lunes, 11 de julio de 2016

ORÍGENES OCULTOS DEL CHAVISMO




ORÍGENES OCULTOS DEL CHAVISMO
Gehard Cartay Ramírez



(Extracto del Prefacio de mi libro "Orígenes ocultos del chavismo, Militares, guerrilleros y civiles", publicado por la Editorial Libros Marcados en 2006)


Luces y sombras (1948 / 1973)

Entre 1948 y 1973, el país vivió una etapa de luces y sombras, de avances y retrocesos, de escepticismo y de esperanza.

La elección del demócrata civilista Rómulo Gallegos como primer Presidente de la República por el voto universal directo y secreto de los venezolanos en diciembre de 1947, pudo ser un momento estelar de nuestra historia y el inicio de un auténtico desarrollo democrático, no sólo en virtud de la ascensión al poder -por vía del sufragio popular- de un intelectual honesto, sino porque por primera vez luego de 118 años Venezuela abandonaba el militarismo como fuente y cultura de gobierno, lo cual constituía, sin duda, un hecho extraordinario. Apenas en 1888, cuando fue escogido –en elecciones de segundo grado, sujetas siempre a la decisión del Gran Elector de turno- el doctor Juan Pablo Rojas Paúl como último mandatario civil, hubo un atisbo de luz en el largo túnel de los militares-presidentes iniciado en 1830.

El presidente Gallegos sólo se sostuvo nueve meses en el cargo. Derrocado por esa misma joven oficialidad que, apenas tres años antes, se había asociado con Rómulo Betancourt y su grupo para propiciar el golpe de Estado contra el general Medina Angarita, el militarismo se extendió de nuevo por el país como una gigantesca mancha de aceite, apoderándose fácilmente de todas las instituciones, sin resistencia alguna por parte de los desplazados entonces del poder y con la colaboración del mundo civil antiadeco que la autodenominada Revolución de Octubre de 1945 había perseguido y humillado.

En una primera etapa, esa tendencia militarista light -liderizada por alguien que, apenas 10 años antes, se había asimilado como oficial de las Fuerzas Armadas, el coronel Carlos Delgado Chalbaud- alimentó la esperanza en ciertos sectores civiles de que sólo dirigirían una corta transición y se retornaría a la vía democrática, mediante una nueva convocatoria a elecciones. Tal propósito, al parecer, fue sincero por parte de Delgado Chalbaud. Sin embargo, el entonces presidente de la Junta Militar fue asesinado en 1950, muriendo con él la posibilidad de un retorno inmediato de la institucionalidad democrática.

Luego vino el militarismo duro, encabezado por el también coronel Marcos Pérez Jiménez (PJ), segundo a bordo (aunque, en realidad, siempre fue el líder) en la jefatura de la institución castrense. La suya fue una visión de gobierno militarista/desarrollista, caracterizada por la eficacia en materia de cemento y cabilla, tan cierta como su política represiva y su desprecio por la democracia y los derechos humanos. Fue una etapa terrible, durante la cual se instauró una dictadura militar de la peor categoría. Y aunque PJ no asumió directamente el poder a la muerte de su compadre Delgado Chabaud, la suya fue entonces la única jefatura, a pesar de la presidencia títere del civil Germán Suárez Flamerich. Aún así, Pérez Jiménez no quiso o no pudo zafarse, sin embargo, de la oferta electoral en curso y aceptó realizar la elección de una Asamblea Constituyente en diciembre de 1952. Sus resultados favorecieron ampliamente a la oposición encabezada por URD y Copei, pero fueron desconocidos por PJ, tras lo cual eliminó la existente Junta de Gobierno y asumió la Presidencia de la República, nombrado por una Constituyente espúrea. 

Los cinco años siguientes fueron la apoteosis de un militarismo facistoide, desarrollista y faraónico, eficiente constructor de grandes obras públicas, pero desconocedor absoluto de los derechos humanos, de la libertad y de la democracia. Se le trató de cubrir con un manto ideológico, cuya premisas fundamentales fueron “la transformación del medio físico”, la negación del sistema de partidos y su sustitución por un gobierno militarista, cuyo sostén único y efectivo eran las Fuerzas Armadas Nacionales.

A la caída del perezjimenato en 1958 advino la democracia civilista mediante una insurrección popular que obligó a los militares a retirarle el apoyo al entonces dictador. Sin embargo, los sectores castrenses se hicieron con el control de la situación, a través de una Junta de Gobierno manejada por ellos y presidida por su oficial de mayor antigüedad, el contralmirante Wolfgang Larrazábal Ugueto, y donde participaron empresarios civiles como minoría. Incluso el propio Larrazábal, siendo militar activo y depositario de una inmensa simpatía popular, se lanzaría como candidato presidencial en las elecciones de diciembre de 1958, con el apoyo de Unión Republicana Democrática (URD) y del Partido Comunista de Venezuela (PCV). Sin embargo, el militar candidato llegaría en segundo lugar, pues aquellos comicios los ganó el abanderado de AD y ex presidente durante el trienio 45-48, Rómulo Betancourt.

Pero el reinicio democrático no fue fácil. Estuvo, desde sus inicios, bajo la amenaza de grupos civiles y militares derechistas y, luego de  la  derrota de estos, asediado inmediatamente por la insurgencia de la guerrilla marxista.

En cuanto a la reacción derechista, mayormente proveniente de ciertos sectores militares, esta se caracterizó por varias intentonas golpistas -que analizaremos en su oportunidad- y un atentado contra la vida del presidente Betancourt, detrás del cual estuvo el entonces dictador dominicano, generalísimo Rafael Leonidas Trujillo (Chapita). Pero esa ofensiva de la derecha militar y de los viudos del perezjimenato fue rápidamente sofocada durante los primeros años del gobierno iniciado en febrero de 1959.

El mayor peligro provino entonces de la extrema izquierda, auspiciada y financiada por el también dictador cubano, comandante Fidel Castro. Este sector insurgente apeló a dos vías simultáneas: la guerra de guerrillas al estilo castrista y la conspiración militar, a través de sus infiltrados en las Fuerzas Armadas Nacionales y en algunas ocasiones en alianza con la derecha militarista. Fue así como a comienzos de 1960 se encadenaron diversos alzamientos militares (el Barcelonazo, el Carupanazo, el Porteñazo), todos derrotados por las Fuerzas Armadas Nacionales leales a Betancourt, mientras en paralelo la guerrilla comenzó a organizarse en algunas zonas del país. La estrategia también contemplaba manifestaciones violentas a nivel estudiantil, así como actos de terrorismo en las principales ciudades del país, con saldo de varios muertos y heridos.

El gobierno enfrentó todo estos hechos de manera implacable, pues aquella era una guerra entre los insurrectos y las fuerzas del régimen presidido por Betancourt en alianza con AD y Copei. También fue vencida políticamente en las elecciones que ese mismo año ganó Raúl Leoni, candidato de AD, seguido de Rafael Caldera, de Copei, ambos representantes de los partidos gubernamentales. (Por cierto que esa derrota de la insurrección guerrillera se prolongaría en el tiempo: los siguientes procesos electorales fueron ganados por Caldera -aliado político del gobierno de Betancourt- en 1968 y, luego, en 1973 por Carlos Andrés Pérez, el Ministro de Relaciones Interiores que dirigió la dura política de represión contra la subversión castrocomunista entre 1960 y 1963.)

Para elegir entonces al sucesor de Betancourt, el pueblo no solamente votó mayoritariamente a favor de los abanderados presidenciales del régimen -quienes sumaron más de 50% de los sufragios emitidos-, sino que, además, participó de manera abrumadora en aquel proceso, al punto tal que la abstención apenas se ubicó en 9,16 por ciento. Sin embargo, aunque menguado, el movimiento guerrillero siguió actuando durante la presidencia de Leoni, mediante acciones esporádicas y golpes propagandísticos, a medida que tanto el PCV como el MIR revisaban su línea de acción en virtud del fracaso de la lucha armada como vía de acceso al poder.


La pacificación de Caldera

En 1969 Rafael Caldera es elegido presidente e inmediatamente pone en marcha la política de pacificación.

Esta fue, sin duda, una política de Estado, mediante la cual se estimuló el regreso a la vida legal de miles de venezolanos que habían estado comprometidos, de una u otra forma, con anteriores conspiraciones militares -algunas de derecha, otras de izquierda, o de ambas al mismo tiempo- y con la guerra de guerrillas librada pocos años antes. Muchos de ellos fueron puestos en libertad, indultados o amnistiados por aquel gobierno social cristiano. Por si fuera poco, ninguno de ellos cumplió la pena respectiva. Sus partidos, el PCV y el MIR, volvieron a ser legalizados a partir de una decisión unilateral de Caldera.

“La República Civil -ha escrito Rodolfo José Cárdenas al evaluar aquella política pacifista- fue generosa, tolerante, abierta. Todos los golpistas militares salieron de las cárceles sin cumplir totalmente sus condenas. Todos los comandantes guerrilleros fueron objeto de pacificación. Unos y otros pudieron incorporarse a la lucha política democrática. Ahí es donde cobra estatura singular la política de pacificación de Rafael Caldera. El país volvió a ser uno”. Muchos ex guerrilleros fueron electos después senadores y diputados, algunos de ellos incluso se postularon como candidatos presidenciales. El espectro democrático se amplió como nunca antes en la vida política a partir de 1969. 

Definitivamente, a pesar de todos los sobresaltos surgidos, la etapa civilista que va de 1959 hasta 1973 ha sido la más provechosa que ha vivido el país en toda su historia, dicho sea esto sin hipérbole alguna, sino atendiendo a un riguroso examen de esta etapa de la vida nacional. En todos los aspectos el país evolucionó: hubo crecimiento humano, político, social, económico y cultural como nunca antes. Hubo una cierta probidad administrativa como regla general, con sus naturales excepciones, como corresponde a toda tarea humana.

Hubo también en sus primeros 10 años aspectos lamentables, entre ellos, la violencia de la derecha recalcitrante contra las nacientes instituciones democráticas, así como los efectos nefastos de la guerra entre el gobierno y la subversión armada izquierdista, a principios de los sesenta, cuyas cicatrices pronto fueron restañadas por la llamada política de pacificación ejecutada en los inicios de la década de los setenta.


El militarismo como sistema de gobierno en Venezuela

El militarismo como sistema de gobierno en Venezuela no es un fenómeno nuevo ni reciente. Todo lo contrario: viene desde hace mucho tiempo atrás. Lamentablemente, durante los siglos XIX y XX nuestro país estuvo sometido por más de 126 largos años a una interminable tradición militarista y dictatorial. (Para colmo de males, Venezuela ha iniciado la actual centuria bajo un régimen militarista y autoritario, a pesar de que aún conserva ciertas formalidades que lo aproximan a una democracia occidental.)

La anterior afirmación requiere, por supuesto, de una definición precisa del término militarismo, sobre todo para comprender las razones por las cuales tal ha sido la característica fundamental de casi todos los gobiernos militares que ha padecido el país desde 1830. El militarismo, en este sentido, puede ser definido de manera general como la influencia y el poder fundamental que el estamento militar, en cuanto institución, ejerce -de hecho o de Derecho- sobre cualquier régimen o sistema de gobierno, independientemente de su ideología política.

Esa nefasta experiencia la inician los Padres de la Patria, al considerarse, una vez finalizada la guerra independentista, los llamados a ejercer el poder en Venezuela, con Páez a la cabeza y sin oposición manifiesta en un principio. Tal pretensión se apoyó en el Ejército formado en las luchas contra el Imperio Español, cuya construcción inicial correspondió al mantuanismo caraqueño agrupado alrededor de Bolívar, luego del estrepitoso fracaso de Miranda al pretender formar uno calcado de los modelos europeos o norteamericanos. Con Páez, muerto Boves, ese ejército se populariza y, con tal carácter, logra concretar la independencia nacional y la de otros países hermanos.

Lo que viene luego es la lucha de los generales patricios por razones de poder económico -“los haberes de sus lanzas”, según expresión del propio Libertador-, cobrando así financieramente sus luchas en el proceso independentista. Se trató de una resolución, tomada por el propio Simón Bolívar, que puede ser considerada como uno los primeros actos de corrupción de la historia republicana. Era obvio que los generales patriotas no tenían ningún derecho a cobrar por sus servicios en la lucha por la Independencia, por una parte, y que constituía, por la otra, un acto de injusticia absoluta que mientras aquellos eran beneficiados, en cambio el personal de tropa y los oficiales de menor rango, fueran excluidos de la repartición de tierras. Por si fuera poco, los altos militares también fueron depositarios del poder político, al mismo tiempo que las élites civiles e intelectuales posteriores a la conflicto independentista, mejor preparadas que las mesnadas guerreras que reclamaban entonces mayor poder político y económico, abdicaron cómodamente a favor de estas, con lo que se inició entonces un largo siglo bajo el signo militarista de sus gobernantes.

Se produce casi inmediatamente, como consecuencia de las ambiciones y los enfrentamientos entre estos, una  dispersión de mandos y se comienza a sedimentar el fenómeno de los caudillismos regionales, tan pernicioso para la Venezuela de los próximos cien años. Así se liquida el Ejército Libertador que hizo posible el triunfo independentista. Cada caudillo organizará su propio ejército, y éste –a su vez- será el brazo armado de sus ambiciones de poder. La política no es, en modo alguno, debate de ideas o confrontación de opiniones: se trata, sencillamente, de múltiples aventuras armadas. El choque entre esas montoneras determinará quien se queda, finalmente, con el botín de la República, es decir, su gobierno y sus riquezas.

Por eso mismo, el siglo XIX y más de la mitad del siglo XX estarán marcados irremediablemente por el militarismo en el poder, algunas veces atenuado y otras exagerado, aunque siempre apoyado por el infaltable servilismo civil. Lo cierto es que ese sistema de gobierno ejercido por el estamento militar como institución a partir de 1830 se prolongará en los próximos 130 años, hasta la caída de la dictadura perezjimenista en 1958. El militarismo encajará, como anillo al dedo, tanto en los años de dominación de la llamada oligarquía conservadora como en los de la oligarquía liberal hasta 1909, cuando Gómez derriba a Castro. Aún así, el militarismo también caracterizará la larga tiranía del general Gómez, pues esta se sostendrá en la institución militar, y no en el pueblo ni en los sectores civiles que le apoyaron, siempre sometidos a la férula militarista. Incluso gobiernos democráticos como los de López Contreras y Medina Angarita serán también gobiernos militaristas, pues era la institución castrense la que, en realidad, sostenía al Presidente de la República, quien además de militar debía ser también andino. La tradición continuó con el llamado trienio entre 1945-1948, pues el sector civil fue invitado a participar en el golpe militar contra Medina. Su presencia en el poder fue permitida por los militares hasta noviembre de 1948, cuando derrocan también a Gallegos, primer presidente civil venezolano electo por el pueblo. Luego vendrá el militarismo light de Delgado Chalbaud, quien coquetea con el mundo civil la posibilidad de convocar a nuevas elecciones para superar la crisis política, y, después de su asesinato, finalmente se impondrá el militarismo desarrollista de Pérez Jiménez.

El civilismo como excepción

En 1976 un lúcido periodista e intelectual venezolano, Carlos Rangel, escribió un libro -Del buen salvaje al buen revolucionario, su título- que derribó mitos y causó una profunda indignación en ciertos sectores radicalizados de la izquierda de entonces, al punto de que -al más puro estilo nazi- aquella obra fue quemada en la Universidad Central de Venezuela.

Rangel, entre otros asuntos polémicos, analizó allí el tema del caudillismo militarista y del civilismo democrático en nuestro continente. Dijo, entre otras verdades amargas, la siguiente: “Latinoamérica no ha carecido de dirigentes políticos, e inclusive de gobernantes que hayan estimado en su justo valor las ideas y las conquistas de la revolución federal. Su mucha menor fama que la de los caudillos, los demagogos y los tiranos es indicio de la poca estima que el mundo tiene por los dirigentes moderados. Comentando la trasgresión, por Trajano, de la recomendación dejada en testamento por Octavio a sus sucesores de defender las fronteras del Imperio sin intentar extenderlas, observa Gibbon (en su Decadencia y Caída del Imperio Romano) que mientras la humanidad se empeñe en aplaudir más generosamente y recordar más a sus destructores que a sus benefactores, la sed de gloria militar tentará siempre a los gobernantes. De igual manera podría decirse que mientras encontremos digno de atención, de admiración -y hasta romántico- al señor de horca y cuchillo, y más todavía (en nuestra época) cuando al echar por la borda todo escrúpulo y toda práctica política civilizada lo hace en nombre de ‘La Revolución´; y en comparación poco ‘excitantes´ a los demócratas llamados despectivamente ‘reformistas´; serán más numerosos en el mundo los candidatos a emular a Stalin que quienes encuentran modelos en Leon Blum, Clement Atlee, o Walther Rathenau; estarán más ‘en la onda´ Fidel Castro o Perón que Rómulo Betancourt, Eduardo Frei, Rafael Caldera o Carlos Andrés Pérez”.

En Venezuela, los señores de “horca y cuchillo” cubrieron casi siglo y medio, mientras los líderes civiles permanecieron en la sombra. Ciertamente, en el caso venezolano en particular -y como ya se reseñó páginas atrás-, los caudillos militares coparon todo el siglo XIX y casi la primera mitad del siglo XX en desmedro de los líderes civiles. Por ello, no deja de ser interesante poner de relieve la escasa influencia que los pocos presidentes civiles tuvieron durante el siglo antepasado, a diferencia de la experiencia registrada en la segunda mitad del siglo XX.

La breve y dramática gestión del sabio José María Vargas (1835-1836), rector de la Universidad de Caracas y albacea del Libertador, resulta muy ilustrativa al respecto, como ya se señaló páginas atrás. Pudiera decirse que está ejemplificada en la célebre anécdota según la cual se enfrentó al golpista militarista Pedro Carujo, la otra cara de la moneda. Lo cierto es que aquella fugaz presidencia civil se dirimió dentro del clásico enfrentamiento entre la razón y la fuerza, con la consecuente imposición final de esta última sobre la primera.

Igual destino le aguardaría al siguiente presidente civil, Manuel Felipe Tovar (1860-1861), cuya también breve gestión terminaría siendo estrangulada por la confrontación entre la oligarquía militar conservadora y la guerrilla federal. La brevedad de otro presidente civil, Pedro Gual -prócer inicial del movimiento independentista-, también dice mucho del papel que le tocó cumplir al encabezar tres interinarias: una, al renunciar el caudillo militar José Tadeo Monagas (15 al 18 de marzo de 1858) para entregar tres días después al también general Julián Castro; la segunda, al caer este último y encargarse el vicepresidente Tovar; y la tercera al renunciar Tovar en 1861, cuando ocupará por tres meses el cargo. Entonces es detenido y desterrado, al producirse la dictadura de Páez.

Algo parecido le ocurriría al doctor Juan Pablo Rojas Paúl (1888-1890), último presidente civil del siglo XIX, a quien los generales Guzmán Blanco y Crespo pretendieron convertir en un prisionero suyo, cuando ambos decidieron no enfrentarse por la sucesión presidencial de 1890. Y ya se sabe que la también fugaz presidencia civil del escritor Rómulo Gallegos (1948) culminó a los nueve meses, a manos de los militares, quienes lo derrocaron a través de un golpe institucional en nombre de las Fuerzas Armadas Nacionales.

Si sumamos el tiempo acumulado por los presidentes civiles en el siglo XIX obtendríamos que apenas gobernaron, en total, un poco más de cuatro años, incluyendo la del encargado Andrés Narvarte, luego de la renuncia del doctor Vargas. El resto del tiempo el poder estuvo en manos de los militares y del militarismo en sus diversos matices.

Si nos trasladamos al siguiente siglo, la trágica verdad es que, en su primera mitad, sólo hubo un presidente civil y civilista, el escritor Rómulo Gallegos. Algunos podrán decir que también hubo otros civiles en la presidencia en estos últimos tiempos. Y es verdad. Pero se trataba de simples testaferros políticos del general Gómez (Juan Bautista Pérez, José Gil Fortoul, Pedro Itriago Chacín) o de ministros supliendo al presidente, como el caso de Caracciolo Parra Pérez bajo el mandato del general Medina Angarita. Por cierto que luego de este último, pudo haberse escogido como Presidente de la República un civil tachirense: Diógenes Escalante -quien reunía, al menos, un elemento de la ecuación militar/andino-, escogido por el propio Medina Angarita como su sucesor, y quien llegó a contar, incluso, con el apoyo de  Acción Democrática, entonces principal partido de oposición. Escalante había sido un brillante funcionario de la dictadura gomecista y de los regímenes de López Contreras y Medina Angarita. Lamentablemente, sufrió una severa y repentina enfermedad neurológica que lo retiró de aquella contienda electoral, de la política e, incluso, de la vida normal. Lo sustituiría como candidato del oficialismo otro civil tachirense, el también ex ministro Ángel Biaggini, quien no tuvo el mismo consenso que había logrado Escalante. A los pocos días se produjo el golpe de Estado contra el régimen medinista.

Tampoco podría mencionarse como un presidente civil efectivo a Germán Suárez Flamerich (1950-1952), hombre de paja de Pérez Jiménez, escogido por éste luego del asesinato del presidente de la Junta de Gobierno, coronel Carlos Delgado Chalbaud. Ninguno de los civiles que actuaron como presidentes títeres de Gómez y Pérez Jiménez actuó por cuenta propia ni adelantó gestiones civilistas. Se limitaron a cumplir las formalidades protocolares al ocupar una presidencia ornamental, mientras el poder real descansaba en la figura del caudillo militar, único e indiscutido.

El civilismo y la moderna institución militar


Diferente resulta, en cambio, el papel cumplido por los presidentes civiles elegidos democráticamente entre 1958 y 1993.

Esta es la única etapa histórica nacional en la cual el civilismo que llegó al poder por elección popular estableció inmediatamente -vía la Constitución de 1961- como política de Estado el principio de la obediencia castrense a los gobiernos democráticos, desarrollando de manera eficiente su nivel profesional, así como su espíritu tolerante y flexible. Fue así como se mantuvo sistemáticamente a las Fuerzas Armadas Nacionales fuera del debate partidista y dentro del perfil institucional que había venido perfeccionándose a partir de 1958.

El retorno democrático trajo consigo la reinstitucionalización de las Fuerzas Armadas, y con ella la adopción de una medida sana e inteligente: la rotación permanente de los mandos y el tiempo de servicio. No han faltado quienes han atribuido esa medida a la perspicacia maquiavélica del liderazgo político de 1958. Sin embargo, la lógica de tal determinación se fundamentó en la necesidad de evitar la mineralización de los liderazgos militares, tal como había ocurrido en el pasado. Y es que al impedir que se taponeara el relevo generacional en una institución cuyo componente es mayoritariamente joven y dinámico, se lograba, por otro lado, incentivar en la oficialidad la posibilidad de acceder -desde luego que sobre la base de sus méritos- a los puestos superiores de comando, sin permitirse la consolidación de liderazgos por más tiempo de lo debido. 

De 1958 a 1968 las Fuerzas Armadas enfrentarán diversas intentonas golpistas y hasta un atentado contra el presidente Betancourt, acciones de la extrema derecha estimuladas por el dictador Trujillo, de República Dominicana, y posteriormente -como ya se señaló páginas atrás-, desde la extrema izquierda marxista, la lucha armada apoyada por Fidel Castro. Liquidada la guerra de guerrillas y establecida definitivamente la política de pacificación que abrió de nuevo las puertas de la vida legal y democrática a sus inspiradores durante el primer gobierno de Caldera, la institución castrense se repliega a sus cuarteles. De 1969 a 1973 será el tiempo de formación y relaciones más directas con la sociedad civil. En ese lapso, los militares harán suya también la cultura democrática reinante desde 1958. Sentirán que su responsabilidad no es otra que la de garantizar la seguridad de la República y la defensa y la integridad territorial de la Nación. Por ese camino aceptan cumplir su papel bajo las directrices del Poder Civil, al cual se someten institucionalmente al reconocerlo como el legítimo depositario de la soberanía.

Se produjo en todo este tiempo en los militares una conciencia profundamente institucional, se las mantuvo alejadas del debate político y se respetó en lo posible la meritocracia en materia de  ascensos. Esta última materia era entonces escudriñada constitucionalmente por el Senado, antes de ser resuelta por el Presidente de la República. También se establecieron programas de actualización de la alta oficialidad en temas de interés nacional y mundial, como lo comprueba la fundación del Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional (IAEDEN), a principios de los años 70. Este instituto se constituyó en una especie de foro donde se confrontaban temas y discusiones con ciertos integrantes de las élites civiles provenientes del mundo político, académico, empresarial y técnico.

Por supuesto que no todo podía ser impecable en el mundo militar. Hubo también en esta etapa republicana algunas máculas que dañaron la institución armada: en primer lugar, las tendencias golpistas durante el primer período de gobierno democrático, entre 1959 y 1964, y que obedecieron -cada una a su tiempo- a posiciones extremistas de derecha o de izquierda, según el caso. Aquella nefasta experiencia se mantuvo recesiva en el organismo castrense por algún tiempo, hasta que, a partir de 1982, insurgiría con mayor fuerza entre los jóvenes oficiales de izquierda que intentarían, 10 años después, un golpe de Estado, tema que, obviamente, no corresponde al período histórico analizado en este libro. (Sin embargo, algo se reseñará obligadamente en el Epílogo.) En segundo lugar, la muy recurrente corrupción de algunos oficiales, aunque debe destacarse particularmente la practicada por la cúpula militar –con las naturales excepciones que confirman la regla- a partir del primer gobierno de CAP, a través de compras millonarias de armamentos y equipos, por cuyos conceptos se obtenían jugosas comisiones pagadas por los llamados perros de la guerra.

Lo que no se discute es que, desde 1958, las Fuerzas Armadas en general tuvieron un comportamiento cívico, democrático y de apego a las normas constitucionales, a pesar de las intentonas golpistas contra Betancourt. Una contribución sin duda trascendente a la naciente democracia venezolana fue su respaldo a la institucionalidad durante la etapa subversiva adelantada por la extrema izquierda. La institución castrense se jugó íntegro su prestigio al lado de la democracia y derrotó militarmente a las guerrillas actuantes bajo la protección y adiestramiento del dictador cubano Fidel Castro. A partir de entonces y hasta finales de la década de los setenta, los militares regresaron a sus cuarteles y le sirvieron de sostén fundamental al sistema político vigente, al tiempo que se dedicaron a la formación de su personal, no sólo en la esfera de su competencia, sino también en el ámbito académico e intelectual.


La conspiración subterránea 

Siglo y medio de gobiernos militaristas, más la trágica experiencia de las guerrillas castrocomunistas a mediados de los años sesenta del siglo pasado, así como la infiltración marxista de las Fuerzas Armadas Nacionales por estos mismos tiempos, se convirtieron en el caldo de cultivo de lo que hoy constituye el chavismo en el poder. Fue todo un largo proceso donde se combinaron los peores vicios y los más nefastos atavismos de la vida venezolana.

Fue así como a finales de los años setenta se inició una nueva conspiración subterránea al interior de las Fuerzas Armadas Nacionales. Algunos sectores de la ya agonizante guerrilla no se rendían fácilmente ante las nuevas realidades. Esa había sido la tesis fundamental que el sector histórico del PCV propuso inicialmente para derrocar al gobierno democrático en 1960, pero entonces predominó la alternativa guerrillera al estilo castrista, propuesta por el MIR. Así, la lucha de la izquierda insurreccional entraría en una nueva fase durante el primer gobierno de CAP, sin perder su continuidad: sería dirigida precisamente hacia quienes la habían derrotado en su modalidad de guerra de guerrillas.

Rendiría sus frutos 20 años después, cuando uno de sus cooptados, el teniente coronel Hugo Chávez Frías, ganaría las elecciones de 1998. Previamente, este mismo oficial encabezaría un intento frustrado de golpe de Estado en febrero de 1992, junto a otros comandantes, mayores, capitanes y tenientes reclutados por Bravo. Estos, a su vez, apoyarían una segunda intentona golpista en noviembre de ese mismo año, liderizada por oficiales de mayor graduación.