viernes, 26 de enero de 2018

EL ESPÍRITU DEL 23 DE ENERO DE 1958

El llamado entonces "Espíritu del 23 de enero de 1958", reflejado en esta foto histórica: de izquierda a derecha Rafael Caldera, líder del Partido Social Cristiano Copei, Rómulo Betancourt, líder de Acción Democrática, Jóvito Villalba, líder de Unión Repúblicana Democrática, Gustavo Machado, líder del Partido Comunista de Venezuela y el periodista Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica de 1958.



EL ESPÍRITU  DEL 23 ENERO


La epopeya civilista (1958)

 

 (Tercer Capítulo del libro de Gehard Cartay Ramírez Orígenes ocultos del chavismo. Militares, guerrilleros y civiles, Editorial Libros Marcados, Caracas, 2006) 

 

La unidad nacional


Nunca antes en la historia venezolana -con excepción del 5 de julio de 1811- se había registrado un ambiente de unidad nacional como en la fecha del 23 enero de 1958. El país se sobrepuso a sus divergencias políticas e ideológicas con una facilidad pasmosa. La razón se supone que estriba en el deseo indiscutible de marchar hacia adelante, sin detenerse en razones ideológicas y doctrinarias.

La sola integración de la Junta Patriótica es un ejemplo de la veracidad de tal afirmación. Allí confluyeron jóvenes líderes de AD, URD, COPEI, PCV e independientes, todos absolutamente comprometidos en la tarea de derrocar la dictadura. Su gesto, desde luego, no fue de ninguna manera el desarrollo de una estrategia de lucha de largo alcance, sino un pronunciamiento que se produjo cuando ya las condiciones  clamaban, a viva voz, que los días de Pérez Jiménez estaban contados. Y sea dicho esto sin desmedro de la valiente actitud de quienes la integraban.

No hay que olvidar que Venezuela venía entonces de hondas fracturas de todo tipo. Si bien es cierto, por ejemplo, que en 1936 hubo un ambiente parecido, en aquel momento la tradición autoritaria -personificada por la tiranía gomecista- tuvo una repercusión de tal trascendencia que impidió a sus promotores (entre ellos, al joven líder popular Jóvito Villalba) plantear exigencias de mayores montas, entre ellas, la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Nueve años después se produjo el golpe de estado de octubre de 1945. Esa circunstancia, sin embargo, dividió al país en bandos prácticamente irreconciliables, incapaces de forjar posteriormente una unidad táctica para enfrentar con éxito la dictadura perezjimenista. Sería el pueblo -generalizando en todo sentido la definición del término- quien habría de unir planteamientos y métodos de lucha.

Visto con la frialdad de la distancia histórica, resulta ridículo que alguien -entonces o después- pudiera abrogarse el protagonismo del 23 enero de 1958. Igual ocurrirá treinta y un años más tarde, cuando explote el Caracazo. Son, sin duda, insurgencias comunitarias, no prevenidas ni organizadas, sino auténticos movimientos populares que cada cierto tiempo -al igual que los terremotos y otros  movimientos telúricos- brotan para que no se olvide que el pueblo también es protagonista, por encima de sus dirigentes o de quienes afirman serlo.

Pero en 1958, a diferencia de 1936, el movimiento popular produjo un auténtico ambiente de unidad nacional. Alguien podría plantear que históricamente los conductores políticos del momento indujeron a tal propósito, pero no es verdad. Fue, ciertamente, al revés. Sucedió que a  la par que el pueblo, como sujeto colectivo, abría senderos de lucha, sus dirigentes también lo hacían. Y ello porque todos venían de un proceso de profunda reflexión autocrítica.

En su primer discurso a la Nación, por ejemplo, el contralmirante Wolfgang Larrazábal, Presidente de la Junta  de Gobierno advirtió claramente cómo el protagonismo del pueblo era el que había logrado la caída del régimen. “El carácter nacional de la hora que vivimos -afirmaba en su alocución- se comprende en todo su alcance cuando sabemos que la Junta de Gobierno y la autoridad que ella ejerce no son el fruto de una conspiración singular, ni de la hazaña de un partido determinado, ni del predominio de una clase social, ni de la presión de grupo parcial alguno, sino la culminación de un estado colectivo de conciencia que aglutinó, para una acción concurrente, a todos los factores civiles y militares, animados de un espíritu sano para pensar y de una voluntad honesta para actuar”(1).

Rómulo Betancourt también lo plantearía sin esguinces y con indudable antelación futurista como una estrategia sensata y realista en su libro Venezuela, política y petróleo, escrito durante  su tercer exilio, al insistir en la necesidad de producir un esfuerzo unitario capaz de aglutinar al pueblo detrás del objetivo de restaurar la democracia. “Estamos convencidos -escribió entonces- de que será posible estabilizar en nuestro país gobiernos de derecho, nacidos del sufragio libremente emitido, si en el futuro se aplica, por los partidos nacionales (Acción Democrática, Unión Republicana Democrática, COPEI y por los que pudieran fundarse en el porvenir), así como por los demás sectores organizados de la colectividad, -y aquí cita una frase textual de Huxley- una política por lo menos no tan suicida como la que seguimos en el pasado.  En lo que a AD se refiere, hemos analizado nuestros propios errores, y los ajenos, y por lo que nos corresponde estamos seguros, plenamente seguros, de no reincidir en ellos”(2). Y ya presidente, precisamente en su discurso de toma de posesión pronunciado el 2 de febrero de 1959, lo reafirmaría con estas singulares palabras: “Derrocado el despotismo, Venezuela demostró, en forma que desmantela definitivamente  la tesis acerca de la vocación anarcoide de su pueblo, elaborada por sociólogos improvisados al servicio de las  dictaduras, su capacidad para el disfrute y ejercicio de las formas democráticas de gobierno y de vida. Demostró ser vieja en los usos de la sociedad civil, como lo decía el Libertador Bolívar en su Carta de Jamaica...”(3)

Rafael Caldera, otra figura estelar de 1958, y también después dos veces electo Presidente de Venezuela, ofrece un testimonio similar en su último libro Los causahabientes: De Carabobo a Puntofijo: “Muchas enseñanzas ofreció a los dirigentes del país, el trayecto transcurrido desde el 18 de octubre de 1945 hasta el 23 de enero de 1958. Entre las más importantes fue la de que los luchadores políticos que se combatieron encarnizadamente y que se negaban el uno al otro el pan y la sal, comprendieron que con sus interminables controversias comprometían la estabilidad institucional, olvidando que tenían algo en común que cuidar y era no solamente la integridad y la salud de la patria, sino la libertad, ese don precioso que una vez perdido es difícil de reconquistar y que demanda, para su mantenimiento, un acuerdo básico, un principio de solidaridad. En las cárceles de la dictadura, en los caminos del exilio, en las calles de la persecución y del atropello, los adecos, los copeyanos, los comunistas, los dirigentes de todos los colores y de todas las tendencias se encontraron, padeciendo la misma desgracia, y se comprometieron a luchar para que esta situación humillante no volviera a repetirse más”. Y agrega que, por todo esto, “en  el ánimo colectivo se vio brotar un sentimiento fundamental para conquistar el porvenir: la negación del odio, el propósito de entendimiento, la conciliación indispensable para fundar las bases de una Venezuela mejor”(4).

El testimonio del escritor y político Arturo Uslar Pietri también apunta en esta misma dirección, al declarar -a su salida de la Cárcel Modelo de Caracas- la madrugada del 23 de enero de 1958: “Esta noche estamos viviendo horas de una inmensa importancia histórica. Acaba de ocurrir algo que escasamente tiene precedente en toda la agitada historia de nuestro país. Un país entero en todas sus clases sociales, en todas sus tendencias de opinión, se ha puesto de pie como un solo hombre, para decir cívicamente: No queremos y no estamos dispuestos a soportar tiranías”(5).

También el después presidente Luis Herrera Campíns opina en sentido similar. En un ensayo titulado Transición política, publicado en ocasión del vigésimo aniversario del 23 de enero de 1958, el político socialcristiano define a este último como “una conjunción de factores humanos, sociales, económicos y políticos (que) permitió que el país  se quitara de encima el yugo arbitrario”. E insistiría más adelante que “1958 fue posible porque hubo compartimiento general de voluntades en torno al objetivo estratégico y la combinación de tácticas confluyentes que permitieron la presencia de fuerzas disímiles para lograr el derrocamiento de la dictadura”(6).


Hubo, desde luego, dentro de aquel ambiente de unidad nacional -bautizado entonces como el espíritu del 23 de enero- algunas notas discordantes en torno a la velocidad o la profundidad de los cambios. Pero el propósito central era el mismo y, lo que es más importante aún, la tónica la daba el propio pueblo actuando como sujeto colectivo. Por eso, afortunadamente, no tuvieron éxito las tendencias más extremistas  que se agitaban dentro de AD y el PCV, ni tampoco las corrientes de derecha incrustadas en las Fuerzas Armadas. El hecho de que entre ambas no existiera comunicación, sino, por el contrario, un profundo antagonismo contribuyó de manera fundamental a que ninguna se impusiera, aparte, por supuesto, de la escasa o ninguna fuerza popular que representaron en ese momento. Eran, en verdad, núcleos excesivamente minoritarios, sin fuerza de calle, sin audiencia y con una casi nula capacidad de convocatoria.


La otra gran verdad histórica es la de que las Fuerzas Armadas, como institución, sólo actuaron cuando ya no tuvieron a la mano más excusas para seguir apoyando a Pérez Jiménez. Los comandantes de fuerza que finalmente acceden a dar el golpe de estado, indudablemente presionados por el pueblo, son los mismos que el dictador había designado pocos días antes, por lo que se supone que eran gente de su entera confianza. Y la misma figura de Wolfgang Larrazábal Ugueto -un militar ajeno a la polémica, acomodaticio y sumamente simpático que nunca se enfrentó al entonces Presidente de la República- es la mejor demostración de que la institución armada sólo actuó obligada por aquellas extraordinarias circunstancias, en medio de la entonces insoportable  podredumbre política, social y económica que hizo naufragar al régimen dictatorial.


Unido a lo anterior, hay que destacar el deterioro de la situación  económica durante los dos últimos años de la dictadura. La verdad es que, en términos generales, el crecimiento económico bajo el gobierno perezjimenista se debió fundamentalmente al gasto público. Esto fue lo que permitió la política pantagruélica de grandes obras públicas, mientras los sectores agrícolas y manufactureros se deprimieron notablemente. Pero, ciertamente, el gasto público distorsionó gravemente el crecimiento alcanzado en esta etapa, al concentrarse aquel en grandes obras de vialidad  y en el inicio de las industrias siderúrgica y petroquímica. Lamentablemente, otros sectores de la producción y áreas fundamentales como la educación, la salud y los servicios públicos, no obtuvieron un tratamiento similar. La consecuencia no podía ser otra sino el deterioro educativo y sanitario, la proliferación de cinturones marginales urbanos y el aumento del desempleo, cuya tasa estaba por el orden del ocho por ciento para 1957. Toda esta situación, unida al progresivo deterioro de los precios petroleros a partir de 1956, contribuyó rápidamente al desgaste del gobierno y del crecimiento del descontento popular en los meses previos a la caída del régimen. Lógicamente que los sectores más golpeados fueron las clases humildes y, en cierto, modo, la siempre crítica clase media.


El actor fundamental, por tanto, fue el pueblo. La Junta Patriótica -cuyo papel fue tan importante- no tuvo empacho en reconocerlo en uno de sus primeros comunicados, una vez derrocada la tiranía: “Así tenemos que fue el pueblo de Venezuela en toda su integridad quien derrocó la dictadura”(7).Y esa, y no otra, es la verdad histórica. Acaso el 23 de enero de 1958 sea una de las pocas veces donde el pueblo venezolano asumió su propio protagonismo. En otras ocasiones, la falsedad de historiadores inescrupulosos e interesados le asignaron roles que nunca tuvo en verdad. Así sucedió, por ejemplo, en la desgraciada etapa de la Guerra Federal o en los bufos comicios electorales convocados desde 1830  hasta 1947. En esas ocasiones el pueblo fue el gran invocado pero nunca pasó de ser el eterno  convidado de piedra.


El 23 de enero 1958 las cosas cambiaron y el pueblo esta vez sí fue el verdadero y principal actor de aquellas jornadas.


 


La tarea de Wolfang Larrazábal


Sin proponérselo, obra de la más absoluta casualidad, el  contralmirante Wolfang Larrazábal (8) entró en la historia venezolana la madrugada del 23 de enero de 1958, al ser escogido por sus compañeros de armas para presidir la Junta Militar de Gobierno que sustituyó a Pérez Jiménez. La razón fundamental no fue otra que su antigüedad como oficial. No en balde se trata del único militar del siglo XX venezolano que firmó, consecutivamente, las actas de instalación de las tres Juntas Militares surgidas a raíz de los golpes de estado de 1948, 1952 y 1958.


Hombre simpático, bonachón, dotado de un gran carisma popular, sin mucho brillo intelectual y de modestos orígenes, Larrazábal cumplió a cabalidad el papel que le asignaron en ese difícil año que fue 1958. La verdad es que presidió aquella fugaz transición con gran dignidad, rodeado de un gabinete ministerial integrado por figuras de prestigio(9), hábilmente asesorado por políticos brillantes y veteranos, y apoyado, además, en un impresionante respaldo de las masas populares que, paradójicamente, no logró aglutinar para triunfar en las siguientes elecciones presidenciales, en las cuales llegó segundo tras la candidatura ganadora de Rómulo Betancourt.

Sus 10 meses de gobierno fueron, sin embargo, convulsos y difíciles, producto de la marejada popular que trajo consigo la caída de la dictadura, la cual, por cierto, no fue la resultante de un típico golpe de estado, sino más bien de una suerte de rebelión popular light. Anótese, además, a este respecto, la particularidad de que los partidos políticos no tuvieron participación organizada y activa en los hechos que derrocaron a la dictadura. Las razones han sido anotadas páginas atrás. Y esto es tan cierto que cuando se desencadenan los hechos, sus líderes fundamentales (Betancourt, Caldera y Villalba) estaban en Nueva York y apenas sus dirigentes más jóvenes habían tenido una actuación importante en los últimos días del gobierno perezjimenista. De modo que las jornadas populares fueron espontáneas y silvestres, sin dirección vertical y precisa. Esto, desde luego, presionó a los militares a apurar el golpe de estado del 23 de enero.

Tal vez la designación de Larrazábal como Presidente de la Junta de Gobierno influyó en que los cauces no se desbordaran en los turbulentos meses siguientes, como ciertamente aspiraba el sector extremista del PCV. Larrazábal fue escogido, como ya se ha anotado, por ser el militar de más alta graduación el 23 de enero de 1958, pero, además, por no ser un oficial controversial o polémico. Por lo demás, los militares que en un primer momento integraron la Junta de Gobierno fueron oficiales que hasta última hora guardaron fidelidad a Pérez Jiménez(10), sin real liderazgo en los medios castrenses y aparentemente sin ambiciones de perpetuarse en el mando. Los que sí encabezaban tendencias dentro de las Fuerzas Armadas, bien sea de derecha o de izquierda, estaban en prisión o en el exilio por las conspiraciones descubiertas y fracasadas en los primeros días de enero.

Mientras tanto, desde Nueva York llegan noticias de una interesante reunión celebrada entre Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera. El Nacional del 24 de enero los muestra en una fotografía donde aparecen sonrientes, brindando con champaña por la caída de la dictadura. Un joven y apuesto Caldera mira a la cámara con su mejor sonrisa, mientras Villalba, complacido, observa la copa en manos del líder socialcristiano y Betancourt, más zamarro y serio, dirige también su mirada de profundidad más allá del fotógrafo, se diría que hacia los lectores. La imagen, en cierto modo, reflejaba lo que sería el devenir político y electoral de los meses y años siguientes.                                                                                                                                                             
La Junta de Gobierno ofreció en su primer comunicado a la opinión pública mantener el orden, la tranquilidad y la armonía de todos los sectores sociales; plenas garantías de respeto a la ley y la justicia; convocar elecciones libres; libertad a los presos  políticos y anulación del pase a retiro de los oficiales que participaron en las conspiraciones de enero de 1958(11).
Acto seguido, la Junta Militar se transforma en Junta Cívico-Militar, al ser incorporados los civiles Blas Lamberti y Eugenio  Mendoza en sustitución de los coroneles Abel Romero Villate y Roberto Casanova, quienes salen expulsados hacia Curazao. La violencia se apodera de las calles. Una multitud enardecida asalta e incendia el edificio de la tenebrosa Seguridad Nacional, así como las instalaciones del diario oficial El Heraldo. Son saqueadas igualmente las residencias de Pérez Jiménez, Llovera Páez y Vallenilla Planchart y lo mismo sucede con las casas de los personeros importantes del recién caído gobierno dictatorial en el interior del país.

La situación obliga a la Junta de Gobierno a tomar rápidas medidas contra los elementos corruptos de la tiranía, empezando por el propio Pérez Jiménez.  “Es   un hecho público y notorio -afirma en el Decreto No. 28 del 6 de febrero de 1958- que durante la permanencia en el poder del régimen depuesto por el reciente movimiento cívico militar, se dispuso ilegalmente de los bienes nacionales, se usó indebidamente de las influencias oficiales para el enriquecimiento ilícito y además se cometieron diversos delitos contra la cosa pública”, y siendo que “el sistema personalista que imperó en el país hace recaer principalmente en el ex Presidente de la República la responsabilidad de los referidos hechos”, la Junta dispone que, “sin perjuicio de las acciones y derechos que corresponden al Estado y a los particulares contra cualquier funcionario de acuerdo con el ordenamiento jurídico vigente, se ocupen preventivamente todos los bienes que aparezcan a nombre de quien ejerció la Presidencia de la República durante el lapso comprendido entre el 19 de abril de 1953 y  el 22 de enero de 1958”. Del cumplimiento de tal decisión queda responsabilizado  el Procurador General de la República, con lo cual, a su vez, se da inicio al juicio de extradición del ex dictador que se  le seguirá implacablemente en los próximos tres años. También se iniciarán las investigaciones de los ministros, gobernadores y demás altos funcionarios del anterior régimen en todo cuanto se refiera a delitos contra la cosa pública.

Larrazábal tiene igualmente que enfrentar las agudas divisiones que afectan al frente militar. Hay fuertes y no disimulados  enfrentamientos entre las tendencias liderizadas por el teniente coronel Hugo Trejo y el general Jesús María Castro León. Este último, en particular, asume la defensa integral y absoluta de los militares frente a lo que él denomina “campañas de tutelaje y de depuración” contra los oficiales, al tiempo que exige que los civiles no se inmiscuyan en las Fuerzas Armadas. Como quien lo dice es nada menos que el Ministro de la Defensa, cunde entonces  lógicamente la preocupación entre los sectores democráticos. El presidente Larrazábal se mueve hábilmente para tranquilizar los ánimos y decide entonces resolver la situación mediante una inteligente maniobra en dos tiempos: por ahora -apoyado en el ministro Castro León y los militares miembros de la Junta- enfrentará a Trejo ofreciéndole la cárcel o una embajada. El joven militar optará por esta última y sale hacia Costa Rica. El próximo defenestrado será Castro León, mes y medio después.

Desde principios de febrero han comenzado a retornar los líderes exilados. Primero llegará Villalba, luego Caldera y después Betancourt.  Son recibidos por multitudes delirantes, integradas por militantes de todos los partidos. Hay en verdad un ambiente unitario impresionante y en este aspecto son insistentes los discursos de los que retornan. El contralmirante Larrazábal los recibe en Miraflores y se reúne frecuentemente con todos ellos. 

Mayo será un mes particularmente tumultuoso en aquel país tan sensible y agitado. El punto de ebullición lo pondrá la visita del entonces vicepresidente de Estados Unidos, Richard Nixon, quien viene de una accidentada gira por diversos países latinoamericanos, en cada uno de los cuales su presencia fue también  violentamente  protestada. Y Caracas no será la excepción. En aquel momento el anterior favoritismo descarado de EEUU hacia las dictaduras latinoamericanas era rechazado abiertamente por el continente suramericano. Los sectores universitarios venezolanos serán los promotores del abierto rechazo al visitante, desencadenándose varias manifestaciones violentas que a duras penas logran controlar los cuerpos policiales. La situación es de tal gravedad que el gobierno del presidente Eisenhower exige a la Junta garantías de seguridad a la vida de Nixon, luego de que el vehículo de este fuera apedreado y él mismo escupido por iracundos manifestantes. Mientras tanto, mil infantes de la Marina  estadounidense merodean por el Caribe, luego de los problemas que ha traído la gira de mister Nixon. Se habla, incluso de una pronta invasión. Al final, cuando los ánimos se apaciguan y Larrazábal controla la situación, el mismo presidente venezolano despedirá al líder norteamericano en el aeropuerto de Maiquetía. Lo que sí es cierto es que buena parte de los venezolanos le han cobrado así al gobierno de Estados Unidos su apoyo irrestricto durante largos años al dictador recientemente depuesto.

En mayo saldrán de la Junta de Gobierno los dos civiles. Se habla de un abierto enfrentamiento con el Presidente de la misma. La verdad es que ambos se sienten atemorizados por el giro  izquierdista de los acontecimientos y la frivolidad con que, casi siempre, asume los asuntos de gravedad el contralmirante Larrazábal(12). Son sustituidos por otros dos independientes de prestigio: Arturo Sosa, hijo, y Edgar Sanabria, quien venía fungiendo como secretario.

En junio caerá Castro León, la otra cabeza de la conspiración militar. El entonces Ministro de la Defensa no compartía la política de Larrazábal frente a los partidos políticos, particularmente AD y el PCV. Era partidario de una línea más dura e intransigente, motivado por su animadversión hacia Betancourt, y también ferviente creyente de la tesis militarista dentro de las propias Fuerzas Armadas. De allí que pensaba que debía constituirse una nueva Junta de Gobierno, integrada por civiles y militares, pero con abierta preponderancia de estos últimos.

El historiador y ex presidente  Ramón J. Velásquez afirma en su libro ya citado que se hablaba en esos días de un pliego entregado por Castro León a la Junta de Gobierno con cuatro exigencias categóricas: “1) supresión de AD y del PCV; 2) censura de prensa; 3) aplazamiento por tres años de elecciones y 4) formación de un nuevo gobierno, de acuerdo con las Fuerzas Armadas”(13). El presidente Larrazábal, la Junta y los ministros se trasladan a Macuto, a fin de apoyarse en las fuerzas navales, ante cualquier eventualidad, mientras en Caracas civiles armados registran la residencia particular de Betancourt, otros detienen a Fabricio Ojeda, Enrique Aristiguieta Gramcko, Guillermo García Ponce y Antonio Requena, miembros de la Junta Patriótica, y los conducen al Palacio de Miraflores, controlado por los alzados. Mientras tanto, estudiantes y gente del pueblo toman las calles en concurridas manifestaciones de apoyo a la Junta. Castro León intenta negociar y llama a la sede ministerial a Jóvito Villalba y a Rafael Caldera. Pero política y militarmente está aislado, pues los comandantes del Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina están al lado de Larrazábal. A las pocas horas renuncia al ministerio y sale al exterior, acompañado de algunos de sus seguidores.

Sin embargo, el frente militar no se tranquilizará todavía. En septiembre estallará otra conspiración encabezada por los tenientes coroneles Moncada Vidal y Ely Mendoza, quienes habían sido expulsados a raíz de la insurgencia de Castro León. El movimiento golpista, a pesar de tener amplias ramificaciones, no tuvo éxito y fue dominado con relativa facilidad.

Cabe destacar que una gran manifestación popular en El Silencio el día ocho de septiembre sirvió de justa protesta contra el golpismo.  Allí intervinieron como oradores Gustavo Machado (PCV), Rómulo Betancourt (AD), Rafael Caldera (COPEI), Fabricio Ojeda (Junta Patriótica) y el dirigente sindical Gustavo Lares Ruíz. Por su parte, Larrazábal anunciaría a la Nación que los militares golpistas serían degradados públicamente y enjuiciados por traidores a la patria.



Las elecciones de 1958

La promesa de elecciones cuanto antes se cumpliría al pié de  la letra. Con ese propósito, tan temprano como el 1o. de marzo se instalaría la comisión redactora del Estatuto Electoral, presidida por el doctor Rafael Pizani, recién llegado del exilio(14). En mayo ya está listo el proyecto en cuestión, siendo promulgado inmediatamente por Larrazábal. Simultáneamente cada partido reinicia sus tareas reorganizativas y proselitistas, en medio de un ambiente contagioso y festivo.

Comienzan entonces a sonar los nombres de posibles candidatos presidenciales. Las apariencias unitarias se mantienen cuidadosa e hipócritamente, al mismo tiempo.  En agosto ya se  habla de una candidatura unitaria de todos los partidos, un proyecto utópico e inviable, destinado a fracasar desde sus inicios. Pero el sainete se monta y se mantiene como una esperanza ante aquel país donde la unidad está tan de moda en esos días.

La dificultad estriba en que se pretende conseguir un venezolano símbolo de todas las virtudes ciudadanas y que, al mismo tiempo, tenga un amplísimo consenso nacional. Se trata, en verdad, de una misión imposible. Sin embargo, será un grupo de eminentes  profesores universitarios quienes planteen primero a Rafael Pizani como ese posible candidato presidencial. En cambio, representantes de las fuerzas económicas proponen a José Antonio Mayobre, un destacado economista, mientras maestros y estudiantes asoman la candidatura de Julio de Armas, médico y ex rector de la UCV. Los partidos URD y COPEI, por su parte, mencionan el nombre de un eminente venezolano, el doctor Martín Vegas, pero encuentra el rechazo de AD, que maquiavélicamente les propone -sin apoyarlo de verdad- la candidatura de Larrazábal, asesorado por una especie de consejo de gobierno a la suiza, cuestión que, a su vez, aceptan los primeros. En realidad, los partidos tratan de ganar tiempo para lanzar, a la postre, sus respectivas candidaturas.

Inicialmente, por los lados de los partidos AD, URD y COPEI, quienes pueden ser sus abanderados fingen desinterés o simplemente guardan prudente silencio. Betancourt opta por lo primero y Caldera y Villalba por lo segundo. El ex presidente y líder de AD anuncia solemnemente -en el gigantesco mitin que lo recibió apenas llegó al país- que “viene animado de los más limpios propósitos” y anuncia que al terminar aquel acto iría al cementerio, “donde sobre la tumba de sus padres y de sus compañeros muertos en la lucha, juraría ser un hombre sin ambiciones personales ni deshonestas”(15).

Pero tales son palabras que nadie cree. Betancourt viene resuelto a ser presidente -esta vez por el voto popular-, y con la zamarrería y habilidad que nadie le negaría nunca construirá su propia candidatura. Primero vencerá los obstáculos dentro de su mismo partido, y luego derrumbará los muros de la amplia desconfianza que su figura despierta en muchos sectores del país. Internamente, debe enfrentar la insurgencia de los jóvenes adecos, entonces marcadamente impregnados por el marxismo. Muchos de ellos ni siquiera conocen personalmente a Betancourt. Pero lo sienten ya como un político entregado al reformismo, sin aliento revolucionario, demasiado contemporizador y calculador, todo lo cual es rigurosamente cierto. Será esa la camada que luego dividirá a AD y fundará al MIR, liderizados por su mentor Domingo Alberto Rangel. Por si fuera poco, el ex presidente Rómulo Gallegos -en declaraciones a El Nacional del 11 de octubre de 1958- se pronuncia por la candidatura de Larrazábal, quien, a su juicio, debe encabezar un gobierno coaligado entre AD, URD y COPEI.

La Convención Nacional del partido, reunida del 10 al 17 de agosto, será el escenario de fuertes enfrentamientos, no sólo por razones doctrinarias, sino también por la pugna existente entre la llamada vieja guardia y la generación emergente. Pero el tema realmente candente será el de la candidatura. Son tales los debates y tan interminables que la Convención concluye  autorizando entonces a una instancia más reducida -el llamado Comité Directivo Nacional- para que resuelva lo conducente. Y será en este cenáculo, celebrado los días 11 y 12 de octubre, donde sin tropiezos resulta escogido Betancourt como el candidato presidencial de AD. Su candidatura, sin embargo, quedaba condicionada si surgía la tan manoseada “candidatura única”, al tiempo que advertían la necesidad de que el próximo gobierno “se articule, en todo caso, en torno a un programa unitario y de un régimen de coalición, con adecuada representación de los partidos políticos y de los sectores representativos de la colectividad”.

La verdad es que el ex presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno de 1945 está definitivamente de regreso de la política sectaria y puramente partidista. Quiere mostrarse como un estadista maduro, y no como un fogoso líder de plazas públicas. Está absolutamente consciente de los errores que llevaron al desastre a la llamada “Revolución de Octubre”, y no está dispuesto a repetirlos. Los diez años de exilio lo han aleccionado profundamente y ello lo lleva a practicar una política de entendimiento y concordia con sus adversarios(16).

La candidatura de Larrazábal también tomaba cuerpo en esos días. Era, sin duda, la más fulgurante figura pública del momento, dotado de un gran carisma y de sólido apoyo popular en las ciudades más pobladas. Tenía, además, una importante corriente de simpatías independientes, porque muchos pensaban que no debía vincularse a ningún partido. Sin embargo, URD tempranamente lo hará su candidato presidencial, según declaraciones de Jóvito Villalba el 12 de septiembre, acompañado de Alirio Ugarte Pelayo, José Herrera Oropeza y Amilcar Gómez. Y el contralmirante lo aceptará casi un mes después, según lo informa El Universal del 4 de octubre, en declaraciones del también dirigente urredista Luis Miquilena. Con posterioridad, el PCV y MENI apoyaran la candidatura del militar marino. Por cierto que el respaldo de los comunistas lo aceptó Larrazábal -para decirlo de acuerdo a la jerga betancurista- “con el pañuelo en la nariz”, al afirmar que no implicaba ningún compromiso “presente ni futuro” con aquel partido.

Dos días después, la Convención Nacional de Copei lanzará la candidatura presidencial de Caldera como “la que más le conviene a Venezuela”, pero sin cerrarse a una hipotética candidatura de unidad “que mereciese el acuerdo unánime de las fuerzas políticas del País”(El Nacional, 07-10-58). La verdad es que, a diferencia de Betancourt, el líder socialcristiano no tuvo mayores  problemas para ser el abanderado de su partido. Él era, realmente, el punto de confluencia de COPEI, y la suya no era ciertamente una candidatura para ganar sino para consolidar el avance sostenido de su partido. Hubo, desde luego, voces disidentes -entre ellas, las de Luis Herrera Campíns y Rodolfo José Cárdenas- que argumentaban a favor de la postulación de otras  figuras (la de Larrazábal, por ejemplo), pero, en realidad, no tenían entonces mucha fuerza dentro de la parcialidad copeyana. Debe destacarse, así mismo, que influyentes sectores del mundo independiente solicitaron ser oídos entonces por la Convención Nacional de Copei, reunida los días 7 y 8 de octubre, para abogar también por la candidatura de Caldera (17), la cual, al final, también recibiría el apoyo de Integración Republicana (IR), liderizado por Elías Toro, Isaac J. Pardo y Manuel Rafael Rivero, y el Partido Socialista de Trabajadores, comandado por el periodista Rafael Poleo.

La decisión de Larrazábal de aceptar ser candidato implicó su renuncia a la Presidencia de la Junta de Gobierno en fecha 14 de noviembre. Fue sustituido por el profesor universitario Edgar Sanabria, a quien le correspondió conducir el proceso electoral de aquel año y entregar el mando a su sucesor electo en los respectivos comicios. De su fugaz gobierno son recordados dos hechos: la aprobación de la Ley de Universidades y la modificación de la Ley de Impuesto sobre la Renta, ambas, sin duda, de fuerte acento progresista.

En las elecciones de diciembre de 1958 la victoria le correspondería al candidato de AD, el ex presidente Rómulo Betancourt(18). Era una consecuencia lógica de dos factores que se conjugaron para hacer posible su elección como presidente: por una parte, su hábil y brillante estrategia electoral, consistente en derribar reservas y neutralizar enconos, ya en el frente civil como en el militar. Y por la otra, la reanimación intempestiva del aparato partidista de AD, que había sido reducido a la nada por Pérez Jiménez en 1953.

En verdad que haber resucitado a su partido en esos trepidantes meses de 1958 fue una verdadera obra de cirugía política por parte de Betancourt, cuya consigna interna -frente al fenómeno carismático y popular de Larrazábal- fue muy acertada: “organización contra emoción”. Esto es lo único que puede explicar cómo una candidatura con gran rechazo en diversas capas de la población, vista con muchísimas reservas por los militares, capaz de despertar grandes rencores y absolutamente nada carismática en lo personal, pudo derrotar a aquel fenómeno electoral que significaba Wolfgang Larrázabal, ungido entonces como un auténtico héroe popular, adorado por multitudes delirantes y visto por muchos como una especie de salvador de la patria a partir del 23 de enero de 1958.

Si algo debe reconocérsele a Betancourt fue el haber aprendido la lección de la Historia y también la de sus propios errores. Entre este sosegado y veterano líder político victorioso de diciembre del 58, que frisa ya los 50 años, y aquel impulsivo y radical joven de 36 que junto a un grupo de ambiciosos y audaces  militares dio el golpe de estado el 18 de octubre de 1945, hay una distancia sideral. Porque si bien este treintañero, que pudo conducir entonces audazmente un proceso azaroso y pleno de vicisitudes, no es menos cierto que no tuvo en aquellos años la suficiente entereza para imponer sus criterios de estadista firme y responsable, dejando que sus compañeros discurrieran -de manera suicida- por un camino lleno de sectarismo anarcoide, ciegos ante las acechanzas y que  pronto tuvo un final, para muchos bien merecido, el 24 de noviembre de 1948.

El cincuentón que ahora vuelve a la presidencia -esta vez con el voto popular- es otro hombre, otro político de factura muy distinta, amansado por el exilio y los efectos de la guerra fría de aquellos años. Tiene ahora también una concepción ideológica decantada -anclado ya definitivamente en los puertos del realismo pragmático-, sin los remilgos marxistas del 28, ni tampoco las veleidades socialistas del 45. Se diría que es, más bien, un socialdemócrata conservador, sin radicalismos, con los pies sobre la tierra.

La reflexión de nueve años largos de exilio lo ha preparado para este momento que ahora tiene delante de sí: sabe que sólo la unidad entre los tres grandes partidos, como base de sólido apoyo a un próximo gobierno, es la clave para reiniciar el ensayo democrático. Pero esto supone derrotar a las tendencias sectarias y hegemónicas que todavía perviven en AD. Por lo que respecta al núcleo fundador férreamente leal a él, Betancourt no tiene problemas. Tal vez ni siquiera con la generación intermedia que liderizan Raúl Ramos Giménez y Domingo Alberto Rangel. Donde está la dificultad mayor será en los sectores juveniles del partido. Estos no estuvieron con su candidatura y desconfían ahora de esta segunda experiencia de gobierno suya.

Pero no es sólo él quien ha cambiado. También Villalba y Caldera lo han hecho. El primero es ahora un político maduro y no el jacobino de años anteriores. Viene del exilio convencido de que la unidad nacional es requisito imprescindible de cualquier futura acción del gobierno. Por lo demás, su posición doctrinaria liberal le facilita derribar las  barreras que antes lo separaban de Caldera y de Betancourt. Y en cuanto a Caldera, está sinceramente convencido de que no pueden volver a repetirse los encarnizados enfrentamientos que AD  y su partido sostuvieron durante el trienio 45-48. Cree firmemente en el  necesario entendimiento con Villalba -en cierto modo ya explorado en 1952- y Betancourt y ya ha comprometido su palabra en Nueva York, al igual que aquellos otros, para proceder a formar un gobierno de amplia unidad nacional.

Del compromiso de los tres nacerá el Pacto de Puntofijo.
                                                                                                                                                                   

    


       NOTAS DEL TERCER CAPITULO

(1) Citado por Sanin (Alfredo Tarre Murzi) en su libro Rómulo Betancourt cuenta su vida, Vadell Hermanos Editores, Caracas, 1984, páginas 313 y 314. Por cierto que Tarre Murzi pone en boca del propio Betancourt la especie de que ese discurso lo escribió realmente Alirio Ugarte Pelayo, entonces secretario de la Junta.
(2)Rómulo Betancourt, Venezuela, política y petróleo, op. cit, página 922.
(3)Rómulo Betancourt, La revolución democrática en Venezuela, Tomo 1, sin mención editorial, página 4, Caracas, 1968.
(4) Rafael Caldera, op. cit., páginas 130 y 131.
(5) Declaraciones citadas en el libro 23 de enero de 1958: Reconquista de la libertad, Ediciones Centauro, Caracas, 1982, página 239.
(6) Véase en 1958: Tránsito de la dictadura a la democracia en Venezuela, Editorial Arte, Caracas, 1978, páginas, 85 y 87.
(7) Op. cit, página 120.
(9) Los ministros de Larrazábal fueron los siguientes: Virgilio Torrealba Silva (Relaciones Interiores); Oscar García Vellutini (Relaciones Exteriores); Arturo Sosa (Hacienda); General Jesús María Castro León (Defensa); Oscar Palacios Herrera (Fomento); Víctor Rotondaro (Obras Públicas); Julio de Armas (Educación); Carlos Luis González (Sanidad); Carlos Galavís (Agricultura y Cría); Víctor Álvarez (Trabajo); Oscar Machado Zuloaga (Comunicaciones); René de Sola (Justicia); y José Lorenzo Prado (Minas e Hidrocarburos). Secretario General de la Presidencia fue designado Edgar Sanabria, quien luego sustituiría a Larrazábal como presidente de la Junta de Gobierno.
(10)Ellos eran, aparte de Larrazábal, quien ejercía la Comandancia de la Marina, los Coroneles Roberto Casanova y Abel Romero Villate, vencedores de la rebelión militar del 1o. de enero en Maracay; el Comandante de la Fuerzas Armadas de Cooperación, Coronel Carlos Luis Araque; y el director de la Escuela Superior de Guerra, Coronel Pedro José Quevedo.
(11)El Universal, 23 de enero de 1958.
(12)A propósito de la tempestuosa visita de Nixon, el periodista,  historiador y ex presidente Ramón J. Velásquez cuenta que Larrazábal,  “al ser interrogado por un periodista acerca del acuerdo aprobado (en contra de la visita del entonces vicepresidente norteamericano) por los universitarios afirmó: “Si yo fuera estudiante, también   protestaría” (Venezuela Moderna: Evolución política en el último medio siglo,   Op. cit., página 208).
(13)Ibídem, página 213.
(14)Junto a Pizani figuran Nicomedes Zuloaga, Luis Gerónimo Pietri, Manuel R. Egaña, Lorenzo Fernández, Luis Hernández Solís, Roberto Gabaldón, Julio Diez, Gonzalo Barrios, Alirio Ugarte Pelayo, Régulo Pacheco Vivas, Ramón Villarroel y José Marcano.
(15) El Universal, 10 de febrero de 1958. 
(16) Un análisis de mayor profundidad sobre el tema está contenido en mi libro Caldera y Betancourt, Constructores de la democracia, ya citado, páginas 215 y siguientes.
(17) Gehard Cartay Ramírez, op. cit., páginas 209 y  siguientes.
(18)Los resultados electorales fueron los siguientes: Betancourt ganó con 1.284.092 votos, seguido por Larrazábal, quien obtuvo 903.479 sufragios y luego Caldera con 423.262 votos. La votación por partido fue la siguiente: AD: 1.275.973; URD: 690.479; COPEI: 392.335 y PCV: 160.791. Las demás fuerzas minoritarias apenas sumaron cerca de 50.000 sufragios.

Betancourt, Villalba y Caldera, los firmantes del Pacto de Puntofijo en 1958.