EL LEGADO DE RAMÓN J.
VELÁSQUEZ
(Y algunas reflexiones
sobre la mediocridad política, otro signo de la crisis actual)
Gehard Cartay Ramírez
Con el reciente fallecimiento del doctor Ramón J. Velásquez,
intelectual, historiador, periodista, parlamentario y ex presidente de la
República, no sólo ha muerto el último ex jefe de Estado, sino uno de los
venezolanos más brillantes del siglo XX y esta parte del XXI.
Su obra como historiador es prolífica y densa. El sólo hecho de haber investigado,
recopilado y editado, por ejemplo, las colecciones del pensamiento político
venezolano de los siglos XIX y XX, lo consagra como un relevante historiador,
amén de su portentosa obra escrita.
Capítulo aparte merece su
destacada actuación como hombre público. Fue ministro de los presidentes Rómulo
Betancourt -con quien colaboró estrechamente entre 1959 y 1964- y Rafael
Caldera, entre 1969 y 1971. También fue senador por largos años y primer
presidente de la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE), desde donde dio
especial impulso a la descentralización y regionalización de la administración
pública.
Por si fuera poco, en 1993 fue designado por el Congreso como Presidente
para culminar el período constitucional de Carlos Andrés Pérez. Velásquez
dirigió entonces un difícil período de transición, en medio de una singular
crisis política e institucional, hasta entregarle la presidencia a Rafael
Caldera, elegido en diciembre de 1993.
En lo personal, puedo dar testimonio de su singular
actuación como Jefe de Estado, pues me tocó trabajar con él cuando fui elegido
como gobernador de Barinas en mayo de 1993, precisamente por los mismos días en
que el doctor Velásquez asumió la Presidencia de la República. Aparte de su
magistral conducción en aquella compleja transición política, hay que destacar
también el impulso preciso, contundente y coherente que le dio al proceso de
descentralización. Nunca antes -ni después- se les concedió a los gobernadores
electos por voluntad popular mayor poder de decisión y autoridad sobre los
organismos del gobierno nacional en sus respectivas entidades federales, al
colocar en sus manos la designación de los directores estadales de los
ministerios e institutos autónomos, mediante decreto presidencial en agosto de
1993. La experiencia fue positiva y útil en todo sentido, pues permitió una
cierta unidad de acciones y propósitos entre el gobierno nacional y los
gobiernos regionales. Lamentablemente, aquel ensayo fue efímero y no tuvo la
continuidad necesaria.
Puedo
agregar que cuando lo conocí, siendo él senador por Táchira y yo diputado por
Barinas, nació una amistad que, sin ser cercana, fue cordial y muy provechosa
para mí. Lo escuché varias veces hablar sobre diversos temas históricos, ya en
el hemiciclo o en las oficinas del recordado editor José Agustín Catalá,
ocasiones en las que, como era lógico, era yo quien oía a aquel maestro. Siempre
me estimuló a escribir sobre temas de historia contemporánea, al comentar mis
trabajos ya publicados.
Velásquez fue uno de los pocos intelectuales que ejerció la presidencia
de la República. Junto a él -en ese “dudoso catálogo” de los presidentes venezolanos,
como lo calificara Arturo Uslar Pietri -, muy pocos pueden considerarse hombres
de intelecto y de Estado. Salvo los casos de José María Vargas, Antonio Guzmán
Blanco, Juan Pablo Rojas Paúl, Eleazar López Contreras, Rómulo Gallegos, Rómulo
Betancourt, Rafael Caldera, Luis Herrera Campíns y Ramón J. Velázquez -cuya
trayectoria ya citamos-, no hubo otros intelectuales que ejercieran la
Presidencia de Venezuela.
No está demás, pues, a propósito de la muerte del doctor Velásquez,
agregar una breve reflexión sobre la actual mediocridad política, ese otro
signo de la presente crisis venezolana.
La más estruendosa y dañina -por razones obvias- es la que se aloja en
la cúpula podrida del actual régimen. Quien funge como su jefe seguramente
pasará a la historia como uno de los presidentes con menos luces intelectuales
y de atributos de capacidad y liderazgo -Giordani dixit- desde los tiempos de Julián Castro, uno de los peores que
hayan ocupado la presidencia de Venezuela. Lamentablemente, otro tanto sucede en
la oposición, donde no escasean también pragmáticos de toda laya y dirigentes
que aspiran a gobernar sin haberse preparado debidamente.
Nadie, por supuesto, exige al liderazgo político que sus miembros sean
académicos, especialistas o doctores. Nada de eso. Rómulo Betancourt, por
ejemplo, no egresó de ninguna universidad, pero tuvo una formación intelectual
como pocos líderes venezolanos. Porque lo mínimo que puede demandársele a quien
aspire las más altas responsabilidades públicas es que se forme a tales fines,
lea, estudie y escriba si ello es posible. Que evite llegar a posiciones de
poder sin haberse preparado para entenderlas y ejercerlas con acierto y
responsabilidad.
Y este es, en parte, el legado
que nos deja Ramón J. Velásquez, honroso ejemplo de un intelectual de la
política.
LA PRENSA de Barinas, 01 de julio de 2014.