domingo, 20 de octubre de 2019

MILITARISMO Y CIVILISMO, A PROPOSITO DEL 18 DE OCTUBRE DE 1945

Rómulo Betancourt, presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, y Rafael Caldera, Procurador General de la República, junto a un grupo de civiles, luego del 18 de octubre de 1945.



Militarismo y petróleo
Militarismo y petróleo –este en auxilio del primero, ciertamente- pudieron marchar juntos durante casi treinta años ininterrumpidos, pero sin que el llamado oro negro significara progreso, bienestar y desarrollo para el empobrecido pueblo venezolano de aquel entonces. Todo lo contrario: el petróleo sólo sirvió para enriquecer a las compañías norteamericanas que lo explotaban y, por supuesto, al gobierno, es decir, al jefe único y su cúpula, sobre todo a la élite militar que le servía de apoyo. En estas condiciones era absolutamente comprensible que aquella tiranía se prolongara en el tiempo, sin mayores amenazas serias y sin que los leves arañazos de alguna que otra montonera armada o de las inofensivas algaradas estudiantiles de 1928 lo conmovieran de alguna manera.

Así se cumple un siglo durante el cual Venezuela fue “una República de generales-Presidentes”, según la atinada calificación de Rómulo Betancourt (2). Son cien años de dominio militar y militarista. Y aún así, la década siguiente todavía será dominada por dos militares, López Contreras y Medina Angarita, quienes a pesar de su tolerancia y amplitud no se atrevieron a implantar una democracia verdaderamente popular. Más bien se pronunciaron por una evolución lenta y gradual hacia el sistema democrático, pero, en el fondo, temerosos de entregarle al pueblo su derecho a elegir los gobernantes mediante el sufragio directo, universal y secreto. Hay que recordar, a este respecto, que ambos fueron electos mediante el sistema electoral de segundo grado que heredaron de Gómez. Su sostén institucional fue entonces la institución militar y su doctrina se basó en un bolivarianismo difuso y militarista. Asumieron, además, un criterio cerrado y discriminatorio: ambos creían que para ser Presidente de Venezuela era necesario cumplir la ecuación militar y andino.

Ese extraño maridaje cívico-militar que hace posible la caída de Medina Angarita
Vendrá después el trienio cívico-militar iniciado el 18 de octubre del 1945, cuando se produce la alianza entre un grupo de jóvenes oficiales tan ambiciosos como audaces y otro grupo de dirigentes civiles de iguales condiciones. Ese extraño maridaje cívico-militar que hace posible la caída de Medina Angarita abrirá, sin embargo, un largo paréntesis militarista en nuestra historia moderna, atenuado al principio por la imposición del liderazgo civil de Betancourt como presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, pero definitivamente restaurado a la caída de Gallegos.

No obstante, en aquellos tres años se producirán importantes reformas institucionales, entre ellas -la más trascendente, sin duda-, el establecimiento del sufragio popular directo, universal y secreto para elegir al Presidente de la República, los miembros del Congreso y de las Asambleas Legislativas de los entidades federales. Mientras tanto, los civiles y militares coaligados en función de gobierno piensan que utilizan para sus fines al socio de aquel ensayo cívico-militar, y solo están a la espera de desembarazarse del aliado en cuestión. Se trata de una lucha soterrada entre un civilismo que menosprecia a los militares y un militarismo que desprecia a los civiles. La dirigencia civil de AD no propiciará una real democratización de la institución armada, y esta, a su vez, desconfiará acerbamente de las tendencias hegemónicas que afloran sin recato alguno en aquel partido.

Como era de preverse, al final saldrán ganando los militaristas. Apenas soportarán nueve meses del fugaz gobierno del civilista Rómulo Gallegos. Lo derrocarán el 24 de noviembre de 1948 mediante un golpe de Estado que ejecutan las Fuerzas Armadas Nacionales como institución, sin que se dispare un tiro en todo el país, mientras el mundo civil, dividido y anarquizado, se repliega impotente. Así se iniciará la década militar que culminará el 23 de enero de 1958, con la caída de la dictadura de Pérez Jiménez. Sin embargo, una vez derrocado Gallegos, Delgado Chalbaud mantendrá sus conexiones con el mundo civil no adeco, a los fines de llevar al país a un nuevo proceso electoral. Este proyecto del presidente de la Junta Militar se frustrará con su asesinato en 1950.

El coronel Marcos Pérez Jiménez, líder único e indiscutido de la institución castrense.
Comenzará a acentuarse en ese mismo momento el militarismo más radicalizado, encabezado por el coronel Marcos Pérez Jiménez, líder único e indiscutido de la institución castrense. El militarismo perezjimenista formaba entonces parte del destino manifiesto del que se sentían depositarias buena parte de las Fuerzas Armadas latinoamericanas, con muy escasas excepciones. El influjo del gobierno militarista, populista y fascista del general Juan Domingo Perón en Argentina fue un poderoso estímulo para que surgieran varias dictaduras en el continente, apoyadas luego por el gobierno del general Eisenwoher, presidente de los Estados Unidos en la década de los años cincuenta.

El general Pérez Jiménez, apoyado por las Fuerzas Armadas Nacionales como institución privilegiará entonces la profesión de las armas y hacia ella convergerán amplios sectores de la próspera clase media del momento. Bajo su gestión, las Fuerzas Armadas reciben un decidido impulso modernizador, a la sombra de una bonanza económica sin precedentes, las excelentes relaciones con Estados Unidos, los precios petroleros favorables, el auge capitalista de entonces y el afán obsesivamente constructor del propio jefe del gobierno.

Pero la fase militarista también se desarrolla, como es lógico, bajo la crítica contumaz contra los partidos y la democracia, sustituidos ahora con la prédica permanente de “la unión entre las Fuerzas Armadas y el pueblo”, la misma canción que escucharemos los venezolanos medio siglo después. El discurso militarista niega los avances del civilismo en cualquier terreno y condena la política como actividad de servicio público, mientras satura todos los niveles gubernamentales con una presencia exagerada de oficiales altos y medios.

El gobierno presidido por Pérez Jiménez será esencialmente estatista, desarrollista y militarista, todo ello en función del objetivo fundamental: la transformación del medio físico. De allí deriva la característica constructora del régimen, objetivo que privilegia por encima de los otros, al tiempo que ofrece paz y progreso. El militarismo desarrollista tiene, por supuesto, su propio complejo de superioridad: su labor es responder a las necesidades materiales fundamentales de la comunidad nacional, pero imponiéndose sobre los ciudadanos desde el sitial de fuerza que usurpan, mientras dicen servir a una nación de débiles, sin capacidad para saber lo que les conviene y mucho menos para gobernarse a sí mismos.

Así transcurrirá casi todo el período dictatorial hasta que, en sus últimos meses, Pérez Jiménez empieza a dar muestras de querer continuar ejerciendo el poder, pero de manera personal y no en nombre de las Fuerzas Armadas, como había sido hasta entonces. Será en ese momento cuando se comience a agrietar el apoyo militar al tirano. Quiere decir, obviamente, que el carácter militarista de aquél régimen estuvo dado, no sólo por la concepción personal que al respecto sostenía su jefe, sino, además, por la propia concepción que -como institución- tenían sobre el particular las Fuerzas Armadas.

El paso siguiente fue la caída de Pérez Jiménez, severamente erosionado en su base de apoyo militar y, desde luego, cuestionado por la mayoría de sus compatriotas. Pero el saldo para los militares también será negativo: ante la opinión pública aparecerán como culpables de los desafueros cometidos por la dictadura. Sin embargo, la insurgencia

de enero de 1958 rompió aquel esquema y, consecuencialmente, obligó a los altos mandos militares a retirarle al dictador el apoyo que venían prestándole desde hacía 10 largos años. Había entonces un indiscutible rechazo generalizado hacia la institución castrense que sólo el tiempo se encargaría de restañar, aunque –ciertamente- de manera bastante expedita.

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(2)Rómulo Betancourt, "Venezuela, política y petróleo", Editorial Senderos, Bogotá, 1969, página 903.

(Tomado de mi libro "Orígenes ocultos del chavismo. Militares, guerrilleros y civiles", Editorial Libros Marcados, Caracas, 2006)


El coronel Carlos Delgado Chalbaud, ministro de la Defensa, y el presidente Rómulo Gallegos. El primero derrocaría al segundo mediante un golpe de Estado el 24 de noviembre de 1948.