ORÍGENES OCULTOS DEL CHAVISMO
Gehard Cartay Ramírez
(Extracto
del Prefacio de mi libro "Orígenes
ocultos del chavismo, Militares, guerrilleros y civiles", publicado por la Editorial Libros Marcados en 2006)
Luces y sombras (1948 / 1973)
Entre 1948 y 1973, el país vivió una etapa de luces y sombras, de
avances y retrocesos, de escepticismo y de esperanza.
La elección del demócrata civilista Rómulo Gallegos como primer
Presidente de la República por el voto universal directo y secreto de los
venezolanos en diciembre de 1947, pudo ser un momento estelar de nuestra
historia y el inicio de un auténtico desarrollo democrático, no sólo en virtud
de la ascensión al poder -por vía del sufragio popular- de un intelectual
honesto, sino porque por primera vez luego de 118 años Venezuela abandonaba el
militarismo como fuente y cultura de gobierno, lo cual constituía, sin duda, un
hecho extraordinario. Apenas en 1888, cuando fue escogido –en elecciones de
segundo grado, sujetas siempre a la decisión del Gran Elector de turno- el
doctor Juan Pablo Rojas Paúl como último mandatario civil, hubo un atisbo de
luz en el largo túnel de los militares-presidentes iniciado en 1830.
El presidente Gallegos sólo se sostuvo nueve meses en el cargo.
Derrocado por esa misma joven oficialidad que, apenas tres años antes, se había
asociado con Rómulo Betancourt y su grupo para propiciar el golpe de Estado
contra el general Medina Angarita, el militarismo se extendió de nuevo por el
país como una gigantesca mancha de aceite, apoderándose fácilmente de todas las
instituciones, sin resistencia alguna por parte de los desplazados entonces del
poder y con la colaboración del mundo civil antiadeco que la autodenominada Revolución
de Octubre de 1945 había perseguido y humillado.
En una primera etapa, esa tendencia militarista light
-liderizada por alguien que, apenas 10 años antes, se había asimilado como
oficial de las Fuerzas Armadas, el coronel Carlos Delgado Chalbaud- alimentó la
esperanza en ciertos sectores civiles de que sólo dirigirían una corta
transición y se retornaría a la vía democrática, mediante una nueva
convocatoria a elecciones. Tal propósito, al parecer, fue sincero por parte de
Delgado Chalbaud. Sin embargo, el entonces presidente de la Junta Militar fue
asesinado en 1950, muriendo con él la posibilidad de un retorno inmediato de la
institucionalidad democrática.
Luego vino el militarismo duro, encabezado por el también coronel
Marcos Pérez Jiménez (PJ), segundo a bordo (aunque, en realidad, siempre fue el
líder) en la jefatura de la institución castrense. La suya fue una visión de gobierno militarista/desarrollista,
caracterizada por la eficacia en materia de cemento y cabilla, tan cierta como
su política represiva y su desprecio por la democracia y los derechos humanos.
Fue una etapa terrible, durante la cual se instauró una dictadura
militar de la peor categoría. Y aunque PJ no asumió directamente el poder a la
muerte de su compadre Delgado Chabaud, la suya fue entonces la única jefatura,
a pesar de la presidencia títere del civil Germán Suárez Flamerich. Aún así,
Pérez Jiménez no quiso o no pudo zafarse, sin embargo, de la oferta electoral
en curso y aceptó realizar la elección de una Asamblea Constituyente en
diciembre de 1952. Sus resultados favorecieron ampliamente a la oposición
encabezada por URD y Copei, pero fueron desconocidos por PJ, tras lo cual
eliminó la existente Junta de Gobierno y asumió la Presidencia de la República,
nombrado por una Constituyente espúrea.
Los cinco años siguientes fueron la apoteosis de un militarismo
facistoide, desarrollista y faraónico, eficiente constructor de grandes obras
públicas, pero desconocedor absoluto de los derechos humanos, de la libertad y
de la democracia. Se le trató de cubrir con un manto ideológico, cuya premisas
fundamentales fueron “la transformación del medio físico”, la negación del
sistema de partidos y su sustitución por un gobierno militarista, cuyo sostén
único y efectivo eran las Fuerzas Armadas Nacionales.
A la caída del perezjimenato en 1958 advino la democracia civilista
mediante una insurrección popular que obligó a los militares a retirarle el
apoyo al entonces dictador. Sin embargo, los sectores castrenses se hicieron
con el control de la situación, a través de una Junta de Gobierno manejada por
ellos y presidida por su oficial de mayor antigüedad, el contralmirante
Wolfgang Larrazábal Ugueto, y donde participaron empresarios civiles como
minoría. Incluso el propio Larrazábal, siendo militar activo y depositario de
una inmensa simpatía popular, se lanzaría como candidato presidencial en las
elecciones de diciembre de 1958, con el apoyo de Unión Republicana Democrática
(URD) y del Partido Comunista de Venezuela (PCV). Sin embargo, el militar
candidato llegaría en segundo lugar, pues aquellos comicios los ganó el abanderado
de AD y ex presidente durante el trienio 45-48, Rómulo Betancourt.
Pero el reinicio democrático no fue fácil. Estuvo, desde sus
inicios, bajo la amenaza de grupos civiles y militares derechistas y, luego
de la
derrota de estos, asediado inmediatamente por la insurgencia de la
guerrilla marxista.
En cuanto a la reacción derechista, mayormente proveniente de
ciertos sectores militares, esta se caracterizó por varias intentonas golpistas
-que analizaremos en su oportunidad- y un atentado contra la vida del
presidente Betancourt, detrás del cual estuvo el entonces dictador dominicano,
generalísimo Rafael Leonidas Trujillo (Chapita). Pero esa ofensiva de la
derecha militar y de los viudos del perezjimenato fue rápidamente sofocada
durante los primeros años del gobierno iniciado en febrero de 1959.
El mayor peligro provino entonces de la extrema izquierda,
auspiciada y financiada por el también dictador cubano, comandante Fidel
Castro. Este sector insurgente apeló a dos vías simultáneas: la guerra de guerrillas
al estilo castrista y la conspiración militar, a través de sus infiltrados en
las Fuerzas Armadas Nacionales y en algunas ocasiones en alianza con la derecha
militarista. Fue así como a comienzos de 1960 se encadenaron diversos
alzamientos militares (el Barcelonazo, el Carupanazo, el Porteñazo),
todos derrotados por las Fuerzas Armadas Nacionales leales a Betancourt,
mientras en paralelo la guerrilla comenzó a organizarse en algunas zonas del
país. La estrategia también contemplaba manifestaciones violentas a nivel
estudiantil, así como actos de terrorismo en las principales ciudades del país,
con saldo de varios muertos y heridos.
El gobierno enfrentó todo estos hechos de manera implacable, pues
aquella era una guerra entre los insurrectos y las fuerzas del régimen
presidido por Betancourt en alianza con AD y Copei. También fue vencida
políticamente en las elecciones que ese mismo año ganó Raúl Leoni, candidato de
AD, seguido de Rafael Caldera, de Copei, ambos representantes de los partidos
gubernamentales. (Por cierto que esa derrota de la insurrección guerrillera se
prolongaría en el tiempo: los siguientes procesos electorales fueron ganados
por Caldera -aliado político del gobierno de Betancourt- en 1968 y, luego, en
1973 por Carlos Andrés Pérez, el Ministro de Relaciones Interiores que dirigió
la dura política de represión contra la subversión castrocomunista entre 1960 y
1963.)
Para elegir entonces al sucesor de Betancourt, el pueblo no
solamente votó mayoritariamente a favor de los abanderados presidenciales del
régimen -quienes sumaron más de 50% de los sufragios emitidos-, sino que,
además, participó de manera abrumadora en aquel proceso, al punto tal que la
abstención apenas se ubicó en 9,16 por ciento. Sin embargo, aunque menguado, el
movimiento guerrillero siguió actuando durante la presidencia de Leoni,
mediante acciones esporádicas y golpes propagandísticos, a medida que tanto el
PCV como el MIR revisaban su línea de acción en virtud del fracaso de la lucha
armada como vía de acceso al poder.
La pacificación de Caldera
En 1969 Rafael Caldera es elegido presidente e inmediatamente pone
en marcha la política de pacificación.
Esta fue, sin duda, una política de Estado, mediante la cual se
estimuló el regreso a la vida legal de miles de venezolanos que habían estado
comprometidos, de una u otra forma, con anteriores conspiraciones militares -algunas
de derecha, otras de izquierda, o de ambas al mismo tiempo- y con la guerra de
guerrillas librada pocos años antes. Muchos de ellos fueron puestos en
libertad, indultados o amnistiados por aquel gobierno social cristiano. Por si
fuera poco, ninguno de ellos cumplió la pena respectiva. Sus partidos, el PCV y
el MIR, volvieron a ser legalizados a partir de una decisión unilateral de
Caldera.
“La República Civil -ha escrito Rodolfo José Cárdenas al evaluar
aquella política pacifista- fue generosa, tolerante, abierta. Todos los
golpistas militares salieron de las cárceles sin cumplir totalmente sus
condenas. Todos los comandantes guerrilleros fueron objeto de pacificación.
Unos y otros pudieron incorporarse a la lucha política democrática. Ahí es
donde cobra estatura singular la política de pacificación de Rafael Caldera. El
país volvió a ser uno”. Muchos ex guerrilleros fueron electos después senadores
y diputados, algunos de ellos incluso se postularon como candidatos
presidenciales. El espectro democrático se amplió como nunca antes en la vida
política a partir de 1969.
Definitivamente,
a pesar de todos los sobresaltos surgidos, la etapa civilista que va de 1959
hasta 1973 ha
sido la más provechosa que ha vivido el país en toda su historia, dicho sea
esto sin hipérbole alguna, sino atendiendo a un riguroso examen de esta etapa
de la vida nacional. En todos los aspectos el país evolucionó: hubo crecimiento
humano, político, social, económico y cultural como nunca antes. Hubo una
cierta probidad administrativa como regla general, con sus naturales
excepciones, como corresponde a toda tarea humana.
Hubo
también en sus primeros 10 años aspectos lamentables, entre ellos, la violencia
de la derecha recalcitrante contra las nacientes instituciones democráticas,
así como los efectos nefastos de la guerra entre el gobierno y la subversión
armada izquierdista, a principios de los sesenta, cuyas cicatrices pronto
fueron restañadas por la llamada política de pacificación ejecutada en los
inicios de la década de los setenta.
El militarismo como sistema de gobierno en Venezuela
El militarismo como sistema de gobierno en Venezuela no es un
fenómeno nuevo ni reciente. Todo lo contrario: viene desde hace mucho tiempo
atrás. Lamentablemente, durante los siglos XIX y XX nuestro país estuvo
sometido por más de 126 largos años a una interminable tradición militarista y
dictatorial. (Para colmo de males, Venezuela ha iniciado la actual centuria
bajo un régimen militarista y autoritario, a pesar de que aún conserva ciertas
formalidades que lo aproximan a una democracia occidental.)
La anterior afirmación requiere, por supuesto, de una definición
precisa del término militarismo, sobre
todo para comprender las razones por las cuales tal ha sido la característica
fundamental de casi todos los gobiernos militares que ha padecido el país desde
1830. El militarismo, en este
sentido, puede ser definido de manera general como la influencia y el poder fundamental que el estamento militar, en cuanto
institución, ejerce -de hecho o de Derecho- sobre cualquier régimen o sistema
de gobierno, independientemente de su ideología política.
Esa nefasta experiencia la inician los Padres de la Patria,
al considerarse, una vez finalizada la guerra independentista, los llamados a
ejercer el poder en Venezuela, con Páez a la cabeza y sin oposición manifiesta
en un principio. Tal pretensión se apoyó en el Ejército formado en las luchas
contra el Imperio Español, cuya construcción inicial correspondió al mantuanismo caraqueño agrupado alrededor
de Bolívar, luego del estrepitoso fracaso de Miranda al pretender formar uno
calcado de los modelos europeos o norteamericanos. Con Páez, muerto Boves, ese
ejército se populariza y, con tal carácter, logra concretar la independencia
nacional y la de otros países hermanos.
Lo que viene luego es la lucha de los generales patricios por
razones de poder económico -“los haberes de sus lanzas”, según expresión del
propio Libertador-, cobrando así financieramente sus luchas en el proceso
independentista. Se trató de una resolución, tomada por el propio Simón
Bolívar, que puede ser considerada como uno los primeros actos de corrupción de
la historia republicana. Era obvio que los generales patriotas no tenían ningún
derecho a cobrar por sus servicios en la lucha por la Independencia, por una
parte, y que constituía, por la otra, un acto de injusticia absoluta que
mientras aquellos eran beneficiados, en cambio el personal de tropa y los
oficiales de menor rango, fueran excluidos de la repartición de tierras. Por si
fuera poco, los altos militares también fueron depositarios del poder político,
al mismo tiempo que las élites civiles e intelectuales posteriores a la
conflicto independentista, mejor preparadas que las mesnadas guerreras que
reclamaban entonces mayor poder político y económico, abdicaron cómodamente a
favor de estas, con lo que se inició entonces un largo siglo bajo el signo militarista
de sus gobernantes.
Se produce casi inmediatamente, como consecuencia de las
ambiciones y los enfrentamientos entre estos, una dispersión de mandos y se comienza a
sedimentar el fenómeno de los caudillismos regionales, tan pernicioso para la Venezuela
de los próximos cien años. Así se liquida el Ejército Libertador que hizo
posible el triunfo independentista. Cada caudillo organizará su propio
ejército, y éste –a su vez- será el brazo armado de sus ambiciones de poder. La
política no es, en modo alguno, debate de ideas o confrontación de opiniones:
se trata, sencillamente, de múltiples aventuras armadas. El choque entre esas montoneras determinará quien se queda,
finalmente, con el botín de la República, es decir, su gobierno y sus riquezas.
Por eso mismo, el siglo XIX y más de la mitad del siglo XX estarán
marcados irremediablemente por el militarismo en el poder, algunas veces
atenuado y otras exagerado, aunque siempre apoyado por el infaltable servilismo
civil. Lo cierto es que ese sistema de gobierno ejercido por el estamento
militar como institución a partir de 1830 se prolongará en los próximos 130
años, hasta la caída de la dictadura perezjimenista en 1958. El militarismo
encajará, como anillo al dedo, tanto en los años de dominación de la llamada oligarquía conservadora como en los de
la oligarquía liberal hasta 1909,
cuando Gómez derriba a Castro. Aún así, el militarismo también caracterizará la
larga tiranía del general Gómez, pues esta se sostendrá en la institución
militar, y no en el pueblo ni en los sectores civiles que le apoyaron, siempre
sometidos a la férula militarista. Incluso gobiernos democráticos como los de
López Contreras y Medina Angarita serán también gobiernos militaristas, pues
era la institución castrense la que, en realidad, sostenía al Presidente de la
República, quien además de militar debía ser también andino. La tradición
continuó con el llamado trienio entre
1945-1948, pues el sector civil fue invitado a participar en el golpe militar
contra Medina. Su presencia en el poder fue permitida por los militares hasta
noviembre de 1948, cuando derrocan también a Gallegos, primer presidente civil
venezolano electo por el pueblo. Luego vendrá el militarismo light de Delgado Chalbaud, quien
coquetea con el mundo civil la posibilidad de convocar a nuevas elecciones para
superar la crisis política, y, después de su asesinato, finalmente se impondrá
el militarismo desarrollista de Pérez Jiménez.
El civilismo como
excepción
En 1976 un lúcido periodista e intelectual venezolano, Carlos
Rangel, escribió un libro -Del buen
salvaje al buen revolucionario, su título- que derribó mitos y causó una
profunda indignación en ciertos sectores radicalizados de la izquierda de
entonces, al punto de que -al más puro estilo nazi- aquella obra fue quemada en
la Universidad Central de Venezuela.
Rangel, entre otros asuntos polémicos, analizó allí el tema del
caudillismo militarista y del civilismo democrático en nuestro continente.
Dijo, entre otras verdades amargas, la siguiente: “Latinoamérica no ha carecido
de dirigentes políticos, e inclusive de gobernantes que hayan estimado en su
justo valor las ideas y las conquistas de la revolución federal. Su mucha menor
fama que la de los caudillos, los demagogos y los tiranos es indicio de la poca
estima que el mundo tiene por los dirigentes moderados. Comentando la
trasgresión, por Trajano, de la recomendación dejada en testamento por Octavio
a sus sucesores de defender las fronteras del Imperio sin intentar extenderlas,
observa Gibbon (en su Decadencia y Caída
del Imperio Romano) que mientras la humanidad se empeñe en aplaudir más
generosamente y recordar más a sus destructores que a sus benefactores, la sed
de gloria militar tentará siempre a los gobernantes. De igual manera podría
decirse que mientras encontremos digno de atención, de admiración -y hasta
romántico- al señor de horca y cuchillo, y más todavía (en nuestra época)
cuando al echar por la borda todo escrúpulo y toda práctica política civilizada
lo hace en nombre de ‘La Revolución´; y en comparación poco ‘excitantes´ a los
demócratas llamados despectivamente ‘reformistas´; serán más numerosos en el
mundo los candidatos a emular a Stalin que quienes encuentran modelos en Leon
Blum, Clement Atlee, o Walther Rathenau; estarán más ‘en la onda´ Fidel Castro
o Perón que Rómulo Betancourt, Eduardo Frei, Rafael Caldera o Carlos Andrés
Pérez”.
En Venezuela, los señores de “horca y cuchillo” cubrieron casi
siglo y medio, mientras los líderes civiles permanecieron en la sombra.
Ciertamente, en el caso venezolano en particular -y como ya se reseñó páginas
atrás-, los caudillos militares coparon todo el siglo XIX y casi la primera
mitad del siglo XX en desmedro de los líderes civiles. Por ello, no deja de ser
interesante poner de relieve la escasa influencia que los pocos presidentes
civiles tuvieron durante el siglo antepasado, a diferencia de la experiencia
registrada en la segunda mitad del siglo XX.
La
breve y dramática gestión del sabio José María Vargas (1835-1836), rector de la
Universidad de Caracas y albacea del Libertador, resulta muy ilustrativa al
respecto, como ya se señaló páginas atrás. Pudiera decirse que está
ejemplificada en la célebre anécdota según la cual se enfrentó al golpista
militarista Pedro Carujo, la otra cara de la moneda. Lo cierto es que aquella
fugaz presidencia civil se dirimió dentro del clásico enfrentamiento entre la
razón y la fuerza, con la consecuente imposición final de esta última sobre la
primera.
Igual
destino le aguardaría al siguiente presidente civil,
Manuel Felipe Tovar (1860-1861), cuya también breve gestión terminaría siendo
estrangulada por la confrontación entre la oligarquía militar conservadora y la
guerrilla federal. La brevedad de otro presidente civil, Pedro Gual -prócer
inicial del movimiento independentista-, también dice mucho del papel que le
tocó cumplir al encabezar tres interinarias: una, al renunciar el caudillo
militar José Tadeo Monagas (15 al 18 de marzo de 1858) para entregar tres días
después al también general Julián Castro; la segunda, al caer este último y
encargarse el vicepresidente Tovar; y la tercera al renunciar Tovar en 1861,
cuando ocupará por tres meses el cargo. Entonces es detenido y desterrado, al
producirse la dictadura de Páez.
Algo parecido le ocurriría al doctor Juan Pablo Rojas Paúl
(1888-1890), último presidente civil del siglo XIX, a quien los generales
Guzmán Blanco y Crespo pretendieron convertir en un prisionero suyo, cuando
ambos decidieron no enfrentarse por la sucesión presidencial de 1890. Y ya se
sabe que la también fugaz presidencia civil del escritor Rómulo Gallegos (1948)
culminó a los nueve meses, a manos de los militares, quienes lo derrocaron a
través de un golpe institucional en nombre de las Fuerzas Armadas Nacionales.
Si sumamos el tiempo acumulado por los presidentes civiles en el
siglo XIX obtendríamos que apenas gobernaron, en total, un poco más de cuatro
años, incluyendo la del encargado Andrés Narvarte, luego de la renuncia del
doctor Vargas. El resto del tiempo el poder estuvo en manos de los militares y del
militarismo en sus diversos matices.
Si nos trasladamos al siguiente siglo, la trágica verdad es que,
en su primera mitad, sólo hubo un presidente civil y civilista, el escritor
Rómulo Gallegos. Algunos podrán decir que también hubo otros civiles en la presidencia
en estos últimos tiempos. Y es verdad. Pero se trataba de simples testaferros
políticos del general Gómez (Juan Bautista Pérez, José Gil Fortoul, Pedro
Itriago Chacín) o de ministros supliendo al presidente, como el caso de
Caracciolo Parra Pérez bajo el mandato del general Medina Angarita. Por cierto
que luego de este último, pudo haberse escogido como Presidente de la República
un civil tachirense: Diógenes Escalante -quien reunía, al menos, un elemento de
la ecuación militar/andino-, escogido por el propio Medina Angarita como su
sucesor, y quien llegó a contar, incluso, con el apoyo de Acción Democrática, entonces principal
partido de oposición. Escalante había sido un brillante funcionario de la
dictadura gomecista y de los regímenes de López Contreras y Medina Angarita.
Lamentablemente, sufrió una severa y repentina enfermedad neurológica que lo
retiró de aquella contienda electoral, de la política e, incluso, de la vida
normal. Lo sustituiría como candidato del oficialismo otro civil tachirense, el
también ex ministro Ángel Biaggini, quien no tuvo el mismo consenso que había
logrado Escalante. A los pocos días se produjo el golpe de Estado contra el
régimen medinista.
Tampoco podría mencionarse como un presidente civil efectivo a
Germán Suárez Flamerich (1950-1952), hombre
de paja de Pérez Jiménez, escogido por éste luego del asesinato del
presidente de la Junta de Gobierno, coronel Carlos Delgado Chalbaud. Ninguno de
los civiles que actuaron como presidentes títeres de Gómez y Pérez Jiménez
actuó por cuenta propia ni adelantó gestiones civilistas. Se limitaron a
cumplir las formalidades protocolares al ocupar una presidencia ornamental,
mientras el poder real descansaba en la figura del caudillo militar, único e
indiscutido.
El civilismo y la moderna institución militar
Diferente resulta, en cambio, el papel cumplido por los
presidentes civiles elegidos democráticamente entre 1958 y 1993.
Esta es la única etapa histórica nacional en la cual el civilismo
que llegó al poder por elección popular estableció inmediatamente -vía la
Constitución de 1961- como política de Estado el principio de la obediencia
castrense a los gobiernos democráticos, desarrollando de manera eficiente su
nivel profesional, así como su espíritu tolerante y flexible. Fue así como se
mantuvo sistemáticamente a las Fuerzas Armadas Nacionales fuera del debate
partidista y dentro del perfil institucional que había venido perfeccionándose
a partir de 1958.
El retorno democrático trajo consigo la reinstitucionalización de
las Fuerzas Armadas, y con ella la adopción de una medida sana e inteligente:
la rotación permanente de los mandos y el tiempo de servicio. No han faltado
quienes han atribuido esa medida a la perspicacia maquiavélica del liderazgo
político de 1958. Sin embargo, la lógica de tal determinación se fundamentó en
la necesidad de evitar la mineralización de los liderazgos militares, tal como
había ocurrido en el pasado. Y es que al impedir que se taponeara el relevo
generacional en una institución cuyo componente es mayoritariamente joven y
dinámico, se lograba, por otro lado, incentivar en la oficialidad la
posibilidad de acceder -desde luego que sobre la base de sus méritos- a los
puestos superiores de comando, sin permitirse la consolidación de liderazgos
por más tiempo de lo debido.
De 1958 a
1968 las Fuerzas Armadas enfrentarán diversas intentonas golpistas y hasta un
atentado contra el presidente Betancourt, acciones de la extrema derecha
estimuladas por el dictador Trujillo, de República Dominicana, y posteriormente
-como ya se señaló páginas atrás-, desde la extrema izquierda marxista, la
lucha armada apoyada por Fidel Castro. Liquidada la guerra de guerrillas y
establecida definitivamente la política de pacificación que abrió de nuevo las
puertas de la vida legal y democrática a sus inspiradores durante el primer
gobierno de Caldera, la institución castrense se repliega a sus cuarteles. De 1969 a 1973 será el tiempo
de formación y relaciones más directas con la sociedad civil. En ese lapso, los
militares harán suya también la cultura democrática reinante desde 1958.
Sentirán que su responsabilidad no es otra que la de garantizar la seguridad de
la República y la defensa y la integridad territorial de la Nación. Por ese
camino aceptan cumplir su papel bajo las directrices del Poder Civil, al cual
se someten institucionalmente al reconocerlo como el legítimo depositario de la
soberanía.
Se produjo en todo este tiempo en los militares una conciencia
profundamente institucional, se las mantuvo alejadas del debate político y se
respetó en lo posible la meritocracia en materia de ascensos. Esta última materia era entonces
escudriñada constitucionalmente por el Senado, antes de ser resuelta por el
Presidente de la República. También se establecieron programas de actualización
de la alta oficialidad en temas de interés nacional y mundial, como lo
comprueba la fundación del Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional
(IAEDEN), a principios de los años 70. Este instituto se constituyó en una
especie de foro donde se confrontaban temas y discusiones con ciertos
integrantes de las élites civiles provenientes del mundo político, académico,
empresarial y técnico.
Por supuesto que no todo podía ser impecable en el mundo militar.
Hubo también en esta etapa republicana algunas máculas que dañaron la
institución armada: en primer lugar, las tendencias golpistas durante el primer
período de gobierno democrático, entre 1959 y 1964, y que obedecieron -cada una
a su tiempo- a posiciones extremistas de derecha o de izquierda, según el caso.
Aquella nefasta experiencia se mantuvo recesiva en el organismo castrense por
algún tiempo, hasta que, a partir de 1982, insurgiría con mayor fuerza entre
los jóvenes oficiales de izquierda que intentarían, 10 años después, un golpe
de Estado, tema que, obviamente, no corresponde al período histórico analizado
en este libro. (Sin embargo, algo se reseñará obligadamente en el Epílogo.) En
segundo lugar, la muy recurrente corrupción de algunos oficiales, aunque debe
destacarse particularmente la practicada por la cúpula militar –con las
naturales excepciones que confirman la regla- a partir del primer gobierno de
CAP, a través de compras millonarias de armamentos y equipos, por cuyos
conceptos se obtenían jugosas comisiones pagadas por los llamados perros de la guerra.
Lo que no se discute es que, desde 1958, las Fuerzas Armadas en
general tuvieron un comportamiento cívico, democrático y de apego a las normas
constitucionales, a pesar de las intentonas golpistas contra Betancourt. Una
contribución sin duda trascendente a la naciente democracia venezolana fue su
respaldo a la institucionalidad durante la etapa subversiva adelantada por la
extrema izquierda. La institución castrense se jugó íntegro su prestigio al
lado de la democracia y derrotó militarmente a las guerrillas actuantes bajo la
protección y adiestramiento del dictador cubano Fidel Castro. A partir de
entonces y hasta finales de la década de los setenta, los militares regresaron
a sus cuarteles y le sirvieron de sostén fundamental al sistema político
vigente, al tiempo que se dedicaron a la formación de su personal, no sólo en
la esfera de su competencia, sino también en el ámbito académico e intelectual.
La conspiración
subterránea
Siglo y medio de gobiernos militaristas, más la trágica experiencia
de las guerrillas castrocomunistas a mediados de los años sesenta del siglo
pasado, así como la infiltración marxista de las Fuerzas Armadas Nacionales por
estos mismos tiempos, se convirtieron en el caldo de cultivo de lo que hoy
constituye el chavismo en el poder. Fue todo un largo proceso donde se
combinaron los peores vicios y los más nefastos atavismos de la vida
venezolana.
Fue así como a finales de los años setenta se inició una nueva
conspiración subterránea al interior de las Fuerzas Armadas Nacionales. Algunos
sectores de la ya agonizante guerrilla no se rendían fácilmente ante las nuevas
realidades. Esa había sido la tesis fundamental que el sector histórico del PCV
propuso inicialmente para derrocar al gobierno democrático en 1960, pero
entonces predominó la alternativa guerrillera al estilo castrista, propuesta
por el MIR. Así, la lucha de la izquierda insurreccional entraría en una nueva
fase durante el primer gobierno de CAP, sin perder su continuidad: sería
dirigida precisamente hacia quienes la habían derrotado en su modalidad de
guerra de guerrillas.
Rendiría sus frutos 20 años después, cuando uno de sus cooptados,
el teniente coronel Hugo Chávez Frías, ganaría las elecciones de 1998.
Previamente, este mismo oficial encabezaría un intento frustrado de golpe de
Estado en febrero de 1992, junto a otros comandantes, mayores, capitanes y
tenientes reclutados por Bravo. Estos, a su vez, apoyarían una segunda
intentona golpista en noviembre de ese mismo año, liderizada por oficiales de mayor
graduación.