticos, sectores independientes, gente del sector público y privado, trabajadores y profesionales, en fin, venezolanos y extranjeros que dieron sus mejores esfuerzos para que el país iniciara su ascenso hacia el progreso y desarrollo que se truncaron a partir de 1999, con la llegada del castrochavismo al poder.
Ese tipo de calificativos, absolutos y extremos, son casi siempre producto de la exageración y la falta de profundidad en los análisis históricos. A Rómulo Betancourt, por ejemplo, lo llamaron nada más y nada menos que “el Padre de la Democracia”, como si esta necesitara de padre y madre, y, si así fuera, en este caso la última no aparece por ningún lado. Como lo escribió con su habitual agudeza Manuel Caballero, uno de los más autorizados estudiosos de la figura de Betancourt, esa denominación “es un insulto a la memoria que se pretende así halagar: desde el primer momento de su ser político, Rómulo Betancourt insurgió contra el paternalismo gomecista” (17).
En el caso de CAP, al igual que en los otros presidentes que ha tenido la República de Venezuela, su actuación como político y su legado como gobernante tendrán el juicio de la Historia, por lo general más reposado, sabio y justo que el que le podamos intentar hacer sus contemporáneos o los subsiguientes e inmediatos analistas. Nada es más cierto que aquel adagio según el cual la Historia siempre coloca los hechos en sus justos términos, más allá del halago o la inquina con que se juzgan casi siempre por la inmediatez del tiempo.




Notas:
(1) Alfredo Peña, "Conversaciones con Carlos Andrés Pérez", Editorial Ateneo de Caracas, 1979, página 243.
(2) Un análisis de mayor profundidad puede conseguirse en mi libro "Caldera y Betancourt, Constructores de la democracia", primera edición de 1987 (Ediciones Centauro, Caracas) y segunda edición de 2018 (Editorial Dahbar, Caracas).
(3) Ramón Hernández y Roberto Giusti, "Carlos Andrés Pérez: Memorias proscritas", Los Libros de El Nacional, Colección Ares, Caracas, 2006, página 577.
(4) Mirtha Rivero, "La rebelión de los náufragos", entrevista con Humberto Celli, ex presidente de AD, capítulo siete, páginas 64 y siguientes, Editorial Alfa, Caracas, 2010.
(5) Ese sobreseimiento favoreció a un grupo de 30 oficiales del Ejército y fue publicado en la Gaceta Oficial No. 34.936, de fecha dos de abril de 1992, dos meses después del intento golpista del 4 de febrero de ese mismo año.
(6) "La rebelión de los náufragos", entrevista al exministro Reinaldo Figueredo Planchart, página 423 y siguientes.
(7) "Carlos Andrés Pérez: Memorias proscritas," obra citada, página 278.
(8) Ibídem, página 275.
(9) Ibídem, página 290.
(10) Ibídem, página 291.
(11) Ibídem, página 273.
(12) Ibídem, página 272.
(13) Ibídem, página 355.
(14) Ibídem, página 419.
(15) Ibídem, página 311.
(16) Ibídem, página 419.
(17) Manuel Caballero, "Rómulo Betancourt, político de nación", página 15.


martes, 10 de diciembre de 2019


20 AÑOS DE LA CONSTITUCIÓN DE 1999
Gehard Cartay Ramírez
Este 15 de diciembre se cumplen 20 años del referéndum consultivo que aprobó la Constitución de 1999, mal llamada bolivariana por sus promotores.
Fue aprobada entonces con el 71,19 por ciento de los votos emitidos, mientras que el No obtuvo el 28,81 por ciento. Sin embargo, la abrumadora abstención de aquel día hizo que ese 71,19% sólo representara al 32,20 por ciento de los electores. La abstención oficialmente registrada por el Consejo Nacional Electoral (CNE) fue del 56,60 por ciento, aún cuando razonablemente los medios de comunicación y los analistas políticos dudaron de tal cifra, vistos los efectos devastadores que ese mismo día ocasionó la tragedia del Estado Vargas –cuyos propios resultados electorales, por cierto, nunca se conocieron con precisión– y la pertinaz lluvia que se produjo en Caracas y otras ciudades del centro del país.
La abstención, en este caso particular, adquiere una extraordinaria importancia, pues sumada a los votos negativos totalizó el 67,80 por ciento de los electores. Lo que se estaba aprobando entonces no era cualquier cosa: era, nada más y nada menos, que una nueva Constitución de Venezuela. Sin embargo, apenas el 32,20 por ciento de los electores fueron quienes, finalmente y sin conocerla a fondo, le dieron su voto afirmativo. Lo que ésta situación tiene de significativo no merece mayores comentarios.
Hubo, sin embargo, un hecho gravísimo que prácticamente pasó inadvertido: apenas siete días después de la tragedia de Vargas, el régimen aprovechó el luto y la estupefacción de los venezolanos para aprobar el Decreto Sobre el Régimen de Transición del Poder Público (Gaceta Oficial No. 36.859), el cual, a juicio del constituyente Jorge Olavarría, fue “el golpe de Estado más artero y completo de la historia constitucional de Venezuela y posiblemente del mundo”, pues violó “dos constituciones de un solo golpe: la de 1961, que estaba vigente, y la de 1999, que había sido aprobada pero que se publicaría y entraría en vigencia el 31 de diciembre” (El Nacional, 27-01-2004). Mediante ese decreto –agregó Olavarría– se disolvió al Congreso legítimamente elegido para reemplazarlo por una Comisión Legislativa Nacional socarronamente llamada `Congresillo´, que actuaría como Poder Legislativo y que nadie había elegido. Lo mismo se hizo con las asambleas legislativas de los estados, que fueron sustituidas por comisiones legislativas de cinco miembros”.
El proceso constituyente tuvo como resultado final un texto de discutible calidad y no pocas contradicciones en su articulado y en sus líneas generales. Porque si bien es cierto que pone de relieve la tesis de la democracia participativa, por ejemplo, no lo es menos que concentra –como nunca antes– demasiado poder en el Presidente de la República y centraliza indebidamente la toma de decisiones.
En lo político, aparentes mecanismos de consulta y flexibilización terminaron siendo inútiles al sobrevivir un Poder Legislativo débil, sin capacidad de contrapeso frente a un presidencialismo extremo. Esta última distorsión afectó y paralizó el proceso de descentralización y regionalización iniciado en 1989, ahora sometido al peso aplastante de un Poder Central con mayor dominio que nunca.
En el plano social, por citar otro aspecto fundamental, un articulado “poético” y de buenas intenciones no pasó de allí. Y en cuanto a la economía, una inaudita camisa de fuerza dogmática y contraria a las tendencias mundiales que hoy caracterizan tan compleja materia, terminó por sobredimensionar aún más el papel del Estado interventor y enemigo de la iniciativa privada. Los resultados están a la vista.
Por si fuera poco, la Constitución aprobada satisfizo a plenitud las metas más sentidas del proyecto político y personal del entonces jefe del proceso: estableció la reelección presidencial inmediata y alargó el período a seis años, toda una afrenta al principio de la alternabilidad democrática al establecer un cuello de botella en el relevo del liderazgo nacional. Hoy sufrimos esas nefastas consecuencias.
Algunos expertos en diversas áreas llamaron especialmente la atención sobre otras fallas del texto aprobado, entre ellas, la creación de llamado Poder Ciudadano, por cuanto resta funciones al Poder Judicial, así como en la parte relativa a los derechos humanos, con logros innovadores, sin duda, pero prácticamente irrealizables por la expresa debilidad en el equilibrio de poderes, en razón de la exagerada preeminencia del Poder Ejecutivo sobre los demás. Y en el aspecto económico, la gravísima supresión de la autonomía del Banco Central de Venezuela, lo cual –opinó entonces el ya desaparecido Domingo Felipe Maza Zavala– “afectaría el mejor ejercicio de la política monetaria”. “La autonomía del BCV, agregó el experto económico, es indispensable. Si esa autonomía se somete a una camisa de fuerza, las consecuencias podrían ser muy negativas para lograr el abatimiento de la inflación y el equilibrio monetario”. Palabras proféticas, como se ha comprobado.
Desde luego que el nuevo texto tiene ciertos aspectos positivos, en teoría. La creación de la Sala Constitucional del TSJ es uno de ellos, aunque en la práctica el régimen la convirtió en un vulgar instrumento de sus políticas autoritarias y antidemocráticas. En materia de derechos humanos, la figura del Defensor del Pueblo es muy importante, aunque en los hechos ha resultado una estafa colosal. En el aspecto internacional, se lograron algunos avances, sobre todo en el área de las fronteras. En cuanto a lo político, el establecimiento del régimen refrendario constituyó también una conquista notable, aún cuando no suficiente, así como la creación de los Poderes Ciudadano y Electoral, entre otros aspectos. Todos estos avances –insisto– han sido en teoría, porque en los hechos no se han concretado.

El Poder Militar:
Hubo un asunto que también causó justificada preocupación: el tratamiento de la Fuerza Armada Nacional (FAN) en la Constitución Bolivariana, que terminó creando, aún cuando no expresamente, un nuevo poder: el Poder Militar.
En esta materia hubo un cambio radical en relación con la Constitución de 1961. En primer lugar, se suprimió el principio que impedía a la Fuerza Armada deliberar, lo que abrió una verdadera Caja de Pandora. Igualmente, se eliminó el control civil sobre los ascensos, los cuales ahora sólo dependen de la cúpula castrense y, en última instancia, del Presidente de la República. La de 1961 establecía que los ascensos en los dos últimos grados debían ser aprobados por el Senado. También se eliminó el control administrativo civil sobre los gastos militares. Finalmente, el derecho del voto a los militares –proscrito en anteriores textos constitucionales– resulta un absurdo, sobre todo en un país donde la custodia de los procesos electorales está asignada a la institución armada.
Por supuesto que, al suprimirse todas estas limitaciones al fuero castrense, la FAN se sustrajo del sometimiento al Poder Civil, quedando de manera exclusiva al servicio del presidente de la República, en su condición de Comandante en jefe. No es por casualidad que la influencia militarista que impregna la Carta Magna aprobada en 1999 haya eliminado como objetivos a garantizar por parte de la Fuerza Armada Nacional “la estabilidad de las instituciones democráticas y el respeto a la Constitución y a las leyes, cuyo acatamiento estará siempre por encima de cualquier otra obligación”, tal cual lo consagraba muy sabiamente la anterior Constitución de 1961.
También la nueva Constitución eliminó la tradicional prohibición del ejercicio simultáneo de la autoridad militar y la autoridad civil, a los fines de allanar el camino de la llamada “unión cívico-militar”, que obviamente oculta el proceso de militarización creciente de Venezuela. También se les atribuyó competencias de policía administrativa y de orden público interno, y se les otorgó a los oficiales superiores el privilegio del antejuicio de mérito, eliminado como fuero militar en todas las Constituciones anteriores desde 1830.
En definitiva, la Constitución que ahora cumple 20 años ha representado un retroceso en muchos aspectos, comparada con otras como las de 1947 y 1961. Su carácter presidencialista, centralista y militarista ha confirmado en la práctica lo que se anunciaba en la teoría.
Por lo tanto, existen muy pocas razones para celebrar ese texto constitucional, sin dejar de advertir que quienes lo han violado de todas las formas y desde sus inicios son precisamente sus creadores. Y esto forma parte de la actual tragedia venezolana.

sábado, 23 de noviembre de 2019


EL GOLPE CONTRA EL PRESIDENTE GALLEGOS

(Este 24 de noviembre se cumplen 71 años del golpe de Estado contra el escritor Rómulo Gallegos, primer Presidente de Venezuela elegido por el voto universal, directo y secreto de los venezolanos. Fue derrocado entonces por las Fuerzas Armadas Nacionales, comandadas por los coroneles Carlos Delgado Chalbaud y Marcos Pérez Jiménez. A continuación transcribo un análisis al respecto que aparece en mi libro "Caldera y Betancourt, Constructores de la democracia".)

Se derrumba un castillo de naipes

El novelista Rómulo Gallegos, primer Presidente Constitucional designado en elecciones directas, universales y secretas, solo duró nueve meses en la Jefatura del Estado venezolano.

Había tomado posesión del mando en febrero de 1948. Pero ya el sistema institucional y político acusaba un franco deterioro. Días antes de su juramentación, Rómulo Betancourt había denunciado una expedición aérea, con base desde Puerto Cabezas, Nicaragua, que bombardearía a Caracas, dentro de un plan conspirativo urdido por algunos venezolanos. Después de algunas gestiones ante Washington y Managua, el gobierno nica anunció que aquel complot había sido abortado.

Pero el presidente Gallegos heredaba, sin embargo, también un caldeado clima político estimulado por la arrogancia y prepotencia de una Acción Democrática victoriosa, sin reparar su rápido desgaste electoral, y una agresiva oposición encabezada por COPEI y URD. Al lado del frente democrático, otros sectores —ligados de una u otra forma a López Contreras y Medina Angarita—se movían en las sombras de la conspiración. El mayor peligro, sin embargo, estaba dentro del propio gobierno de Gallegos: su Ministro de la Defensa, Carlos Delgado Chalbaud, hombre de confianza del presidente, preparaba en silencio, a espaldas de aquel, un nuevo golpe militar. La historia, curiosa e impredecible como siempre, estaba gestando el divorcio entre los socios del 18 de octubre de 1945. Ahora, en 1948, los militares que habían apoyado a Rómulo Betancourt acechaban a Rómulo Gallegos. Y la excusa no era otra que la presencia del Rómulo joven.

Pero era simplemente una excusa. La situación era mucha más compleja. Cierto era que algunos sectores acusaban un profundo resentimiento contra Betancourt y su gobierno de factoen razón de las medidas reformistas puestas en marcha, los intereses lesionados, los famosos juicios de responsabilidad civil y administrativa, etcétera, etc. El propio Betancourt era entonces un político sumamente pugnaz y agresivo, odiado por sus enemigos y loado por sus amigos. Pero no era menos cierta la evidente incapacidad de manejo político que demostraba el presidente Gallegos ante aquellas tremendas circunstancias. Actuaba de buena fe siempre, confiando en la lealtad de Delgado Chalbaud y su grupo, sin imaginar jamás que la conspiración se desarrollaba ante su propia cara. Parecía estar incomunicado, además, con su propio partido y las demás organizaciones políticas actuantes. No tenía realmente el control de la situación.

Aquello era muy peligroso en medio del tenso ambiente reinante. AD acaba de ganar las elecciones presidenciales, pero no registraba con espíritu autocrítico su desgaste electoral. Tampoco parecía dispuesta a rectificar sus abusos de poder, su prepotencia y sectarismo como partido oficialista. Si a todas estas circunstancias añadimos la de una supuesta frialdad en las relaciones entre los dos Rómulos, bien podremos imaginarnos ahora la difícil situación de entonces. En todo caso, no se actuaba con inteligencia frente a la crisis.

Son meses de intensa actividad y no precisamente en las tareas de la Administración Pública. Esta, más bien, luce inmovilizada y paralizada. El propio estilo del presidente Gallegos ayuda a que esta impresión tenga visos de realidad. Y más que en el estilo del escritor-presidente, la gente piensa en los parámetros de la comparación entre Betancourt y Gallegos. Allí estriba, tal vez, la mayor debilidad del nuevo régimen. Lo verdaderamente activo es el frente de la oposición. Huelgas y manifestaciones en la calle, clausura de la Universidad Central, disturbios estudiantiles, son algunas de tales actividades. También el escenario parlamentario se estremece. AD y el gobierno se tranzan en una disputa contra el senador Antonio Pulido Villafañe, electo en las planchas de COPEI, a quien acusan de “incitación a la rebelión militar”. Piden el allanamiento de su inmunidad y su posterior enjuiciamiento. Con los votos de AD y el PCV esta será aprobada por el Congreso Nacional, mientras la oposición califica la medida como un peligroso precedente para la institución parlamentaria.

En junio, ya avanzada la conspiración, Gallegos viaja a Estados Unidos, dejando encargado de la Presidencia a Delgado Chalbaud. Al regresar de su gira norteamericana, elogia la actitud de los militares ante aquella demostración de confianza dada por él a su Ministro de la Defensa y a las Fuerzas Armadas. Más tarde habrá violencia en los Estados andinos, a causa de enfrentamientos entre gente de AD y COPEI. Por si fuera poco, el Ministro del Interior, Eligio Anzola, introduce al Congreso un proyecto de Ley de Organización Provisional de los Servicios de Policía. La oposición lo califica de atentatorio e inconstitucional. Se denuncia, incluso, que servirá para legalizar unas supuestas brigadas armadas del partido de gobierno.

El 18 de octubre, al cumplirse el tercer aniversario del derroca¬miento de Medina, Rafael Caldera —desde las páginas de "El Gráfico"— opina sobre el sentido de aquel proceso. A juicio del líder socialcristiano, el proceso revolucionario había comenzado mucho antes de aquella fecha. Esta solo fue el paso decisivo. Pero desde antes de 1945 el país había venido marchando hacia una transformación revolucionaria. Solo que AD capitalizó aquel movimiento, pero derrochando posteriormente todo el inmenso capital político que significó el 18 de octubre y el respaldo que obtuvo de todos aquellos que pensaban que el país debía cambiar. “No comprendió AD, escribió Caldera, que su fuerza estaba en el deseo del pueblo hacia una viva armonía fecunda. Sacrificó caras consignas y no en aras del bienestar popular que no ha logrado, sino en aras del afán hegemónico. Por eso, el tercer aniversario de una fecha que fue nacional, se ha convertido en una celebración partidista” . "El Nacional" opinaba más o menos igual en su mancheta diaria: “Si algo puede ofrecer la Revolución de Octubre en su tercer aniversario, es una rectificación de sus errores que son muchos y una ratificación de sus aciertos que son los menos”.

Los primeros días de noviembre producen nuevos encontronazos entre AD y COPEI. En Cúa, Mérida, y otros sitios del país son saboteados mítines del partido socialcristiano. Caldera protesta por los atropellos del gobierno contra COPEI y su persona. El 9 es asesinado el dirigente copeyano Víctor Baptista. Ya el 20 de noviembre son insistentes los rumores de un golpe contra Gallegos. El Gobierno, tercamente, niega tal versión. Pero el mismo día suspende las garantías constitucionales.

Días antes, el 17, se había producido una dramática reunión entre Gallegos, Gonzalo Barrios, Delgado Chalbaud y Pérez Jiménez. Estos plantearon al Presidente cinco exigencias: l) Expulsión del país de Rómulo Betancourt; 2) Impedir el regreso del Comandante Mario Ricardo Vargas; 3) Remoción del jefe de la guarnición de Maracay; 4) Cambio de los edecanes presidenciales; y 5) Desvincu-lación con AD. Gallegos rechazó todas y cada una de las exigencias . Los militares retrocedieron entonces y prometieron nueva¬mente lealtad al gobierno.

El 24 de noviembre se produjo el golpe. No hubo tiros, ni combates. Fue un golpe frío, anunciado con muchísima antelación, y conocido y previsto por todos los sectores políticos y de opinión. No hubo, pues, sorpresas a la hora en que los venezolanos escucharon por la radio que los mismos militares del 18 de octubre de 1945 se apoderaban de nuevo del mando en noviembre de 1948.

¿Cómo se explica, entonces, la ruptura entre los protagonistas del movimiento octubrista? ¿Cómo entender que habiendo ganado AD tres elecciones consecutivas por una amplia mayoría se dejara arrebatar el poder sin ni siquiera haber intentado movilizaciones populares? Más aún, ¿cómo es posible que aquel inmenso poder electoral moldeado por los dirigentes de AD no hubiera contenido las ambiciones de los golpistas de 1948, si se suponía, en sana lógica, que el piso político del partido de Betancourt era ahora más sólido y estable?

La historia se encargaría en el futuro de explicar estas interrogantes.

sábado, 2 de noviembre de 2019

“BUSQUEN UNA SALIDA HONORABLE”
Gehard Cartay Ramírez

Tal ha sido la sabia sugerencia que el Cardenal Urosa Savino le hizo el pasado viernes a la cúpula del régimen.

Una muy sabia sugerencia, sin duda. Aunque lo más seguro es que sea desoída por sus destinatarios, enfermos de poder, ahítos de riquezas y confiados en su supuesta invulnerabilidad. Creen que seguirán en el poder de por vida, que aquí nada cambiará y que este país los va a soportar por siempre. La historia, sin embargo, siempre ha demostrado que nada de eso es posible en ninguna parte y que los cambios forman parte de su marcha indetenible hacia el futuro.

Por eso, insisto, harían bien en hacer suya la sugerencia del Cardenal Urosa Savino. Deberían mirarse en el espejo de otras experiencias trágicas como la nuestra, aunque la mayoría no lo han sido tanto como la que sufrimos los venezolanos hoy.

Sin ir muy lejos, allí está la del dictador Marcos Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958, cuando después de negociar con el Alto Mando Militar decidió despegar en la Vaca Sagrada y salvar su pellejo y sus dólares. Está el ejemplo de Pinochet y los militares chilenos en 1988 cuando aceptaron el triunfo de la oposición en el referéndum sobre la continuidad o no de la dictadura. Igualmente, en 1983, los militares argentinos, cuando su grado de desprestigio fue total, decidieron unilateralmente entregar el poder a los civiles demócratas, previa celebración de elecciones generales. Lo mismo hicieron luego sus colegas de Uruguay (1984) y Brasil (1985). Y en 1990 hasta los sandinistas de Daniel Ortega aceptaron su derrota en las elecciones que les ganara la opositora Violeta Chamorro.

En todos estos casos se trataba también de dictaduras criminales y sanguinarias, pero fueron los propios militares los que facilitaron la transición a la democracia, a diferencia de Venezuela donde su complicidad ha sido evidente. Y en todos estos casos también fueron salidas honorables para todos, como la que justamente sugiere ahora el cardenal Urosa Savino al régimen venezolano.

Harían bien, insisto, en hacerle caso. Ya tienen más de 20 años en el poder, han destruido el país y sus instituciones, contabilizan más asesinatos, presos y exiliados políticos que cualquier dictadura venezolana anterior. En el plano económico, financiero y social arruinaron PDVSA y todas las empresas del Estado, acumularon una deuda interna y externa como nunca antes, incrementaron exponencialmente el hambre y la pobreza, obligaron a huir a más de cinco millones de compatriotas, consumaron el más grande saqueo de las riquezas que un país haya sufrido en su historia y generaron la más gigantesca corrupción de todos los tiempos en Venezuela.

Por si fuera poco, diversas instituciones internacionales vienen denunciando la invasión de agentes cubanos, iraníes, chinos y rusos, guerrillas colombianas, bandas de narcotraficantes y explotadores de oro, coltán y diamantes, así como de terroristas musulmanes, todos indeseables y peligrosos para la paz y la seguridad nacional y del propio hemisferio. Todos ellos actúan en vastos sectores del territorio venezolano con total impunidad. Esto lo saben las potencias mundiales y nos ubica en una terrible condición geopolítica que puede amenazar la integridad territorial y la paz de Venezuela en cualquier momento.

En estos 20 años el chavomadurismo no resolvió ninguno de los problemas que consiguió al llegar al poder en 1999, sino que los ha multiplicado. Lo peor es que han creado nuevas y más graves dificultades, como los ya señalados, que tendrán consecuencias colaterales en breve plazo. Aún así, quieren seguir mandando, porque en realidad ya no gobiernan si por tal se entiende la función de resolver los problemas de la gente y preparar un futuro mejor para todos.

Si realmente les doliera Venezuela y sus hombres y mujeres, hace tiempo debieron haber procurado una salida honorable para todos. No lo han querido hacer y siguen despreciando a los venezolanos y abusando de su paciencia. Ahora, mismo, por ejemplo, tienen una oportunidad para una salida honorable y razonable con la designación de un nuevo Consejo Nacional Electoral confiable para todos, que abra un nuevo registro electoral y convoque elecciones presidenciales y parlamentarias cuanto antes. Todo esto se lograría respetando el mandato constitucional que atribuye en exclusividad la designación del CNE a la Asamblea Nacional, lo que obligaría a esta a una amplia consulta, incluyendo al propio régimen.

El tiempo, en todo caso, opera en su contra. Más temprano que tarde y de cualquier manera, aquí habrá un cambio. Está en manos de ellos la posibilidad de que se realice en paz y de manera segura, si se abren sinceramente a un diálogo verdadero que permita a todos los factores políticos sentarse en una mesa de acuerdos y buscar soluciones factibles al actual conflicto venezolano.

Porque, entre otras cosas, nuestra tragedia sólo la podemos superar los venezolanos. No esperemos que de afuera vengan a salvarnos. La preocupación internacional y sus deseos de colaborar son importantes, desde luego, pero la decisión final es nuestra y de nadie más.





sábado, 26 de octubre de 2019

OBJETIVO: DESESTABILIZAR LAS DEMOCRACIAS
Gehard Cartay Ramírez
Los que quieren pecar de ingenuos –para no hablar de los que actúan con cinismo abierto–, al analizar los últimos acontecimientos en Perú, Ecuador y Chile, afirman que los mismos han sido provocados por el malestar de las grandes mayorías frente a sus gobiernos. Hay otro tipo de cínicos e ingenuos también que han acudido a un segundo argumento, en consonancia con el anterior, como es el de negar las implicaciones internacionales de tales hechos.

En uno y otro caso, las argumentaciones no parecen sólidas. Veamos los casos más recientes: en Ecuador, su actual presidente sustituyó a Correa, quien había gobernado por varios años bajo la influencia del denominado “Socialismo de siglo XXI”. Bastó que entregara el poder para que, a los pocos meses, estallaran los conflictos aludidos. Entonces se echó mano a la tesis del “descontento popular” por algunas medidas tomadas por el presidente Lenin Moreno, se habló de una supuesta insurgencia indígena y otras cuantas cosas más. Todo ello, insisto, en un brevísimo tiempo. Pero lo que quedó claro, luego de aplacarse rápidamente la situación, era que detrás de todo aquello se había intentado un simple golpe de Estado manejado desde Caracas –dicen– por el propio Correa. Sólo que la mecha se apagó antes de llegar a la pólvora.

En Chile pasa algo parecido: la centro izquierda ha gobernado durante cinco períodos constitucionales y la derecha en dos oportunidades. Pero se pretende que el presidente Piñera es ahora el culpable de los problemas sociales que vive aquel país, a pesar de que sus datos macroeconómicos son los mejores de América Latina, su salario mínimo figura entre los más altos y su estabilidad política, democrática y jurídica es superior a las de algunos de sus vecinos. Pero la protesta dirigida estalla ahora, lo que no es casualidad en modo alguno. No la hubo durante los gobiernos anteriores, a pesar de que las quejas y problemas son de vieja data.

En ambos casos resulta insostenible la teoría del “descontento popular”, y no porque no existan inconformidad y molestias, sino precisamente porque lo de “popular” sobra. En el caso de Chile, por ejemplo, los actos de destrucción, violencia y vandalismo no surgieron desde abajo, sino que han sido protagonizados grupos extremistas minoritarios, que obviamente obedecen directrices desde adentro y desde afuera. La precisión casi suiza para destruir varias estaciones del Metro de Santiago, los saqueos sincronizados a cadenas de supermercados, el incendio de edificaciones públicas, la logística y mecanismos de última generación para destruirlas, casi todo ello ocurrido simultáneamente en sus inicios y en una urbe tan extensa como la capital chilena, dejan en claro que lo sucedido no tuvo el carácter espontáneo que algunos le asignan.

Todo ello, insisto, sin negar el descontento popular que debe existir ante problemas insolubles en el tiempo, no obstante los innegables progresos alcanzados por Chile en los últimos años. Y, por supuesto, sin dejar de condenar también la represión desmedida o la violación de derechos humanos que se han producido por parte de militares y policías, tanto en Ecuador como en Chile, a propósito de estos hechos.
Pero, en el fondo, se echa mano a esas excusas para justificar sus planes de desestabilización antidemocrática. La verdad es que al castrocomunismo nada le importa la justicia social, la reivindicación de los pobres o los intereses populares. Su ejemplo como gobernantes dice lo contrario, como lo demuestran los casos de Cuba y Venezuela.

Queda claro entonces que hay una evidente intervención extranjera en los casos aludidos, aunque no falten los cínicos –a quienes ciertos “comeflores” y pendejos ayudan con su puerilidad descomunal– que lo nieguen con un argumento que pareciera cierto en principio, pero que cuando se analiza a fondo se cae por su propio peso. Dicen estos analistas de pacotilla que la ineptitud de Maduro, demostrada ya suficientemente en su tarea como destructor de Venezuela, lo invalida también para desestabilizar a la democracia en la región. La verdad es que su incapacidad e ineptitud están referidas a su condición de usurpador del poder, pero no a la de desestabilizador.

Su caso –no lo olvidemos– deriva de la ya larga experiencia guerrillera, desestabilizadora e intervencionista del castrocomunismo cubano en otros países. Hay que recordar que la dictadura de Cuba, desde 1959, trató de repetir su experiencia en varias regiones de Centro y Sur América, mientras su pueblo se hundía cada vez más en la pobreza, el hambre y el atraso más espantosos. Pero ello no le impedía financiar generosamente guerrillas afuera y se dio hasta el tupé de intervenir con sus tropas en África, mientras los cubanos aguantaban hambre y necesidades de todo tipo.
De manera que ambas dictaduras no son tan ineptas para desestabilizar, como sí lo han sido para gobernar. Y es bueno separar ambas cosas, para no caer en una argumentación que los “libera” de su perverso intervencionismo.

En un reciente y lúcido artículo de opinión, Fernando Luis Egaña nos ha recordado estas verdades. Ha señalado que luego de la última reunión de Foro de Sao Paulo, ocurrida precisamente en Caracas el pasado mes de junio, “se han desatado conmociones socio políticas en varios países de la región, como Ecuador y Chile, también en Perú; en Colombia parte de las FARC regresan a la violencia guerrillera (…) Y ello ha ocurrido en la cercanía de varias elecciones nacionales, como la boliviana, la argentina, la uruguaya (…) en las que fuerzas y personajes políticos que forman parte directa o indirectamente del referido Foro, aspiran a continuar en el poder o recuperarlo, no tanto por las buenas o las malas, sino por las malas y las peores, como lo evidencia el masivo y descarado fraude perpetrado por Evo Morales”.

Nada de esto es simple coincidencia. Esos actos de desestabilización de las democracias son el paso previo para imponer sus proyectos de dominación castrocomunista. Y los venezolanos lo sabemos, porque, al igual que los cubanos, ahora lo sufrimos en carne propia. En ese empeño, sus actores no se detienen ante nada, dilapidando millones de dólares para financiar la desestabilización, aliados con el narcotráfico y tejiendo una red de terrorismo en todo el continente.

Por desgracia, nuestras democracias no se muestran capaces de defenderse ante este descarado intervencionismo que busca liquidarlas. Porque, como lo he venido sosteniendo en artículos anteriores, la democracia sigue siendo el único sistema que permite a sus adversarios que la destruyan, utilizando, incluso, sus propios atributos, como el sufragio libre, la libertad de opinión e información, el pluralismo ideológico y el respeto al adversario.

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domingo, 20 de octubre de 2019

MILITARISMO Y CIVILISMO, A PROPOSITO DEL 18 DE OCTUBRE DE 1945

Rómulo Betancourt, presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, y Rafael Caldera, Procurador General de la República, junto a un grupo de civiles, luego del 18 de octubre de 1945.



Militarismo y petróleo
Militarismo y petróleo –este en auxilio del primero, ciertamente- pudieron marchar juntos durante casi treinta años ininterrumpidos, pero sin que el llamado oro negro significara progreso, bienestar y desarrollo para el empobrecido pueblo venezolano de aquel entonces. Todo lo contrario: el petróleo sólo sirvió para enriquecer a las compañías norteamericanas que lo explotaban y, por supuesto, al gobierno, es decir, al jefe único y su cúpula, sobre todo a la élite militar que le servía de apoyo. En estas condiciones era absolutamente comprensible que aquella tiranía se prolongara en el tiempo, sin mayores amenazas serias y sin que los leves arañazos de alguna que otra montonera armada o de las inofensivas algaradas estudiantiles de 1928 lo conmovieran de alguna manera.

Así se cumple un siglo durante el cual Venezuela fue “una República de generales-Presidentes”, según la atinada calificación de Rómulo Betancourt (2). Son cien años de dominio militar y militarista. Y aún así, la década siguiente todavía será dominada por dos militares, López Contreras y Medina Angarita, quienes a pesar de su tolerancia y amplitud no se atrevieron a implantar una democracia verdaderamente popular. Más bien se pronunciaron por una evolución lenta y gradual hacia el sistema democrático, pero, en el fondo, temerosos de entregarle al pueblo su derecho a elegir los gobernantes mediante el sufragio directo, universal y secreto. Hay que recordar, a este respecto, que ambos fueron electos mediante el sistema electoral de segundo grado que heredaron de Gómez. Su sostén institucional fue entonces la institución militar y su doctrina se basó en un bolivarianismo difuso y militarista. Asumieron, además, un criterio cerrado y discriminatorio: ambos creían que para ser Presidente de Venezuela era necesario cumplir la ecuación militar y andino.

Ese extraño maridaje cívico-militar que hace posible la caída de Medina Angarita
Vendrá después el trienio cívico-militar iniciado el 18 de octubre del 1945, cuando se produce la alianza entre un grupo de jóvenes oficiales tan ambiciosos como audaces y otro grupo de dirigentes civiles de iguales condiciones. Ese extraño maridaje cívico-militar que hace posible la caída de Medina Angarita abrirá, sin embargo, un largo paréntesis militarista en nuestra historia moderna, atenuado al principio por la imposición del liderazgo civil de Betancourt como presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, pero definitivamente restaurado a la caída de Gallegos.

No obstante, en aquellos tres años se producirán importantes reformas institucionales, entre ellas -la más trascendente, sin duda-, el establecimiento del sufragio popular directo, universal y secreto para elegir al Presidente de la República, los miembros del Congreso y de las Asambleas Legislativas de los entidades federales. Mientras tanto, los civiles y militares coaligados en función de gobierno piensan que utilizan para sus fines al socio de aquel ensayo cívico-militar, y solo están a la espera de desembarazarse del aliado en cuestión. Se trata de una lucha soterrada entre un civilismo que menosprecia a los militares y un militarismo que desprecia a los civiles. La dirigencia civil de AD no propiciará una real democratización de la institución armada, y esta, a su vez, desconfiará acerbamente de las tendencias hegemónicas que afloran sin recato alguno en aquel partido.

Como era de preverse, al final saldrán ganando los militaristas. Apenas soportarán nueve meses del fugaz gobierno del civilista Rómulo Gallegos. Lo derrocarán el 24 de noviembre de 1948 mediante un golpe de Estado que ejecutan las Fuerzas Armadas Nacionales como institución, sin que se dispare un tiro en todo el país, mientras el mundo civil, dividido y anarquizado, se repliega impotente. Así se iniciará la década militar que culminará el 23 de enero de 1958, con la caída de la dictadura de Pérez Jiménez. Sin embargo, una vez derrocado Gallegos, Delgado Chalbaud mantendrá sus conexiones con el mundo civil no adeco, a los fines de llevar al país a un nuevo proceso electoral. Este proyecto del presidente de la Junta Militar se frustrará con su asesinato en 1950.

El coronel Marcos Pérez Jiménez, líder único e indiscutido de la institución castrense.
Comenzará a acentuarse en ese mismo momento el militarismo más radicalizado, encabezado por el coronel Marcos Pérez Jiménez, líder único e indiscutido de la institución castrense. El militarismo perezjimenista formaba entonces parte del destino manifiesto del que se sentían depositarias buena parte de las Fuerzas Armadas latinoamericanas, con muy escasas excepciones. El influjo del gobierno militarista, populista y fascista del general Juan Domingo Perón en Argentina fue un poderoso estímulo para que surgieran varias dictaduras en el continente, apoyadas luego por el gobierno del general Eisenwoher, presidente de los Estados Unidos en la década de los años cincuenta.

El general Pérez Jiménez, apoyado por las Fuerzas Armadas Nacionales como institución privilegiará entonces la profesión de las armas y hacia ella convergerán amplios sectores de la próspera clase media del momento. Bajo su gestión, las Fuerzas Armadas reciben un decidido impulso modernizador, a la sombra de una bonanza económica sin precedentes, las excelentes relaciones con Estados Unidos, los precios petroleros favorables, el auge capitalista de entonces y el afán obsesivamente constructor del propio jefe del gobierno.

Pero la fase militarista también se desarrolla, como es lógico, bajo la crítica contumaz contra los partidos y la democracia, sustituidos ahora con la prédica permanente de “la unión entre las Fuerzas Armadas y el pueblo”, la misma canción que escucharemos los venezolanos medio siglo después. El discurso militarista niega los avances del civilismo en cualquier terreno y condena la política como actividad de servicio público, mientras satura todos los niveles gubernamentales con una presencia exagerada de oficiales altos y medios.

El gobierno presidido por Pérez Jiménez será esencialmente estatista, desarrollista y militarista, todo ello en función del objetivo fundamental: la transformación del medio físico. De allí deriva la característica constructora del régimen, objetivo que privilegia por encima de los otros, al tiempo que ofrece paz y progreso. El militarismo desarrollista tiene, por supuesto, su propio complejo de superioridad: su labor es responder a las necesidades materiales fundamentales de la comunidad nacional, pero imponiéndose sobre los ciudadanos desde el sitial de fuerza que usurpan, mientras dicen servir a una nación de débiles, sin capacidad para saber lo que les conviene y mucho menos para gobernarse a sí mismos.

Así transcurrirá casi todo el período dictatorial hasta que, en sus últimos meses, Pérez Jiménez empieza a dar muestras de querer continuar ejerciendo el poder, pero de manera personal y no en nombre de las Fuerzas Armadas, como había sido hasta entonces. Será en ese momento cuando se comience a agrietar el apoyo militar al tirano. Quiere decir, obviamente, que el carácter militarista de aquél régimen estuvo dado, no sólo por la concepción personal que al respecto sostenía su jefe, sino, además, por la propia concepción que -como institución- tenían sobre el particular las Fuerzas Armadas.

El paso siguiente fue la caída de Pérez Jiménez, severamente erosionado en su base de apoyo militar y, desde luego, cuestionado por la mayoría de sus compatriotas. Pero el saldo para los militares también será negativo: ante la opinión pública aparecerán como culpables de los desafueros cometidos por la dictadura. Sin embargo, la insurgencia

de enero de 1958 rompió aquel esquema y, consecuencialmente, obligó a los altos mandos militares a retirarle al dictador el apoyo que venían prestándole desde hacía 10 largos años. Había entonces un indiscutible rechazo generalizado hacia la institución castrense que sólo el tiempo se encargaría de restañar, aunque –ciertamente- de manera bastante expedita.

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(2)Rómulo Betancourt, "Venezuela, política y petróleo", Editorial Senderos, Bogotá, 1969, página 903.

(Tomado de mi libro "Orígenes ocultos del chavismo. Militares, guerrilleros y civiles", Editorial Libros Marcados, Caracas, 2006)


El coronel Carlos Delgado Chalbaud, ministro de la Defensa, y el presidente Rómulo Gallegos. El primero derrocaría al segundo mediante un golpe de Estado el 24 de noviembre de 1948.

viernes, 4 de octubre de 2019

LA AUTÉNTICA NATURALEZA DEL RÉGIMEN
* Gehard Cartay Ramírez
La casi totalidad de la oposición venezolana pareciera no haber entendido –luego de más de 20 años- la verdadera naturaleza del régimen que ha destruido a Venezuela desde 1999.

Por una parte, estamos frente a un régimen que no oculta su deseo de prolongarse indefinidamente en el tiempo. Toda dictadura siempre busca ese objetivo, pues consideran que no tienen fecha de vencimiento. Ahora, cuando saben que la mayoría de los venezolanos los rechaza, entonces realizan elecciones a su medida, inhabilitando partidos políticos y candidatos que no les convienen, institucionalizando el fraude electoral y pretendiendo crear una “oposición” leal al régimen y, por tanto, dócil y domesticada.

Por la otra, no puede olvidarse que toda dictadura, en especial si representa una involución al haber obtenido el poder por la vía de los votos -casos de Mussolini y Hitler, entre otros-, desmantela la democracia y sus instituciones para ponerlas al servicio de su objetivo de permanecer en el poder a costa de lo que sea. Eso es precisamente lo que ha sucedido aquí desde que ganó el teniente coronel Chávez, hace ya casi 21 años.

En este propósito, por paradójico que parezca, las democracias -afirmaba el intelectual francés Jean François Revel- siempre son presa fácil, por la sencilla razón de que constituyen el único sistema que puede destruirse desde adentro utilizando, maliciosamente, eso sí, sus propios mecanismos, tal como ocurre en Venezuela desde que el chavismo ganó las elecciones en 1998, luego de haber intentado criminalmente llegar al poder por la vía del golpe de Estado.

¿Habrá que recordar, otra vez, la permanente actitud represiva del régimen, que no sólo incluye la utilización siniestra de sus tribunales y fiscalías, sino también de sus organismos policiales y de la cúpula de la Fuerza Armada?

¿Habrá que citar, nuevamente, el creciente número de presos políticos, exiliados y perseguidos que hoy son clara demostración de la naturaleza dictatorial del régimen?

¿O habrá que recordar también su abierta estrategia para liquidar finalmente a la actual Asamblea Nacional, electa en diciembre de 2015 por la inmensa mayoría de los venezolanos, tan sólo porque ya no es un instrumento ciego a su servicio y ahora la conceptúan como un obstáculo para sus propósitos de eternizarse en el poder, saboteándola en el ejercicio de sus funciones?

¿Habrá que citar también la judicialización de la política o la politización de la justicia para perseguir y condenar a los adversarios del régimen, violando flagrantemente la Constitución Nacional?

Y todo ello para no insistir en la tragedia humanitaria que nos azota, con millones de venezolanos en diáspora por el mundo, con el hambre y la pobreza arropándolo todo, con nuestra gente viviendo cada vez más en peores condiciones, mientras el territorio nacional es ocupado y saqueado por fuerzas extranjeras, sin que quienes están obligados por la Constitución a actuar en su salvaguarda enfrenten esa invasión foránea.

Vistas así las cosas, si el diagnóstico del régimen chavomadurista y militarista se ha demostrado desacertado durante este largo período, se explicarían entonces los errores y equívocos cometidos por la dirigencia opositora, hoy fraccionada en tres sectores que proponen salidas y alternativas muy diferentes.

Así, resulta fácil comprobar que existe un sector minoritario que aparenta no haberse dado cuenta de la retorcida naturaleza del chavomadurista militarista y pretende, por lo tanto, considerarlo como si estuviéramos en una democracia normal y ante un adversario respetuoso de la Constitución, del Estado de Derecho y del Principio de la Legalidad. Tal vez por esa razón –o algunas otras desconocidas–, se prestan a supuestas negociaciones, sin tener fuerza para ello, haciéndole comparsa a un régimen que necesita desesperadamente una “oposición” a su medida. Y no es la primera vez, por cierto: ya en las elecciones fraudulentas de mayo de 2018 le hicieron coro al chavomadurismo militarista, participando en ellas, sin garantías de ningún tipo.

Pero no sólo eso. Las declaraciones de sus voceros por lo general nunca asumen temas fundamentales como la destrucción de la institucionalidad democrática, la naturaleza totalitaria y los abusos sistemáticos del régimen, la ruina, el hambre, la inseguridad, la corrupción y el saqueo del país por parte de altos personeros y sus socios extranjeros. Los temas son tratados con pinzas y sus posiciones no muestran una oposición frontal y sincera.

También existe otro sector opositor –por fortuna igualmente minoritario como el anterior– que propugna salidas de fuerza, sin tener poder para ello, mediante un discurso populista, voluntarioso y engañoso. Apuestan por una intervención foránea que no depende de ellos en forma alguna y que, de producirse, sólo respondería a razones de interés y seguridad de quienes la acometan, tarea muy costosa desde el punto de vista político y financiero, para no hablar del aspecto humanitario. Esa oposición radical quiere “ganar indulgencia con escapulario ajeno”, como reza un refrán popular.

Tal vez el más realista sea el sector mayoritario que se agrupa en la Asamblea Nacional y lideriza Juan Guaidó. Desde enero viene desarrollando una agresiva política internacional para aislar y denunciar al régimen, tarea en la que ha resultado más exitoso que puertas adentro. Porque en el país, esa estrategia hasta ahora no ha tenido eco en el seno de la institución militar, que aparece muy comprometida en su apoyo al régimen chavomadurista, a causa de su descomunal cuota de poder, lo que autorizaría a denominarlo también como un régimen militarista. Al contrario de lo que en su momento hicieron los militares en Brasil, Argentina, Uruguay y Chile, al facilitar una transición pacífica en acuerdo con los civiles demócratas, aquí ese papel no han querido asumirlo, no obstante que la propia Constitución los autorizaría al efecto, por aquello de recobrar su vigencia ante la destrucción de las instituciones.

Y es justamente en este punto donde falla la comprensión de la mayoría opositora al no entender la auténtica naturaleza del régimen. Ello implica entonces variar la estrategia hacia otra más efectiva y realista, que implique desarrollar un cuadro similar, en lo posible, a lo ocurrido cuando fue derrocada la dictadura perezjimenista en 1958.

LAPATILLA.COM
Jueves, 02 de octubre de 2019.

sábado, 21 de septiembre de 2019


MINORÍAS NEGOCIANTES
Gehard Cartay Ramírez

Por donde se le analice, ese acuerdo entre el régimen y esa supuesta oposición -minoritaria, por lo demás- no tendrá efectos reales para una posible solución de la tragedia venezolana.
El régimen sabe que no son los interlocutores válidos y ellos mismos saben que no tienen la representación mayoritaria de la oposición venezolana que, a su vez, aglutina a la gran mayoría de los venezolanos.
Más allá de los denuestos y descalificaciones contra sus firmantes, esas negociaciones adolecen entonces de un importantísimo vicio de origen: se trata de dos minorías sin poder real para cambiar nada, mucho menos para producir una solución efectiva a la tragedia que sufre Venezuela por culpa de chavomadurismo.
Se trata de una negociación donde la mayoría de los venezolanos no está representada. Eso significa que no tienen mandato para hacer lo que anuncian, por una parte y, por la otra, que se están arrogando atribuciones que nadie les ha dado. Pero, además, más allá de sus propósitos reales, lo cierto es que los temas abordados en su declaración inicial despiertan todo tipo de sospechas. Veamos.
En primer lugar, al no plantear la necesaria realización de elecciones presidenciales cuanto antes, están reconociendo automáticamente al régimen de Maduro y los resultados de la farsa fraudulenta de los pretendidos comicios de mayo de 2018. No es poca cosa y dice mucho sobre la verdadera intencionalidad de tales negociaciones.
Tal vez esta circunstancia sea producto de que esos negociadores minoritarios opositores no creen que superación de nuestra tragedia nacional pase por la necesaria y urgente salida del régimen de Maduro. Y esto es, desde luego, de suma gravedad. Porque si tal es su premisa básica entonces no tienen manera de legitimarse como facilitadores de una eventual solución de la crisis. Si tal es su convencimiento, resulta obvio que están a contracorriente de lo que piensa la mayoría de los venezolanos y de lo que, en realidad, constituye el presupuesto básico de toda solución: la sustitución inevitable del actual régimen, único causante de todas nuestras desgracias y problemas actuales.
Lo mismo sucede en cuanto a la designación de un nuevo CNE, atribución exclusiva de la Asamblea Nacional, pero que el régimen y su TSJ le han venido desconociendo tan sólo para no perder el control del organismo. Este asunto, como los demás, no ha sido asumido con claridad, con lo cual surgen otra vez las sospechas frente a esos autocalificados representantes opositores y la natural desconfianza en tales acuerdos. Se trata de un aspecto que, hasta ahora, ha sido tratado de manera opaca y nada transparente.
Otro asunto que también hace surgir justificadas reservas lo constituye el tema de las elecciones de la Asamblea Nacional que deberían celebrarse el año venidero, de acuerdo con la norma constitucional. Aquí se ha producido una extraña coincidencia entre los firmantes del acuerdo. Se trata, por cierto, de las únicas elecciones a que hacen referencia. No se necesita ser muy zahorí para darse cuenta de que tal punto viene siendo planteado insistentemente por el régimen y, por supuesto, no podría ser una simple coincidencia que ahora también lo hagan suyo quienes se autoproclaman opositores, y con tal carácter -y sin que nadie les haya otorgado un mandato al efecto- han decidido asumir la conducción “opositora” para sentarse a negociar con la dictadura. Con razón algunos han recordado al respecto el apotegma que reza: “Piensa mal y acertarás…”
Curiosamente nada dicen tampoco sobre los 25 diputados opositores inhabilitados, presos y perseguidos por el régimen, ni sobre los tres parlamentarios del estado Amazonas, desconocidos desde sus inicios por el TSJ, tan sólo para que la oposición democrática no hiciera uso de las dos terceras partes que logró en las elecciones de 2015. No hay una sola referencia al desconocimiento continuado y perverso de la Asamblea Nacional que, desde su elección en 2015, han venido haciendo el régimen y su TSJ. Este es un silencio escandaloso y comprometedor, ciertamente. A propósito: la minoría opositora que se ha sentado negociar con el régimen apenas tiene ocho diputados en el parlamento venezolano.
Pero en este asunto la supuesta oposición que ahora negocia unilateralmente con Maduro y su cúpula no cuida ni siquiera las apariencias. Al plantear la necesidad de elegir la nueva Asamblea Nacional, nada dice sin embargo sobre la Constituyente fraudulenta del madurismo. Ese silencio equivale, sin duda, a un reconocimiento del parapeto que, en teoría, discute una nueva Constitución. ¿No resulta entonces también digno de sospecha que unos supuestos opositores callen ante esta situación y, en cambio, se pronuncien por la elección de un nuevo parlamento nacional? ¿Será acaso una exageración señalar que han hecho suya la estrategia del régimen para debilitar a la oposición mayoritaria y a su líder Juan Guaidó?
A este respecto, no creo que haga falta recordar que esos sectores que ahora se sientan en la mesa con el régimen fueron los mismos que le sirvieron de comparsa en el fraude de las pretendidas elecciones de 2018, en las que no participó la inmensa mayoría de los venezolanos. Con este antecedente y con su actitud de ahora no debería extrañarles la desconfianza con que el país ha recibido el anuncio de tales negociaciones. Tampoco debería sorprenderles su falta absoluta de credibilidad en tales actores y en los acuerdos a que puedan arribar con la dictadura.
En definitiva, ambos negociantes constituyen dos minorías de espaldas al país, sin poder real para producir una salida al conflicto que sufrimos los venezolanos.



viernes, 20 de septiembre de 2019


Los 90 años del nacimiento de Carlos Rangel (Caracas, 19 de septiembre de 1929), pensador, escritor y periodista venezolano, han pasado inadvertidos, lo cual constituye una injusticia y un olvido imperdonables.
Que lo haya ignorado el régimen chavomadurista es comprensible: al fin y al cabo, muchos años antes de que la actual tragedia nos alcanzara, Rangel no se cansó de advertirnos en todo tiempo y lugar sobre su infausta posibilidad. Lo grave es que el mundo civil, democrático y libertario también lo haya ignorado.
Carlos Rangel fue un estudioso en profundidad de los fenómenos del Tercer Mundo, un analista incisivo del marxismo y sus mitos y un intelectual de avanzada en un momento en que sus ideas eran satanizadas por cierto izquierdismo fanático y maniqueo.
Tuve el gusto de conocerlo y de participar en varias ocasiones en el prestigioso programa televisivo "Buenos Días", que moderaba junto con su esposa, la periodista Sofía Imber. Una de esas ocasiones fue en febrero de 1987 con motivo de la aparición de mi libro "Caldera y Betancourt, Constructores de la democracia". Entonces me hizo el honor de comentarlo favorablemente, tanto antes del programa como durante el mismo.
Pocos venezolanos como Carlos Rangel han dejado una obra tan trascendente y significativa. Dos de sus libros: "Del buen salvaje al buen revolucionario" (1976) y "El tercermundismo" (1982), así lo corroboran y constituyen materia de obligada lectura para quienes quieran profundizar en la comprensión de los problemas latinoamericanos y venezolanos.

sábado, 14 de septiembre de 2019



EL PRECIO DE LA DEMOCRACIA
Gehard Cartay Ramírez

“El precio de la libertad es su eterna vigilancia”.
Thomas Jefferson
En mis tres artículos de opinión anteriores he venido analizando lo que a mi juicio constituye –desde hace algún tiempo– la ausencia de una conciencia democrática e institucional en una importante porción de venezolanos y, lo que resulta más grave aún, en sus élites dirigentes.
Esa ausencia de conciencia democrática e institucional trajo consigo el descuido en mantener una efectiva vigilancia para que la democracia instaurada en 1958 siguiera siendo efectiva, y no se viera amenazada por los factores que siempre están dispuestos –aquí y en todas partes– a liquidarla, tema que ya analizamos en entregas anteriores, y que tiene su soporte en la debilidad intrínseca de la democracia frente a sus adversarios.
Por supuesto que ya lo que pasó no tiene remedio. Pero sería una estupidez no aprender las lecciones que nos deja ese pasado fatídico, que ahora se prolonga en este funesto presente que sufrimos en Venezuela. Cuando salgamos de esta tragedia nacional, ojalá más pronto que tarde, habrá que tomar los correctivos indispensables para que nunca más Venezuela vuelva a padecer una hecatombe tan trágica como la de ahora.
Y es en este punto donde adquiere plena vigencia el pensamiento de Jefferson que le sirve de epígrafe a estas notas: “El precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Si cambiamos la palabra libertad por la palabra democracia –en cierto modo son sinónimas y se contienen una en otra–, el resultado es el mismo. La democracia existe mientras la vigilemos permanentemente, a los fines de que no pierda su sentido y pueda consolidarse de manera definitiva.
Por desgracia, en Venezuela no asumimos su vigilancia para que pudiera estar vigente por largo tiempo. Todo lo contrario. Se hizo cuanto se pudo para liquidarla. Ese proceso se acentuó en las últimas décadas y puede ser considerado como una de las causas primarias de la elección del teniente coronel Chávez como presidente de Venezuela en 1998 y del consiguiente desastre que se inició al tomar el poder, hoy se evidenciado en un país arruinado, destruido y en trance casi de disolución.
Porque sólo un déficit de conciencia democrática pudo empujar a una mayoría precaria a sufragar por un candidato que, desde sus inicios, se mostró como alguien contrario a la democracia. No sólo estuvo a la vista de todos su felonía golpista del cuatro de febrero de 1992, sino también el conocimiento posterior de los proyectos de decretos fasciocomunistas que tenían previsto promulgar en caso de haber asumido el poder entonces.
Desde luego que la gran mayoría de quienes votaron por el militar golpista ganador de 1998 no se inculpan a sí mismos al haber apoyado a un militar insubordinado contra la Constitución de 1961 y contra un gobierno elegido por los venezolanos, que nunca se arrepintió de esos crímenes, y en quien entonces y después también confiaron ciegamente. Sólo algunos recelarían años más tarde, cuando se evidenció que su gobierno conducía a Venezuela hacia el desastre. Pero entonces su culpa la trasladaron a Caldera por lo del sobreseimiento cinco años antes. Fue la actitud típica de quienes siempre atribuyen a los demás sus vicisitudes y nunca asumen su responsabilidad, práctica recurrente en algunos venezolanos y que, por lo visto, comienza tempranamente en la escuela cuando los que son reprobados alegan que “los rasparon”, mientras que quienes aprueban sus exámenes entonces afirman que “pasaron”. Es decir, lo positivo es producto de nuestra responsabilidad. Lo negativo siempre es culpa de otros, nunca es nuestra.
Por desgracia, ese déficit de conciencia democrática e institucional también afectó a quienes ejercían el poder durante los frustrados golpes de Estado de febrero y noviembre de 1992. El propio presidente Carlos Andrés Pérez, por ejemplo, jamás admitió su irresponsabilidad como Jefe de Estado y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales –tal vez por sentirse sobrado en su liderazgo– al no haber hecho a caso a las múltiples y tempranas advertencias que los organismos de inteligencia de su propio gobierno le trasmitieron, desde 1990, sobre aquel golpe en marcha que, al parecer, todo el mundo oficial conocía de antemano y ante el cual no hubo reacción alguna para abortarlo. CAP tampoco fue capaz de aprender las lecciones que dejó "El Caracazo" en febrero de 1989, tan sólo dos meses después de haber asumido el poder, ni las que se derivaron de los dos intentos de golpes de Estado en su contra en febrero y noviembre de 1992.
No hubo tampoco conciencia democrática e institucional dentro de la cúpula militar de aquel momento, que dejó actuar por su cuenta a los golpistas pensando tal vez que ellos podían ser los beneficiarios de la felonía de 1992. Por cierto que fueron los mismos que autorizaron la breve intervención televisada en vivo del jefe golpista –a pesar de la orden en contrario que les dio entonces el presidente Pérez–, esa misma que le permitió darse a conocer ante el país y lo lanzó a la fama con su célebre “por ahora…”
Tampoco el presidente Jaime Lusinchi (1984-1989) demostró conciencia democrática e institucional. Le cabe también una alta cuota de responsabilidad en el descuido de la institución castrense, por no haber tomado medidas correctivas al respecto, pues, incluso, a finales de agosto de 1988 hubo una intentona golpista contra su gobierno –fracasada por divergencias entre los oficiales conspiradores– e, incluso, en las altas esferas oficiales ya se sabía de movimientos conspirativos en las Fuerzas Armadas Nacionales, por lo menos a partir de 1985. A pesar de todas estas circunstancias no se tomaron los correctivos del caso.
Por todas estas razones y de cara al futuro, cuando salgamos de esta vorágine, debemos hacer nuestro el sabio pensamiento de Jefferson: “El precio de la libertad –y de la democracia, añadiríamos– es su eterna vigilancia”.

LAPATILLA.COM
Jueves, 12 de septiembre de 2019.





jueves, 5 de septiembre de 2019



LA FALTA DE CONCIENCIA DEMOCRÁTICA
Gehard Cartay Ramírez
La semana pasada me referí a la débil consolidación de la democracia venezolana en los años finales del período que algunos han denominado “La República Civil”.
Vale la pena volver sobre el tema, ampliando algunos aspectos. A ello nos obliga –por una parte– la muy corta memoria histórica de los venezolanos y –por la otra– la ausencia de una arraigada conciencia ciudadana y republicana, circunstancias que en las últimas décadas nos han afectado como Nación.
Comencemos por un hecho aparentemente anecdótico, aunque su gravedad deja muy en claro la falta de responsabilidad y de mentalidad institucional que viene afectando a la dirigencia política venezolana desde hace algún tiempo. Se trata de la juramentación inconstitucional y cínica que hizo el golpista de 1992 al tomar posesión de la presidencia de la República en febrero de 1999.
Bien se sabe que toda juramentación es un acto solemne, aquí y en cualquier parte, y no admite condicionamientos de ninguna especie en cuanto a su formulación, por cuanto existen procedimientos protocolares claramente establecidos, todo lo cual es fundamental en materia de Derecho. Que Chávez haya “jurado” sobre lo que calificó como una “moribunda Constitución” (la de 1961) expresa en toda su magnitud quién era el sujeto y hacia dónde se dirigían sus pasos al tomar el poder, tal como lo confirmaron posteriormente los hechos. Porque esa Constitución vigente entonces no podía ser “moribunda” mientras no fuera reformada o sustituida por otra, conforme a sus propias disposiciones, las cuales, como se sabe, se violaron descaradamente.
No hubo entonces, por cierto, un solo senador, diputado o magistrado que protestara en ese preciso instante aquella gravísima falta por parte de quien debió jurar respetar y defender la Constitución vigente, a la que ni él ni nadie podían calificar de moribunda, porque tenía plena eficacia y vigor. Alguien podrá restarle importancia a lo que de manera simplista se califica como “formalismos protocolares”. El problema es que no lo son propiamente, sino que –muy por el contrario– constituyen la expresión indiscutible de la voluntad del mandatario de someterse a Carta Magna, a su eficacia, defensa y respeto. Y todo ello, sin olvidar que las formalidades son esenciales en materia de Derecho y de leyes, aquí y en cualquier parte. Pero la cobardía institucional de tal ocasión, expresada vergonzosamente por el silencio cómplice de aquel Congreso y de aquella Corte Suprema de Justicia presentes en tal ceremonia, permitió tan gravísima falta, lo que, por otra parte, anunciaba con antelación el propósito dictatorial de quienes asumían el poder.
Aquello, por supuesto, no podía ser una sorpresa, tratándose de un sujeto que cinco años antes había encabezado un frustrado golpe de Estado. Pero en una democracia consolidada no debió haberse permitido. A algunos –insisto– puede parecerle algo insignificante, pero en realidad constituyó una gravísima falta, no sólo al ceremonial de estilo, sino a la majestad de la Constitución, cuyo acatamiento es deber de todos los venezolanos y, en primer lugar, de quien ejerce la Presidencia de la República. Sin embargo, nada pasó entonces, salvo algún murmullo soterrado de quienes se dieron cuenta de la amenaza presente en las palabras de Chávez. El resto del país, alelado por el chafarote que prometía cambiarlo todo para mejorarlo todo, ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba en el hemiciclo del Senado.
La verdad es que si no se habían dado cuenta de su trágico error al votar por un golpista convicto y confeso en diciembre de 1998, menos podían advertir lo que parecía entonces una simple malacrianza ceremonial a la hora del juramento presidencial. En diciembre del 1998 la que se había expresado era una primera minoría electoral –pues nunca fue mayoría, ni entonces ni después–, harta de los partidos y de los políticos, y a quienes la democracia le importaba tan poco que decidieron votar por alguien que, apenas unos pocos años, antes había intentado derrocar un gobierno democrático, algo nunca visto en la historia electoral venezolana. Porque si, en efecto, antes hubo candidatos presidenciales que habían sido comandantes guerrilleros (Américo Martín en 1978 y Teodoro Petkoff en 1983 y 1988), sus votaciones siempre fueron minoritarias. Pero que ahora, en 1998, ganara una elección un golpista redomado que siempre se ufanó de esa condición ponía de manifiesto que la democracia no había sido internalizada por una porción importante de venezolanos.
Lo cierto es que cuando esos millones de electores venezolanos decidieron entonces votar por el militar golpista lo hicieron sin duda animados por una cierta dosis de resentimiento, combinada con marcados deseos de venganza y también por la injustificable “necesidad” (lo que en realidad fue una necedad) de una “cachucha”, de un “chapulín colorado” o de un nuevo “salvador de la patria”, tara recurrente en el imaginario venezolano. Creyeron que de esta manera podían sustituir el liderazgo civil, democrático y moderno con que contaba el país de entonces y que, no obstante sus inocultables fallas y errores, ha resultado históricamente muy superior a la pandilla de ladrones, ineptos e insensibles que junto a Chávez llegaron al poder en 1998 y han saqueado al país durante 20 largos años.
Porque lo más grave es que ese apoyo no se limitó a las elecciones de 1998, sino que se repitió en sucesivos procesos ulteriores, como el referendo consultivo sobre la convocatoria a una Asamblea Constituyente; la posterior elección de sus miembros y el referendo aprobatorio del proyecto de Constitución “Bolivariana”, durante 1999. Le siguieron la relegitimación del entonces presidente y la elección de la nueva Asamblea Nacional y de gobernadores, alcaldes, legisladores regionales y concejales en 2000. A partir de 2003, esa base mayoritaria de apoyo popular se redujo, aunque siguió siendo importante. Muchos de sus partidarios iniciales siguieron apoyando al régimen en el referendo aprobatorio de 2007, en la reelección presidencial de Chávez en 2006 y 2012 y, finalmente, en la muy cuestionada “elección” de Maduro en 2013.
De manera que fue un apoyo sistemático y continuado –aunque cada vez menor–, pero que le permitió al régimen revalidarse cuando se lo propuso, apoyado en el uso inmoral y deshonesto de los gigantescos recursos del patrimonio público, la maquinaria del Estado y mediante sofisticados mecanismos fraudulentos, adelantados por el propio Concejo Nacional Electoral (CNE).
Con aquella actitud ingenua o pendeja, pero en todo caso absolutamente imprudente, se demostró cuán débil era la conciencia democrática de una importante porción de venezolanos. Por esa lamentable razón, le abrieron la puerta a esta involución criminal, ruinosa y destructora que ha significado para todos el régimen instaurado en 1999.

LAPATILLA.COM
Miércoles, 04 de septiembre de 2019.