domingo, 19 de junio de 2016

LA MALDICIÓN DEL CAUDILLISMO




LA MALDICIÓN DEL CAUDILLISMO
Gehard Cartay Ramírez
 
EL CAUDILLISMO, SINÓNIMO DE ATRASO

Entre los latinoamericanos, los asiáticos y los africanos ha cundido, como una plaga maldita, la tara del caudillismo, entre otras fatalidades de similar factura.

La historia de estos tres continentes se recicla, ancestralmente, en torno a estas maldiciones. Desde siempre, la mayoría de estos pueblos ha sucumbido ante la figura del hombre “providencial y necesario”, cuya sola intención o actuación serviría para cambiar el rumbo de una situación, como si estuviera dotado de capacidades sobrehumanas o mágicas.

Esa errada concepción nos ha marcado trágicamente y, en las últimas décadas, nos ha colocado a la zaga de Estados Unidos y Europa Occidental. Y es que buena parte de nuestro atraso político, económico, cultural y tecnológico obedece a la creencia absurda en determinadas personalidades (sean comandantes, líderes, jefes, generalísimos, taitas, etc.), en lugar de apelar a equipos humanos capaces e ilustrados, a planes y programas, a objetivos posibles, a sueños realizables. En lugar de acudir a estos últimos, insisto, nos hemos refugiado en supuestos o reales carismas, en jefaturas impuestas o en liderazgos autoritarios e ignorantes, todo lo cual explica, en suma, el subdesarrollo y el atraso en que hemos vivido los pueblos del llamado Tercer Mundo.

En la Europa demencial y bárbara de la primera mitad del siglo pasado soportaron las dictaduras nazifascistas de Hitler, Mussolini, Franco, Salazar y, más recientemente, la comunista de Ceaucescu, en Rumania. En África abundaron durante el siglo XX los Idi Amín Dada, los Mobutu o los Bokassa. En Asia, los Stalin, los Mao Tse-tung, los Kim Il Sun (y sus descendientes, aún en el poder), los Reza Palhevi, los Saddam Hussein o los Gaddafi. En nuestra América Latina, los Chapita Trujillo, los Somoza, los Gómez, los Francia, los Pinochet o los Fidel Castro, actual decano de los dictadores, dinosaurio insepulto y anacrónico, repudiado mundialmente.

Todos ellos ciertamente fueron cortados por la misma tijera, con idénticas medidas y características. Todos ellos sujetos brutales, asesinos y perversos, con un profundo desprecio por los derechos humanos, la libertad y la democracia. De ellos, Hitler, Stalin y Mao mataron cerca de 20 millones de personas, por hacer un cálculo pequeño. Algunos, como Idi Amín Dada, llegaron a reconocer que se comían el corazón de sus adversarios. Otros, como Chapita Trujillo, desfloraban las hijas vírgenes que le brindaban sus propios seguidores. Muchos -la mayoría- nadaron en océanos de dinero y comodidades, como Hussein y Ceaucescu, mientras otros, como Fidel Castro, disfrutaron fusilando a quienes consideraban sus enemigos o encarcelándolos varios años por escribir un simple artículo de opinión que los criticara.

El caudillismo, por tanto, es una expresión primaria del atraso, un símbolo del subdesarrollo, un rasgo patológico de las sociedades primitivas y enfermas. De allí que en esos tiempos de modernidad resulte una absoluta perversión, una imperdonable aberración. Lo que hoy plantean las circunstancias es otra cosa muy distinta: liderazgos democráticos, horizontales, capaces de rodearse de equipos competentes y honestos, en consonancia con la exigencia de los nuevos tiempos.

La gran desgracia que sufrimos hoy en Venezuela es haberle confiado la conducción del país a un caudillo anacrónico, militarista, autoritario, autócrata, alucinado y paranoico. No es poca cosa tal equivocación, amigo lector. En casi cinco años la hemos pagado con creces los venezolanos de hoy, y sus efectos tendrán que sufrirlos aún nuestros hijos. Todavía falta conocer el costo real que significará echar del poder al caudillo que hoy martiriza a la gran mayoría de los venezolanos.

En este país, donde la sanguinaria secuela de los indioespinoza, los tigreencaramado, los maisanta, los juanvicentegómez o los pérezjiménez de ayer son fantasmas que quiere reencarnar el teniente coronel Chávez que, por ahora, lo preside, debemos estar hoy más que nunca preparados para dar la pelea definitiva que liquide al caudillismo como fenómeno social y abra espacio y tiempo para los liderazgos democráticos, plurales, honestos y capaces.        

Hay que liquidar el caudillismo como hecho recurrente en nuestra desgraciada historia como pueblo. En nuestro caso, su eliminación traerá aparejado el camino del desarrollo y del progreso.


Semanario AL DÍA, Barinas (Venezuela), 28 /08 al 03/09 de 2003.

LA MALDICIÓN DEL CAUDILLISMO
 Entre los grandes males que hemos soportado los venezolanos -en gran medida gracias a nosotros mismos- destaca el del caudillismo.

Terrible desgracia esta de habernos atado a la creencia absurda de que un sólo individuo puede conducir el país y buscar su desarrollo y bienestar, o que de él y de su voluntarismo depende la solución de nuestros graves problemas nacionales. Nunca ha sido así, ni lo será tampoco en el futuro. No podemos seguir creyendo en esa soberana pendejada, a riesgo de pasar a la historia como un pueblo imbécil y estúpido.

Nuestra creencia en el mito del caudillo, del "mesías", del "hombre necesario" o como se le quiera llamar, comienza con nuestro culto religioso e irracional hacia Simón Bolívar. A estimular esa creencia alienante han contribuido todos nuestros gobernantes, historiadores, militares y demás “próceres” durante estos 190 años venezolanos.

 Arranca esa mitología nacional con la falsa idea de que la Independencia fue una empresa producto de la voluntad de un sólo hombre, en este caso, el Libertador, cuando es totalmente falsa tal tesis. Antes de Bolívar hubo un Francisco de Miranda, para no hablar de Gual y España, de José Leonardo Chirino. Desde luego que Bolívar fue el principal ideólogo, estratega, estadista y guerrero del proceso independentista. Pero no el único. A su lado estuvieron patriotas tan importantes como Páez, Sucre, Urdaneta, Mariño, Piar o Bermúdez, por citar unos pocos apenas. De modo que aquella empresa fue colectiva y nunca personalista. Si se sigue creyendo lo contrario, estaríamos ofendiendo la verdad histórica y convirtiendo a Bolívar en una especie de Superman del siglo XIX, cosa que, desde luego, no fue ni podía ser.

Pero es a partir de esa absurda idea cuando se afinca la maldición del caudillismo en el país. Y así ha sido desde Páez hasta hoy, algunas veces con mayor intensidad, otras con menor énfasis, salvo notables excepciones como las presidencias del sabio Vargas o del escritor Rómulo Gallegos, ambos baluartes civiles de excepción. Lo cierto es que se fue sedimentando en la conciencia popular la nefasta creencia de que apostando a un sólo hombre podíamos salir adelante, resolver nuestras crisis y obtener un mejor destino. De allí a despreciar la necesidad de programas, planes y equipos humanos en lugar de "mesías", "iluminados" y caudillos, había sólo un paso, todo lo cual ha traído consigo nuestra cadena interminable de errores y desaciertos como Nación.

A la muerte de Gómez hubo algunos destellos de que podíamos superar la inútil creencia en el caudillismo. Por eso precisamente se fundaron partidos políticos, sindicatos y gremios, que poco duraron pues en apenas 12 años volvimos a la tesis del “gendarme necesario”, es decir, del dictador. En 1958 -a la caída de la tiranía perezjimenista- hubo nuevamente un intento por superar al caudillaje como mecanismo de solución de la crisis nacional. Lamentablemente, los líderes de los partidos históricos no quisieron tampoco renunciar totalmente a su propio caudillismo -en algunos casos popular, en otros intelectual- y ello trajo como resultado que volviéramos a naufragar en la lucha contra este vicio nacional.

Y así hemos llegado hasta hoy, cuando un caudillete, un "iluminado", totalmente inepto e impreparado para el cargo, ejerce la conducción del país con tanta megalomanía como estulticia, potenciando como pocas veces antes la idea fija del caudillo, del jefe, del "hombre necesario", que tanto daño nos ha hecho. Y hoy es peor, porque las instituciones funcionan para ese caudillete y su ambición de poder: ya sea el alto tribunal de justicia, la asamblea nacional, los militares y el resto de las instituciones. No existe el derecho a disentir entre quienes lo rodean, y quien ose hacerlo es echado a un lado. Da pena ver a gente de lucha larga y crítica en el campo de la izquierda callar ante la megalomanía ridícula del caudillete y, al mismo tiempo, observar a círculos hasta ahora tenidos por académicos e intelectuales plegarse a esta vergonzosa carrera de adulancia que anega al país en esta hora nefasta.

Pero ya saldremos de esto. Ya pasará. Así ha sido en otras épocas de ignominia, y nunca se han perpetuado estas vergonzosas conductas. La lucha contra el caudillismo no será fácil. Pero hay que continuarla. Por Venezuela.


LA PRENSA de Barinas (Venezuela) - Martes, 26-06-2001





DEMOCRACIA Vs. CAUDILLISMO

   El discurso del Teniente Coronel Hugo Chávez Frías insiste en promover el concepto de “la democracia participativa”. Sin embargo, no la practica ni la ejerce. Es pura coba.

   Los hechos así lo demuestran contundentemente. En lugar de ir hacia la democracia participativa, el país ha visto -en apenas dos años- consolidarse como pocas veces la tara perniciosa del caudillismo. Entiéndase, a los efectos del presente trabajo, a este último concepto como la hegemonía absoluta de un jefe único, sin respeto ni tolerancia hacia quienes disienten de su mando y opinión. Por eso ahora todo depende del jefe del “proceso”. Todo, desde la designación de los ministros y demás funcionarios ejecutivos, pasando por la dirección nacional de ese parapeto que llaman el MVR, así como sus candidatos a diputados, gobernadores o alcaldes y la integración a dedo del Tribunal Supremo y el CNE y la designación del Fiscal, Defensor y Contralor, hasta la perversa intención de imponer al próximo presidente de la CTV. Dá pena -por ejemplo-  leer u observar declaraciones de dirigentes chavistas -antiguos izquierdistas cabezas calientes, revolucionarios irreverentes de antaño, colectivistas rebeldemente contrarios al caudillismo en el pasado- que ahora, perruna y obedientemente, dicen siempre hay que esperar la última palabra del “comandante” para decidir cualquier asunto, grande o pequeño. Bueno, ni en tiempos del general Gómez...

   Esto desde luego que ocurrió durante los despotismos militares venezolanos del siglo XIX y XX, pero no con la misma intensidad durante los 40 años del sistema democrático inaugurado el 23 de enero de 1958. La razón fundamental estriba en que estaban necesariamente obligados a negociar con los adversarios. Por lo general, las fuerzas parlamentarias de los partidos -salvo durante los mandatos de Carlos Andrés Pérez I y Jaime Lusinchi- eran más o menos parejas. Esto significaba que el equilibrio de las fuerzas políticas traía como consecuencia los pactos entre ellas, a los fines de distribuirse las máximas posiciones institucionales. No se dependía entonces de la voluntad omnímoda de un caudillo en particular, como ahora acontece, sino de la indispensable herramienta del diálogo y los acuerdos políticos entre fuerzas opuestas. Allí está sin duda, la fuerza plural de toda democracia, contraria a los gobiernos de partido único, adonde parece dirigirse el “proceso” venezolano actual.

   De modo que ninguno de los presidentes democráticos electos durante este largo período se comportó con el talante autocrático y autoritario que exhibe el Gran Hablador. El más autoritario de todos, Rómulo Betancourt, a pesar de la leyenda negra que se construyó sobre su presunto carácter caudillista, nunca logró imponer a rajatabla su voluntad en Acción Democrática. Allí están los tercos hechos para demostrarlo. En primer lugar, la circunstancia de que AD se dividiera en tres ocasiones (1961, 1963 y 1967) y que, incluso, durante su exilio bajo la dictadura perezjimenista tuviera que enfrentar la rebeldía de los jóvenes de su partido. Aún más: fue candidato presidencial en 1958 con la oposición de la juventud de AD y de la generación intermedia, quienes propusieron el nombre de Rafael Pizani, ex rector de la UCV. En 1963 la candidatura de Raúl Leoni fue enfrentada por Betancourt y nada pudo hacer para frenarla. El buró sindical adeco de entonces derrotó al mismísimo Presidente Betancourt, a pesar de ser el líder máximo y el fundador de AD. Luego, en 1967, trató de imponer también a un joven y fiel Carlos Andrés Pérez (CAP), y, sin embargo, fue Gonzalo Barrios quien se impuso finalmente, luego de la expulsión de Prieto Figueroa. La posterior historia de desencuentros entre Rómulo y CAP es ya conocida históricamente. De modo que Betancourt no fue entonces el caudillo que todo lo imponía en su partido, al estilo actual, por ejemplo. Y no lo fue porque tuvo interlocutores a quienes respetaba por su brillo y capacidad, entre ellos, Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Domingo Alberto Rangel o Raúl Ramos Giménez.

   En el Partido Social Cristiano Copei ocurrió otro tanto con respecto a Rafael Caldera, mientras fue su máximo líder. En 1958 Luis Herrera Campíns y Rodolfo José Cárdenas, entre otros líderes emergentes, mostraron reservas a su segunda candidatura presidencial. Proponían -puertas adentro- apoyar una candidatura extrapartido, concretamente, la del presidente de la Junta de Gobierno, vicealmirante Wolfgang Larrazábal. Sin embargo, en Copei no hubo entonces una crisis por esa circunstancia. En 1963 algunos hubo pensaron que el partido socialcristiano debía apoyar -junto a AD- la posible candidatura del historiador tachirense Ramón J. Velásquez. Pero Caldera fue candidato por tercera vez, y no pasó nada internamente tampoco. En 1968, Caldera resultó aclamado como candidato presidencial y fue elegido Presidente de la República. En 1972, Caldera apoyó la candidatura de su exministro Lorenzo Fernández en contra de la de Herrera Campíns en un proceso lleno de traumas y dificultades, que llevaría a Copei a perder el gobierno frente a CAP. Pero luego, en 1978, Herrera Campíns fue el abanderado copeyano por consenso y Presidente de la República. En 1983 Caldera tuvo que enfrentarse al precandidato del gobierno, el también ex ministro Montes de Oca -quien después retiraría su nominación a instancias del Presidente Herrera-, y luego, en 1988, incluso perdió la lucha por la nominación presidencial frente a su ex delfín y pupilo Eduardo Fernández. No fue entonces la suya propiamente la trayectoria de un caudillo que todo lo imponía. Por el contrario, cuando le tocó enfrentarse a otros compañeros, a pesar de su máximo liderazgo y de su condición de fundador, lo hizo sin complejos. Y también tuvo dentro de su partido -al igual que Betancourt en AD y a diferencia de Chávez hoy día- interlocutores brillantes y preparados, con los cuales discutía los asuntos internos. Sólo sería en 1993 cuando se alejaría de Copei para ser el candidato triunfador de un variopinto frente electoral que él mismo denominó el chiripero.

   Luis Herrera Campíns fue todavía menos propenso al caudillismo. Esperó pacientemente su oportunidad, una vez que Caldera fue presidente. Aceptó, a pesar de haberla adversado dentro de Copei en 1982, una nueva candidatura presidencial de éste en 1983. Igualmente enfrentó internamente la de Eduardo Fernández en 1988 y la de Álvarez Paz en 1993, y sin embargo las apoyó posteriormente. No fue tampoco el suyo un comportamiento caudillista, sino exactamente todo lo contrario: fue más bien el anticaudillo contemporáneo por excelencia.

   Carlos Andrés Pérez si bien trató de ser en cierto momento un caudillo, finalmente desistió de la idea y más bien se comportó luego en el gobierno como la cabeza de un equipo gubernamental. Lo interno en AD, una vez que fue presidente, poco o nada le importó. Incluso llegó a gobernar en las dos ocasiones con gente que AD repudiaba abiertamente, como Diego Arria en 1974 o los Iesa boy’s en 1989. En 1978 no vio con simpatía la candidatura de Luis Piñerúa Ordaz, pero la apoyó luego. En 1983 respaldó la nominación de Jaime Lusinchi y en 1988 se impuso él mismo como candidato, luego de haber enfrentado al precandidato lusinchista, el senador Octavio Lepage, quien por cierto había sido ministro de su primer gobierno. En 1992 comenzaría su vía crucis político y, finalmente, en 1994 sería expulsado de AD. Tampoco fue entonces propiamente un caudillo de voluntad hegemónica que no tolerara el disenso. No tuvo, eso sí, interlocutores en AD, al menos como los que enfrentaron a Betancourt anteriormente.

   En cuanto a Jaime Lusinchi, el más intolerante de todos -hay que recordar sus continuos zarpazos contra la libertad de expresión, por ejemplo-, también tristemente recordado por la campante corrupción de su gobierno y algunos excesos personales, tuvo igualmente que resignarse a aceptar que AD eligiera a CAP como su sucesor, y no a Lepage, a quien prefería como ya se ha dicho. En este caso, el liderazgo de Pérez en las bases adecas pudo más que la indudable influencia del entonces presidente en los cuadros del partido de gobierno. Pero, de todos modos, aceptó su derrota interna.


LA PRENSA de Barinas (Venezuela)/ Martes, 19-09-2001




CAUDILLISMO COMO NUNCA

El comportamiento del máximo liderazgo civil y democrático -es decir, de quienes entonces ejercieron la Presidencia de Venezuela entre 1958 hasta 1998- dista mucho, como ya se ha demostrado en el artículo anterior, del caudillismo militarista y autoritario que hoy manda en el país.

Hubo, desde luego, perversiones antidemocráticas en ese período. Imposible negarlo, insisto, particularmente bajo los gobiernos de CAP  y de Lusinchi, cuando desde la Presidencia de la República se controló sin disimulo alguno al Congreso y a la Corte Suprema y -concretamente en el caso del segundo presidente- se practicó un ensañamiento pocas veces visto antes contra los medios y la libertad de expresión e información.

Lo que no hubo como ahora, reitero, fue la presencia atorrante en la Presidencia de la República de un caudillo prepotente, arrogante y dominante imponiéndose, impúdica y descaradamente, sobre los demás Poderes Públicos, es decir, el Legislativo y el Judicial, tal como lamentablemente acontece ahora. Tampoco estos últimos poderes -tan importantes constitucionalmente como el Poder Ejecutivo domiciliado en Miraflores- llegaron en ocasiones anteriores al grado de humillación, obsecuencia y degradación subalternas e indignas que hoy exhiben (cual peleles “institucionales”) ante el Presidente de la República. Porque si bien es cierto que en el pasado la designación de los demás Poderes Públicos (Legislativo y Judicial) obedecía a pactos interpartidistas, hubo casi siempre una relación de respeto y no de subordinación entre el presidente de turno y aquéllos, lo que no ocurre actualmente.

Igualmente hay que reconocer que el parlamento contadas veces renunció a su poder de fiscalización, control y discusión sobre la actividad del gobierno. Se procesaron numerosas denuncias de corrupción y el Congreso fue un abanico democrático donde se planteaban todas las opiniones. Incluso llegó a debatir y a autorizar el enjuiciamiento del presidente Pérez por corrupción, a solicitud de la antigua Corte Suprema de Justicia Y esta, en consecuencia, procesó y enjuició en 1993 al Presidente de la República en ejercicio, cosa que difícilmente pudiera ocurrir hoy ante una eventual denuncia contra el actual Jefe de Estado.

Los líderes democráticos entre 1958 y 1998 -con todos los defectos que puedan criticárseles- no ejercieron el caudillismo absoluto a la usanza del presidente Chávez. Compárese, a este respecto, la relación de este último con su partido. Numerosas veces lo ha despreciado públicamente y luego lo ha recogido epilépticamente, como si se tratara de una mujerzuela cualquiera, valga la comparación. El “comandante” nombra -él sólo y sin consultar a nadie- cuando le chá la gana a sus autoridades, dado que el MVR no ha realizado nunca la elección democrática de sus directivas, sino que ha apelado a un curioso sistema -la llamada metódica-, que no es otra cosa que el dedo único y todopoderoso del jefe del proceso, considerado infalible por sus partidarios. Eso que en el pasado se llamaba la democracia interna de los partidos no existe en el partido oficial, el cual se asemeja más a una tropa de soldados que sólo obedece a un sargento, y no a una institución política e ideológica que se respete a sí misma y tenga vida democrática propia.

Y todavía tienen el tupé de hablar de democracia participativa, ellos que no la practican puertas adentro. Tienen el descaro, incluso, de exigir internacionalmente algo que ni ellos mismos respetan y ejercen internamente. Mayor cinismo pocas veces se ha visto en un gobierno y su movimiento partidista. Les piden a los demás lo que ellos no son capaces de cumplir. Criticaban a la antigua CTV porque no elegía democráticamente por la base a sus autoridades... Y ellos, que nunca lo han hecho, con qué autoridad moral pueden exigir algo así. 

La razón de este caudillismo de hoy se explica por su formación militar. Como bien se sabe, en este mundo no se discute, sino que se manda y se obedece. Esa es su filosofía esencial. Los que están arriba mandan y los que están abajo obedecen ciegamente, sin preguntar ni oponerse. En ese ambiente se formó Chávez y de allí deriva -aparte de otras taras psicológicas- su vocación autoritaria y caudillista. El no viene de un partido político donde se discutía, se debatía y se confrontaban las opiniones. Por eso, precisamente, no tuvo ni tiene cultura democrática. No respeta la disidencia ni a su contendor, ni tiene claro el valor de la discusión ideológica y del debate enriquecedor. No tuvo tampoco la oportunidad de asistir a cursos de formación ideológica, ni participó en las luchas universitarias, batiéndose noblemente con sus adversarios en defensa de sus ideales, ni conoció los fragores de la lucha sindical, gremial o comunitaria-vecinal. Lo suyo fue obedecer y mandar, mandar y obedecer, aferrado siempre a un arma por toda idea y a una disciplina castrante como método de vida. No se le pueden, entonces, “pedir peras al olmo”. De allí que esa vocación autoritaria aberrante haya terminado matando a su propio partido, tal como pretende hacerlo también con el resto del país, para dar paso a un gobierno basado en el culto a la personalidad del caudillo, a su pensamiento único y al fundamentalismo irracional, todo ello a la más pura usanza fascista y comunista del pasado reciente.

Queda claro, además, que aquí ahora no hay autonomía ni independencia entre los Poderes Públicos. Lastimosamente, tanto el parlamento y el tribunal supremo, así como el consejo nacional electoral, el contralor, el fiscal y el defensor del pueblo -todos en minúsculas-, están subordinados al presidente de la República. Actúan como sus subalternos y no en un plano de igualdad y de respeto, tal como lo manda la Constitución, lo cual es otra contundente demostración del caudillismo absorbente y perverso que hoy arropa a todo el tejido institucional del país.

De allí que afirmar que hoy hay más caudillismo en Venezuela no es una hipérbole, sino una trágica e inequívoca realidad.

LA PRENSA de Barinas (Venezuela)- Martes, 26-09-2001