LA MALDICIÓN DEL CAUDILLISMO
Gehard Cartay Ramírez
EL CAUDILLISMO,
SINÓNIMO DE ATRASO
Entre los
latinoamericanos, los asiáticos y los africanos ha cundido, como una plaga
maldita, la tara del caudillismo, entre otras fatalidades de similar factura.
La historia de
estos tres continentes se recicla, ancestralmente, en torno a estas
maldiciones. Desde siempre, la mayoría de estos pueblos ha sucumbido ante la
figura del hombre “providencial y necesario”, cuya sola intención o actuación
serviría para cambiar el rumbo de una situación, como si estuviera dotado de
capacidades sobrehumanas o mágicas.
Esa errada
concepción nos ha marcado trágicamente y, en las últimas décadas, nos ha
colocado a la zaga de Estados Unidos y Europa Occidental. Y es que buena parte
de nuestro atraso político, económico, cultural y tecnológico obedece a la
creencia absurda en determinadas personalidades (sean comandantes, líderes, jefes, generalísimos, taitas, etc.), en lugar
de apelar a equipos humanos capaces e ilustrados, a planes y programas, a
objetivos posibles, a sueños realizables. En lugar de acudir a estos últimos,
insisto, nos hemos refugiado en supuestos o reales carismas, en jefaturas
impuestas o en liderazgos autoritarios e ignorantes, todo lo cual explica, en
suma, el subdesarrollo y el atraso en que hemos vivido los pueblos del llamado Tercer
Mundo.
En la Europa demencial y bárbara
de la primera mitad del siglo pasado soportaron las dictaduras nazifascistas de
Hitler, Mussolini, Franco, Salazar y, más recientemente, la comunista de
Ceaucescu, en Rumania. En África abundaron durante el siglo XX los Idi Amín
Dada, los Mobutu o los Bokassa. En Asia, los Stalin, los Mao Tse-tung, los Kim Il Sun (y sus descendientes, aún en el poder), los Reza
Palhevi, los Saddam Hussein o los Gaddafi.
En nuestra América Latina, los Chapita
Trujillo, los Somoza, los Gómez, los Francia, los Pinochet o los Fidel Castro,
actual decano de los dictadores, dinosaurio insepulto y anacrónico, repudiado
mundialmente.
Todos ellos
ciertamente fueron cortados por la misma tijera, con idénticas medidas y
características. Todos ellos sujetos brutales, asesinos y perversos, con un
profundo desprecio por los derechos humanos, la libertad y la democracia. De
ellos, Hitler, Stalin y Mao mataron cerca de 20 millones de personas, por hacer un cálculo pequeño. Algunos, como
Idi Amín Dada, llegaron a reconocer que se comían el corazón de sus
adversarios. Otros, como Chapita Trujillo,
desfloraban las hijas vírgenes que le brindaban sus propios seguidores. Muchos
-la mayoría- nadaron en océanos de dinero y comodidades, como Hussein y Ceaucescu,
mientras otros, como Fidel Castro, disfrutaron fusilando a quienes consideraban
sus enemigos o encarcelándolos varios años por escribir un simple artículo de
opinión que los criticara.
El caudillismo,
por tanto, es una expresión primaria del atraso, un símbolo del subdesarrollo,
un rasgo patológico de las sociedades primitivas y enfermas. De allí que en
esos tiempos de modernidad resulte una absoluta perversión, una imperdonable
aberración. Lo que hoy plantean las circunstancias es otra cosa muy distinta:
liderazgos democráticos, horizontales, capaces de rodearse de equipos
competentes y honestos, en consonancia con la exigencia de los nuevos tiempos.
La gran
desgracia que sufrimos hoy en Venezuela es haberle confiado la conducción del
país a un caudillo anacrónico, militarista, autoritario, autócrata, alucinado y
paranoico. No es poca cosa tal equivocación, amigo lector. En casi cinco años
la hemos pagado con creces los venezolanos de hoy, y sus efectos tendrán que
sufrirlos aún nuestros hijos. Todavía falta conocer el costo real que
significará echar del poder al caudillo que hoy martiriza a la gran mayoría de
los venezolanos.
En este país,
donde la sanguinaria secuela de los indioespinoza, los tigreencaramado,
los maisanta, los juanvicentegómez o los pérezjiménez de ayer son
fantasmas que quiere reencarnar el teniente coronel Chávez que, por ahora, lo preside,
debemos estar hoy más que nunca preparados para dar la pelea definitiva que
liquide al caudillismo como fenómeno social y abra espacio y tiempo para los
liderazgos democráticos, plurales, honestos y capaces.
Hay que liquidar
el caudillismo como hecho recurrente en nuestra desgraciada historia como
pueblo. En nuestro caso, su eliminación traerá aparejado el camino del
desarrollo y del progreso.
Semanario
AL DÍA, Barinas (Venezuela), 28 /08 al 03/09 de 2003.
Entre los grandes males que hemos soportado los venezolanos -en gran medida gracias a nosotros mismos- destaca el del caudillismo.
Terrible
desgracia esta de habernos atado a la creencia absurda de que un sólo individuo
puede conducir el país y buscar su desarrollo y bienestar, o que de él y de su
voluntarismo depende la solución de nuestros graves problemas nacionales. Nunca
ha sido así, ni lo será tampoco en el futuro. No podemos seguir creyendo en esa
soberana pendejada, a riesgo de pasar a la historia como un pueblo imbécil y
estúpido.
Nuestra
creencia en el mito del caudillo, del "mesías", del "hombre necesario" o como se le
quiera llamar, comienza con nuestro culto religioso e irracional hacia Simón
Bolívar. A estimular esa creencia alienante han contribuido todos nuestros
gobernantes, historiadores, militares y demás “próceres” durante estos 190 años
venezolanos.
Arranca esa mitología nacional con la falsa
idea de que la
Independencia fue una empresa producto de la voluntad de un
sólo hombre, en este caso, el Libertador, cuando es totalmente falsa tal tesis.
Antes de Bolívar hubo un Francisco de Miranda, para no hablar de Gual y España,
de José Leonardo Chirino. Desde luego que Bolívar fue el principal ideólogo,
estratega, estadista y guerrero del proceso independentista. Pero no el único.
A su lado estuvieron patriotas tan importantes como Páez, Sucre, Urdaneta,
Mariño, Piar o Bermúdez, por citar unos pocos apenas. De modo que aquella empresa
fue colectiva y nunca personalista. Si se sigue creyendo lo contrario,
estaríamos ofendiendo la verdad histórica y convirtiendo a Bolívar en una
especie de Superman del siglo XIX, cosa que, desde luego, no fue ni podía ser.
Pero
es a partir de esa absurda idea cuando se afinca la maldición del caudillismo
en el país. Y así ha sido desde Páez hasta hoy, algunas veces con mayor
intensidad, otras con menor énfasis, salvo notables excepciones como las
presidencias del sabio Vargas o del escritor Rómulo Gallegos, ambos baluartes
civiles de excepción. Lo cierto es que se fue sedimentando en la conciencia
popular la nefasta creencia de que apostando a un sólo hombre podíamos salir
adelante, resolver nuestras crisis y obtener un mejor destino. De allí a despreciar
la necesidad de programas, planes y equipos humanos en lugar de "mesías",
"iluminados" y caudillos, había sólo un paso, todo lo cual ha traído consigo
nuestra cadena interminable de errores y desaciertos como Nación.
A
la muerte de Gómez hubo algunos destellos de que podíamos superar la inútil creencia en el caudillismo. Por eso precisamente se fundaron partidos políticos,
sindicatos y gremios, que poco duraron pues en apenas 12 años volvimos a la
tesis del “gendarme necesario”, es decir, del dictador. En 1958 -a la caída de
la tiranía perezjimenista- hubo nuevamente un intento por superar al caudillaje
como mecanismo de solución de la crisis nacional. Lamentablemente, los líderes
de los partidos históricos no quisieron tampoco renunciar totalmente a su
propio caudillismo -en algunos casos popular, en otros intelectual- y ello
trajo como resultado que volviéramos a naufragar en la lucha contra este vicio
nacional.
Y
así hemos llegado hasta hoy, cuando un caudillete, un "iluminado", totalmente
inepto e impreparado para el cargo, ejerce la conducción del país con tanta
megalomanía como estulticia, potenciando como pocas veces antes la idea fija
del caudillo, del jefe, del "hombre necesario", que tanto daño nos ha hecho. Y
hoy es peor, porque las instituciones funcionan para ese caudillete y su
ambición de poder: ya sea el alto tribunal de justicia, la asamblea nacional,
los militares y el resto de las instituciones. No existe el derecho a disentir
entre quienes lo rodean, y quien ose hacerlo es echado a un lado. Da pena ver a
gente de lucha larga y crítica en el campo de la izquierda callar ante la
megalomanía ridícula del caudillete y, al mismo tiempo, observar a círculos
hasta ahora tenidos por académicos e intelectuales plegarse a esta vergonzosa carrera de adulancia que anega al país en esta hora nefasta.
Pero
ya saldremos de esto. Ya pasará. Así ha sido en otras épocas de ignominia, y
nunca se han perpetuado estas vergonzosas conductas. La lucha contra el
caudillismo no será fácil. Pero hay que continuarla. Por Venezuela.
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) - Martes, 26-06-2001
DEMOCRACIA Vs. CAUDILLISMO
El discurso del Teniente Coronel Hugo Chávez Frías insiste en
promover el concepto de “la democracia participativa”. Sin embargo, no la
practica ni la ejerce. Es pura coba.
Los hechos así lo demuestran
contundentemente. En lugar de ir hacia la democracia participativa, el país ha
visto -en apenas dos años- consolidarse como pocas veces la tara perniciosa del
caudillismo. Entiéndase, a los efectos del presente trabajo, a este último
concepto como la hegemonía absoluta de un jefe único, sin respeto ni tolerancia
hacia quienes disienten de su mando y opinión. Por eso ahora todo depende del
jefe del “proceso”. Todo, desde la designación de los ministros y demás
funcionarios ejecutivos, pasando por la dirección nacional de ese parapeto que
llaman el MVR, así como sus candidatos a diputados, gobernadores o alcaldes y
la integración a dedo del Tribunal Supremo y el CNE y la designación del
Fiscal, Defensor y Contralor, hasta la perversa intención de imponer al próximo
presidente de la CTV. Dá pena -por ejemplo-
leer u observar declaraciones de dirigentes chavistas -antiguos
izquierdistas cabezas calientes, revolucionarios irreverentes de antaño,
colectivistas rebeldemente contrarios al caudillismo en el pasado- que ahora,
perruna y obedientemente, dicen siempre hay que esperar la última palabra del
“comandante” para decidir cualquier asunto, grande o pequeño. Bueno, ni en
tiempos del general Gómez...
Esto desde luego que ocurrió durante los
despotismos militares venezolanos del siglo XIX y XX, pero no con la misma
intensidad durante los 40 años del sistema democrático inaugurado el 23 de
enero de 1958. La razón fundamental estriba en que estaban necesariamente
obligados a negociar con los adversarios. Por lo general, las fuerzas
parlamentarias de los partidos -salvo durante los mandatos de Carlos Andrés Pérez I y Jaime Lusinchi-
eran más o menos parejas. Esto significaba que el equilibrio de las fuerzas
políticas traía como consecuencia los pactos entre ellas, a los fines de distribuirse
las máximas posiciones institucionales. No se dependía entonces de la voluntad
omnímoda de un caudillo en particular, como ahora acontece, sino de la
indispensable herramienta del diálogo y los acuerdos políticos entre fuerzas
opuestas. Allí está sin duda, la fuerza plural de toda democracia, contraria a
los gobiernos de partido único, adonde parece dirigirse el “proceso” venezolano
actual.
De modo que ninguno de los presidentes
democráticos electos durante este largo período se comportó con el talante
autocrático y autoritario que exhibe el Gran Hablador. El más autoritario de
todos, Rómulo Betancourt, a pesar de la leyenda negra que se construyó sobre su
presunto carácter caudillista, nunca logró imponer a rajatabla su voluntad en
Acción Democrática. Allí están los tercos hechos para demostrarlo. En primer
lugar, la circunstancia de que AD se dividiera en tres ocasiones (1961, 1963 y
1967) y que, incluso, durante su exilio bajo la dictadura perezjimenista
tuviera que enfrentar la rebeldía de los jóvenes de su partido. Aún más: fue
candidato presidencial en 1958 con la oposición de la juventud de AD y de la
generación intermedia, quienes propusieron el nombre de Rafael Pizani,
ex rector de la UCV. En
1963 la candidatura de Raúl Leoni fue enfrentada por Betancourt y nada pudo
hacer para frenarla. El buró sindical adeco de entonces derrotó al mismísimo
Presidente Betancourt, a pesar de ser el líder máximo y el fundador de AD.
Luego, en 1967, trató de imponer también a un joven y fiel Carlos Andrés Pérez (CAP), y, sin embargo,
fue Gonzalo Barrios quien se impuso finalmente, luego de la expulsión de Prieto
Figueroa. La posterior historia de desencuentros entre Rómulo y CAP es ya conocida
históricamente. De modo que Betancourt no fue entonces el caudillo que todo lo
imponía en su partido, al estilo actual, por ejemplo. Y no lo fue porque tuvo
interlocutores a quienes respetaba por su brillo y capacidad, entre ellos,
Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Domingo Alberto Rangel o Raúl Ramos
Giménez.
En el Partido Social Cristiano Copei ocurrió otro tanto con respecto a
Rafael Caldera, mientras fue su máximo líder. En 1958 Luis Herrera Campíns y Rodolfo
José Cárdenas, entre otros líderes emergentes, mostraron reservas a su segunda
candidatura presidencial. Proponían -puertas adentro- apoyar una candidatura extrapartido,
concretamente, la del presidente de la
Junta de Gobierno, vicealmirante Wolfgang Larrazábal. Sin
embargo, en Copei no hubo entonces una crisis por esa circunstancia. En 1963 algunos hubo pensaron que el partido socialcristiano debía apoyar
-junto a AD- la posible candidatura del historiador tachirense Ramón J.
Velásquez. Pero Caldera fue candidato por tercera vez, y no pasó nada
internamente tampoco. En 1968, Caldera resultó aclamado como candidato presidencial y fue elegido Presidente de la República. En 1972, Caldera apoyó la candidatura de su exministro
Lorenzo Fernández en contra de la de Herrera Campíns en un proceso lleno de
traumas y dificultades, que llevaría a Copei a perder el gobierno frente a CAP.
Pero luego, en 1978, Herrera Campíns fue el abanderado
copeyano por consenso y Presidente de la República. En 1983 Caldera tuvo que enfrentarse al precandidato
del gobierno, el también ex ministro Montes de Oca -quien después retiraría su nominación a instancias del Presidente Herrera-, y luego, en 1988, incluso
perdió la lucha por la nominación presidencial frente a su ex delfín y pupilo
Eduardo Fernández. No fue entonces la suya propiamente la trayectoria de un
caudillo que todo lo imponía. Por el contrario, cuando le tocó enfrentarse a
otros compañeros, a pesar de su máximo liderazgo y de su condición de fundador,
lo hizo sin complejos. Y también tuvo dentro de su partido -al igual que
Betancourt en AD y a diferencia de Chávez hoy día- interlocutores
brillantes y preparados, con los cuales discutía los asuntos internos. Sólo
sería en 1993 cuando se alejaría de Copei para ser el candidato triunfador de
un variopinto frente electoral que él mismo denominó el chiripero.
Luis
Herrera Campíns fue todavía menos propenso al caudillismo. Esperó pacientemente
su oportunidad, una vez que Caldera fue presidente. Aceptó, a pesar de haberla
adversado dentro de Copei en 1982, una nueva candidatura presidencial de éste
en 1983. Igualmente enfrentó internamente la de Eduardo Fernández en 1988 y la
de Álvarez Paz en 1993, y sin embargo las apoyó posteriormente. No fue tampoco
el suyo un comportamiento caudillista, sino exactamente todo lo contrario: fue más
bien el anticaudillo contemporáneo por excelencia.
Carlos Andrés Pérez si bien trató de ser en
cierto momento un caudillo, finalmente desistió de la idea y más bien se
comportó luego en el gobierno como la cabeza de un equipo gubernamental. Lo
interno en AD, una vez que fue presidente, poco o nada le importó. Incluso
llegó a gobernar en las dos ocasiones con gente que AD repudiaba abiertamente,
como Diego Arria en 1974 o los Iesa boy’s
en 1989. En 1978 no vio con simpatía la candidatura de Luis Piñerúa
Ordaz, pero la apoyó luego. En 1983 respaldó la nominación de Jaime Lusinchi y en
1988 se impuso él mismo como candidato, luego de haber enfrentado
al precandidato lusinchista, el senador Octavio Lepage, quien por cierto había sido ministro de su primer gobierno. En 1992 comenzaría
su vía crucis político y, finalmente, en 1994 sería expulsado de AD. Tampoco
fue entonces propiamente un caudillo de voluntad hegemónica que no tolerara el
disenso. No tuvo, eso sí, interlocutores en AD, al menos como los que
enfrentaron a Betancourt anteriormente.
En cuanto a Jaime Lusinchi, el más
intolerante de todos -hay que recordar sus continuos zarpazos contra la
libertad de expresión, por ejemplo-, también tristemente recordado por la campante corrupción de su gobierno y algunos excesos personales, tuvo igualmente que resignarse
a aceptar que AD eligiera a CAP como su sucesor, y no a Lepage, a quien
prefería como ya se ha dicho. En este caso, el liderazgo de Pérez en las bases
adecas pudo más que la indudable influencia del entonces presidente en los
cuadros del partido de gobierno. Pero, de todos modos, aceptó su derrota
interna.
LA PRENSA de Barinas (Venezuela)/ Martes, 19-09-2001
CAUDILLISMO
COMO NUNCA
El comportamiento del máximo
liderazgo civil y democrático -es decir, de quienes entonces ejercieron la Presidencia de
Venezuela entre 1958 hasta 1998- dista mucho, como ya se ha demostrado en el
artículo anterior, del caudillismo militarista y autoritario que hoy manda en
el país.
Hubo, desde luego, perversiones
antidemocráticas en ese período. Imposible negarlo, insisto, particularmente
bajo los gobiernos de CAP y de Lusinchi,
cuando desde la
Presidencia de la República se controló sin disimulo alguno al
Congreso y a la Corte
Suprema y -concretamente en el caso del segundo presidente-
se practicó un ensañamiento pocas veces visto antes contra los medios y la
libertad de expresión e información.
Lo que no hubo como ahora, reitero, fue la presencia atorrante en
la Presidencia de la República de un caudillo prepotente, arrogante y dominante
imponiéndose, impúdica y descaradamente, sobre los demás Poderes Públicos, es
decir, el Legislativo y el Judicial, tal como lamentablemente acontece ahora.
Tampoco estos últimos poderes -tan importantes constitucionalmente como el
Poder Ejecutivo domiciliado en Miraflores- llegaron en ocasiones anteriores al
grado de humillación, obsecuencia y degradación subalternas e indignas que hoy
exhiben (cual peleles “institucionales”) ante el Presidente de la República.
Porque si bien es cierto que en el pasado la designación de los demás Poderes
Públicos (Legislativo y Judicial) obedecía a pactos interpartidistas, hubo casi
siempre una relación de respeto y no de subordinación entre el presidente de
turno y aquéllos, lo que no ocurre actualmente.
Igualmente hay que reconocer que el parlamento contadas
veces renunció a su poder de fiscalización, control y discusión sobre la
actividad del gobierno. Se procesaron numerosas denuncias de corrupción y el
Congreso fue un abanico democrático donde se planteaban todas las opiniones.
Incluso llegó a debatir y a autorizar el enjuiciamiento del presidente Pérez
por corrupción, a solicitud de la antigua Corte Suprema de Justicia Y esta, en
consecuencia, procesó y enjuició en 1993 al Presidente de la República en
ejercicio, cosa que difícilmente pudiera ocurrir hoy ante una eventual denuncia
contra el actual Jefe de Estado.
Los líderes democráticos entre 1958 y 1998 -con todos
los defectos que puedan criticárseles- no ejercieron el caudillismo absoluto a
la usanza del presidente Chávez. Compárese, a este respecto, la relación de este
último con su partido. Numerosas veces lo ha despreciado públicamente y luego
lo ha recogido epilépticamente, como si se tratara de una mujerzuela
cualquiera, valga la comparación. El “comandante” nombra -él sólo y sin
consultar a nadie- cuando le chá la gana a sus autoridades, dado que el MVR no
ha realizado nunca la elección democrática de sus directivas, sino que ha
apelado a un curioso sistema -la llamada metódica-,
que no es otra cosa que el dedo único y todopoderoso del jefe del proceso,
considerado infalible por sus partidarios. Eso que en el pasado se llamaba la
democracia interna de los partidos no existe en el partido oficial, el cual se
asemeja más a una tropa de soldados que sólo obedece a un sargento, y no a una
institución política e ideológica que se respete a sí misma y tenga vida
democrática propia.
Y todavía tienen el tupé de hablar de democracia
participativa, ellos que no la practican puertas adentro. Tienen el descaro,
incluso, de exigir internacionalmente algo que ni ellos mismos respetan y
ejercen internamente. Mayor cinismo pocas veces se ha visto en un gobierno y su
movimiento partidista. Les piden a los demás lo que ellos no son capaces de
cumplir. Criticaban a la antigua CTV porque no elegía democráticamente por la
base a sus autoridades... Y ellos, que nunca lo han hecho, con qué autoridad
moral pueden exigir algo así.
La razón de este caudillismo de hoy se explica por su
formación militar. Como bien se sabe, en este mundo no se discute, sino que se
manda y se obedece. Esa es su filosofía esencial. Los que están arriba mandan y
los que están abajo obedecen ciegamente, sin preguntar ni oponerse. En ese
ambiente se formó Chávez y de allí deriva -aparte de otras taras
psicológicas- su vocación autoritaria y caudillista. El no viene de un partido
político donde se discutía, se debatía y se confrontaban las opiniones. Por
eso, precisamente, no tuvo ni tiene cultura democrática. No respeta la
disidencia ni a su contendor, ni tiene claro el valor de la discusión
ideológica y del debate enriquecedor. No tuvo tampoco la oportunidad de asistir
a cursos de formación ideológica, ni participó en las luchas universitarias,
batiéndose noblemente con sus adversarios en defensa de sus ideales, ni conoció
los fragores de la lucha sindical, gremial o comunitaria-vecinal. Lo suyo fue obedecer y mandar, mandar y obedecer, aferrado siempre a un arma por toda idea
y a una disciplina castrante como método de vida. No se le pueden, entonces,
“pedir peras al olmo”. De allí que esa vocación autoritaria aberrante haya
terminado matando a su propio partido, tal como pretende hacerlo también con el
resto del país, para dar paso a un gobierno basado en el culto a la
personalidad del caudillo, a su pensamiento único y al fundamentalismo
irracional, todo ello a la más pura usanza fascista y comunista del pasado
reciente.
Queda claro, además, que aquí ahora no hay autonomía ni
independencia entre los Poderes Públicos. Lastimosamente, tanto el parlamento y
el tribunal supremo, así como el consejo nacional electoral, el contralor, el
fiscal y el defensor del pueblo -todos en minúsculas-, están subordinados al
presidente de la República. Actúan como sus subalternos y no en un plano de
igualdad y de respeto, tal como lo manda la Constitución, lo cual es otra
contundente demostración del caudillismo absorbente y perverso que hoy arropa a
todo el tejido institucional del país.
De allí que afirmar que hoy hay más caudillismo en
Venezuela no es una hipérbole, sino una trágica e inequívoca realidad.