El llamado entonces "Espíritu del 23 de enero de 1958", reflejado en esta foto histórica: de izquierda a derecha Rafael Caldera, líder del Partido Social Cristiano Copei, Rómulo Betancourt, líder de Acción Democrática, Jóvito Villalba, líder de Unión Repúblicana Democrática, Gustavo Machado, líder del Partido Comunista de Venezuela y el periodista Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica de 1958.
EL ESPÍRITU DEL 23 ENERO
La epopeya civilista (1958)
(Tercer Capítulo del libro de Gehard Cartay Ramírez Orígenes ocultos del chavismo. Militares, guerrilleros y civiles, Editorial Libros Marcados, Caracas, 2006)
La unidad nacional
Nunca antes en la historia
venezolana -con excepción del 5 de julio de 1811- se había registrado un
ambiente de unidad nacional como en la fecha del 23 enero de 1958. El país se
sobrepuso a sus divergencias políticas e ideológicas con una facilidad pasmosa.
La razón se supone que estriba en el deseo indiscutible de marchar hacia
adelante, sin detenerse en razones ideológicas y doctrinarias.
La sola integración de la Junta Patriótica
es un ejemplo de la veracidad de tal afirmación. Allí confluyeron jóvenes
líderes de AD, URD, COPEI, PCV e independientes, todos absolutamente
comprometidos en la tarea de derrocar la dictadura. Su gesto, desde luego, no
fue de ninguna manera el desarrollo de una estrategia de lucha de largo
alcance, sino un pronunciamiento que se produjo cuando ya las condiciones clamaban, a viva voz, que los días de Pérez
Jiménez estaban contados. Y sea dicho esto sin desmedro de la valiente actitud
de quienes la integraban.
No hay que olvidar que Venezuela
venía entonces de hondas fracturas de todo tipo. Si bien es cierto, por
ejemplo, que en 1936 hubo un ambiente parecido, en aquel momento la tradición
autoritaria -personificada por la tiranía gomecista- tuvo una repercusión de
tal trascendencia que impidió a sus promotores (entre ellos, al joven líder
popular Jóvito Villalba) plantear exigencias de mayores montas, entre ellas, la
convocatoria a una Asamblea Constituyente. Nueve años después se produjo el
golpe de estado de octubre de 1945. Esa circunstancia, sin embargo, dividió al
país en bandos prácticamente irreconciliables, incapaces de forjar
posteriormente una unidad táctica para enfrentar con éxito la dictadura
perezjimenista. Sería el pueblo -generalizando en todo sentido la definición
del término- quien habría de unir planteamientos y métodos de lucha.
Visto con la frialdad de la
distancia histórica, resulta ridículo que alguien -entonces o después- pudiera
abrogarse el protagonismo del 23 enero de 1958. Igual ocurrirá treinta y un
años más tarde, cuando explote el Caracazo.
Son, sin duda, insurgencias comunitarias, no prevenidas ni organizadas, sino
auténticos movimientos populares que cada cierto tiempo -al igual que los
terremotos y otros movimientos
telúricos- brotan para que no se olvide que el pueblo también es protagonista,
por encima de sus dirigentes o de quienes afirman serlo.
Pero en 1958, a diferencia de
1936, el movimiento popular produjo un auténtico ambiente de unidad nacional.
Alguien podría plantear que históricamente los conductores políticos del
momento indujeron a tal propósito, pero no es verdad. Fue, ciertamente, al
revés. Sucedió que a la par que el
pueblo, como sujeto colectivo, abría senderos de lucha, sus dirigentes también
lo hacían. Y ello porque todos venían de un proceso de profunda reflexión autocrítica.
En su primer discurso a la
Nación, por ejemplo, el contralmirante Wolfgang Larrazábal, Presidente de la
Junta de Gobierno advirtió claramente
cómo el protagonismo del pueblo era el que había logrado la caída del régimen.
“El carácter nacional de la hora que vivimos -afirmaba en su alocución- se
comprende en todo su alcance cuando sabemos que la Junta de Gobierno y la
autoridad que ella ejerce no son el fruto de una conspiración singular, ni de
la hazaña de un partido determinado, ni del predominio de una clase social, ni
de la presión de grupo parcial alguno, sino la culminación de un estado
colectivo de conciencia que aglutinó, para una acción concurrente, a todos los
factores civiles y militares, animados de un espíritu sano para pensar y de una
voluntad honesta para actuar”(1).
Rómulo Betancourt también lo
plantearía sin esguinces y con indudable antelación futurista como una
estrategia sensata y realista en su libro Venezuela,
política y petróleo, escrito
durante su tercer exilio, al insistir en
la necesidad de producir un esfuerzo unitario capaz de aglutinar al pueblo
detrás del objetivo de restaurar la democracia. “Estamos convencidos -escribió
entonces- de que será posible estabilizar en nuestro país gobiernos de derecho,
nacidos del sufragio libremente emitido, si en el futuro se aplica, por los
partidos nacionales (Acción Democrática, Unión Republicana Democrática, COPEI y
por los que pudieran fundarse en el porvenir), así como por los demás sectores
organizados de la colectividad, -y aquí cita una frase textual de Huxley- una política por lo menos no tan suicida
como la que seguimos en el pasado. En lo que a AD se refiere, hemos analizado
nuestros propios errores, y los ajenos, y por lo que nos corresponde estamos
seguros, plenamente seguros, de no reincidir en ellos”(2). Y ya presidente,
precisamente en su discurso de toma de posesión pronunciado el 2 de febrero de
1959, lo reafirmaría con estas singulares palabras: “Derrocado el despotismo,
Venezuela demostró, en forma que desmantela definitivamente la tesis acerca de la vocación anarcoide de
su pueblo, elaborada por sociólogos improvisados al servicio de las dictaduras, su capacidad para el disfrute y
ejercicio de las formas democráticas de gobierno y de vida. Demostró ser vieja en los usos de la sociedad civil, como lo decía el Libertador Bolívar
en su Carta de Jamaica...”(3)
Rafael Caldera, otra figura
estelar de 1958, y también después dos veces electo Presidente de Venezuela,
ofrece un testimonio similar en su último libro Los causahabientes: De Carabobo a Puntofijo: “Muchas enseñanzas
ofreció a los dirigentes del país, el trayecto transcurrido desde el 18 de
octubre de 1945 hasta el 23 de enero de 1958. Entre las más importantes fue la
de que los luchadores políticos que se combatieron encarnizadamente y que se
negaban el uno al otro el pan y la sal, comprendieron que con sus interminables
controversias comprometían la estabilidad institucional, olvidando que tenían
algo en común que cuidar y era no solamente la integridad y la salud de la
patria, sino la libertad, ese don precioso que una vez perdido es difícil de
reconquistar y que demanda, para su mantenimiento, un acuerdo básico, un
principio de solidaridad. En las cárceles de la dictadura, en los caminos del
exilio, en las calles de la persecución y del atropello, los adecos, los
copeyanos, los comunistas, los dirigentes de todos los colores y de todas las
tendencias se encontraron, padeciendo la misma desgracia, y se comprometieron a
luchar para que esta situación humillante no volviera a repetirse más”. Y
agrega que, por todo esto, “en el ánimo
colectivo se vio brotar un sentimiento fundamental para conquistar el porvenir:
la negación del odio, el propósito de entendimiento, la conciliación
indispensable para fundar las bases de una Venezuela mejor”(4).
El testimonio del escritor y
político Arturo Uslar Pietri también apunta en esta misma dirección, al
declarar -a su salida de la Cárcel Modelo de Caracas- la madrugada del 23 de
enero de 1958: “Esta noche estamos viviendo horas de una inmensa importancia
histórica. Acaba de ocurrir algo que escasamente tiene precedente en toda la
agitada historia de nuestro país. Un país entero en todas sus clases sociales,
en todas sus tendencias de opinión, se ha puesto de pie como un solo hombre,
para decir cívicamente: No queremos y no estamos dispuestos a soportar
tiranías”(5).
También el después presidente Luis Herrera Campíns opina en sentido similar. En un ensayo titulado Transición política, publicado en ocasión del vigésimo aniversario del 23 de enero de 1958, el político socialcristiano define a este último como “una conjunción de factores humanos, sociales, económicos y políticos (que) permitió que el país se quitara de encima el yugo arbitrario”. E insistiría más adelante que “1958 fue posible porque hubo compartimiento general de voluntades en torno al objetivo estratégico y la combinación de tácticas confluyentes que permitieron la presencia de fuerzas disímiles para lograr el derrocamiento de la dictadura”(6).
Hubo, desde luego, dentro de aquel ambiente de unidad nacional -bautizado entonces como el espíritu del 23 de enero- algunas notas discordantes en torno a la velocidad o la profundidad de los cambios. Pero el propósito central era el mismo y, lo que es más importante aún, la tónica la daba el propio pueblo actuando como sujeto colectivo. Por eso, afortunadamente, no tuvieron éxito las tendencias más extremistas que se agitaban dentro de AD y el PCV, ni tampoco las corrientes de derecha incrustadas en las Fuerzas Armadas. El hecho de que entre ambas no existiera comunicación, sino, por el contrario, un profundo antagonismo contribuyó de manera fundamental a que ninguna se impusiera, aparte, por supuesto, de la escasa o ninguna fuerza popular que representaron en ese momento. Eran, en verdad, núcleos excesivamente minoritarios, sin fuerza de calle, sin audiencia y con una casi nula capacidad de convocatoria.
La otra gran verdad histórica es la de que las Fuerzas Armadas, como institución, sólo actuaron cuando ya no tuvieron a la mano más excusas para seguir apoyando a Pérez Jiménez. Los comandantes de fuerza que finalmente acceden a dar el golpe de estado, indudablemente presionados por el pueblo, son los mismos que el dictador había designado pocos días antes, por lo que se supone que eran gente de su entera confianza. Y la misma figura de Wolfgang Larrazábal Ugueto -un militar ajeno a la polémica, acomodaticio y sumamente simpático que nunca se enfrentó al entonces Presidente de la República- es la mejor demostración de que la institución armada sólo actuó obligada por aquellas extraordinarias circunstancias, en medio de la entonces insoportable podredumbre política, social y económica que hizo naufragar al régimen dictatorial.
Unido a lo anterior, hay que destacar el deterioro de la situación económica durante los dos últimos años de la dictadura. La verdad es que, en términos generales, el crecimiento económico bajo el gobierno perezjimenista se debió fundamentalmente al gasto público. Esto fue lo que permitió la política pantagruélica de grandes obras públicas, mientras los sectores agrícolas y manufactureros se deprimieron notablemente. Pero, ciertamente, el gasto público distorsionó gravemente el crecimiento alcanzado en esta etapa, al concentrarse aquel en grandes obras de vialidad y en el inicio de las industrias siderúrgica y petroquímica. Lamentablemente, otros sectores de la producción y áreas fundamentales como la educación, la salud y los servicios públicos, no obtuvieron un tratamiento similar. La consecuencia no podía ser otra sino el deterioro educativo y sanitario, la proliferación de cinturones marginales urbanos y el aumento del desempleo, cuya tasa estaba por el orden del ocho por ciento para 1957. Toda esta situación, unida al progresivo deterioro de los precios petroleros a partir de 1956, contribuyó rápidamente al desgaste del gobierno y del crecimiento del descontento popular en los meses previos a la caída del régimen. Lógicamente que los sectores más golpeados fueron las clases humildes y, en cierto, modo, la siempre crítica clase media.
El actor fundamental, por tanto, fue el pueblo. La Junta Patriótica -cuyo papel fue tan importante- no tuvo empacho en reconocerlo en uno de sus primeros comunicados, una vez derrocada la tiranía: “Así tenemos que fue el pueblo de Venezuela en toda su integridad quien derrocó la dictadura”(7).Y esa, y no otra, es la verdad histórica. Acaso el 23 de enero de 1958 sea una de las pocas veces donde el pueblo venezolano asumió su propio protagonismo. En otras ocasiones, la falsedad de historiadores inescrupulosos e interesados le asignaron roles que nunca tuvo en verdad. Así sucedió, por ejemplo, en la desgraciada etapa de la Guerra Federal o en los bufos comicios electorales convocados desde 1830 hasta 1947. En esas ocasiones el pueblo fue el gran invocado pero nunca pasó de ser el eterno convidado de piedra.
El 23 de enero 1958 las cosas cambiaron y el pueblo esta vez sí fue el verdadero y principal actor de aquellas jornadas.
La tarea de Wolfang Larrazábal
Sin proponérselo, obra de la más absoluta casualidad, el contralmirante Wolfang Larrazábal (8) entró en la historia venezolana la madrugada del 23 de enero de 1958, al ser escogido por sus compañeros de armas para presidir la Junta Militar de Gobierno que sustituyó a Pérez Jiménez. La razón fundamental no fue otra que su antigüedad como oficial. No en balde se trata del único militar del siglo XX venezolano que firmó, consecutivamente, las actas de instalación de las tres Juntas Militares surgidas a raíz de los golpes de estado de 1948, 1952 y 1958.
Hombre simpático, bonachón,
dotado de un gran carisma popular, sin mucho brillo intelectual y de modestos
orígenes, Larrazábal cumplió a cabalidad el papel que le asignaron en ese
difícil año que fue 1958. La verdad es que presidió aquella fugaz transición
con gran dignidad, rodeado de un gabinete ministerial integrado por figuras de
prestigio(9), hábilmente asesorado por políticos brillantes y veteranos, y
apoyado, además, en un impresionante respaldo de las masas populares que, paradójicamente,
no logró aglutinar para triunfar en las siguientes elecciones presidenciales,
en las cuales llegó segundo tras la candidatura ganadora de Rómulo Betancourt.
Sus 10 meses de gobierno fueron,
sin embargo, convulsos y difíciles, producto de la marejada popular que trajo
consigo la caída de la dictadura, la cual, por cierto, no fue la resultante de
un típico golpe de estado, sino más bien de una suerte de rebelión popular light. Anótese, además, a este respecto, la particularidad de que
los partidos políticos no tuvieron participación organizada y activa en los
hechos que derrocaron a la dictadura.
Las razones han sido anotadas páginas atrás. Y esto es tan cierto que cuando se
desencadenan los hechos, sus líderes fundamentales (Betancourt, Caldera y
Villalba) estaban en Nueva York y
apenas sus dirigentes más jóvenes habían tenido una actuación importante en los
últimos días del gobierno perezjimenista. De modo que las jornadas populares
fueron espontáneas y silvestres, sin dirección vertical y precisa. Esto, desde
luego, presionó a los militares a apurar el golpe de estado del 23 de enero.
Tal vez la designación de
Larrazábal como Presidente de la
Junta de Gobierno influyó en que los cauces no se desbordaran
en los turbulentos meses siguientes, como ciertamente aspiraba el sector
extremista del PCV. Larrazábal fue escogido, como ya se ha anotado, por ser el
militar de más alta graduación el 23 de enero de 1958, pero, además, por no ser
un oficial controversial o polémico. Por lo demás, los militares que en un
primer momento integraron la
Junta de Gobierno fueron oficiales que hasta última hora
guardaron fidelidad a Pérez Jiménez(10), sin real liderazgo en los medios
castrenses y aparentemente sin ambiciones de perpetuarse en el mando. Los que
sí encabezaban tendencias dentro de las Fuerzas Armadas, bien sea de derecha o
de izquierda, estaban en prisión o en el exilio por las conspiraciones
descubiertas y fracasadas en los primeros días de enero.
Mientras tanto, desde Nueva York
llegan noticias de una interesante reunión celebrada entre Rómulo Betancourt,
Jóvito Villalba y Rafael Caldera. El
Nacional del 24 de enero los muestra en una fotografía donde aparecen
sonrientes, brindando con champaña por la caída de la dictadura. Un joven y
apuesto Caldera mira a la cámara con su mejor sonrisa, mientras Villalba,
complacido, observa la copa en manos del líder socialcristiano y Betancourt,
más zamarro y serio, dirige también su mirada de profundidad más allá del
fotógrafo, se diría que hacia los lectores. La imagen, en cierto modo,
reflejaba lo que sería el devenir político y electoral de los meses y años siguientes.
La Junta de Gobierno ofreció en su primer comunicado a la opinión pública mantener el orden, la tranquilidad y la armonía de todos los sectores sociales; plenas garantías de respeto a la ley y la justicia; convocar elecciones libres; libertad a los presos políticos y anulación del pase a retiro de los oficiales que participaron en las conspiraciones de enero de 1958(11).
La Junta de Gobierno ofreció en su primer comunicado a la opinión pública mantener el orden, la tranquilidad y la armonía de todos los sectores sociales; plenas garantías de respeto a la ley y la justicia; convocar elecciones libres; libertad a los presos políticos y anulación del pase a retiro de los oficiales que participaron en las conspiraciones de enero de 1958(11).
Acto seguido, la Junta Militar se
transforma en Junta Cívico-Militar, al ser incorporados los civiles Blas
Lamberti y Eugenio Mendoza en
sustitución de los coroneles Abel Romero Villate y Roberto Casanova, quienes
salen expulsados hacia Curazao. La violencia se apodera de las calles. Una
multitud enardecida asalta e incendia el edificio de la tenebrosa Seguridad
Nacional, así como las instalaciones del diario oficial El Heraldo. Son saqueadas igualmente las residencias de Pérez
Jiménez, Llovera Páez y Vallenilla Planchart y lo mismo sucede con las casas de
los personeros importantes del recién caído gobierno dictatorial en el interior
del país.
La situación obliga a la Junta de Gobierno a tomar
rápidas medidas contra los elementos corruptos de la tiranía, empezando por el
propio Pérez Jiménez. “Es un hecho público y notorio -afirma en el
Decreto No. 28 del 6 de febrero de 1958- que durante la permanencia en el poder
del régimen depuesto por el reciente movimiento cívico militar, se dispuso
ilegalmente de los bienes nacionales, se usó indebidamente de las influencias
oficiales para el enriquecimiento ilícito y además se cometieron diversos
delitos contra la cosa pública”, y siendo que “el sistema personalista que
imperó en el país hace recaer principalmente en el ex Presidente de la República la
responsabilidad de los referidos hechos”, la Junta dispone que, “sin perjuicio de las acciones
y derechos que corresponden al Estado y a los particulares contra cualquier
funcionario de acuerdo con el ordenamiento jurídico vigente, se ocupen
preventivamente todos los bienes que aparezcan a nombre de quien ejerció la Presidencia de la República durante el
lapso comprendido entre el 19 de abril de 1953 y el 22 de enero de 1958”. Del cumplimiento de
tal decisión queda responsabilizado el
Procurador General de la
República, con lo cual, a su vez, se da inicio al juicio de
extradición del ex dictador que se le
seguirá implacablemente en los próximos tres años. También se iniciarán las
investigaciones de los ministros, gobernadores y demás altos funcionarios del
anterior régimen en todo cuanto se refiera a delitos contra la cosa pública.
Larrazábal tiene igualmente que
enfrentar las agudas divisiones que afectan al frente militar. Hay fuertes y no
disimulados enfrentamientos entre las
tendencias liderizadas por el teniente coronel Hugo Trejo y el general Jesús
María Castro León. Este último, en particular, asume la defensa integral y
absoluta de los militares frente a lo que él denomina “campañas de tutelaje y
de depuración” contra los oficiales, al tiempo que exige que los civiles no se
inmiscuyan en las Fuerzas Armadas. Como quien lo dice es nada menos que el
Ministro de la Defensa,
cunde entonces lógicamente la
preocupación entre los sectores democráticos. El presidente Larrazábal se mueve
hábilmente para tranquilizar los ánimos y decide entonces resolver la situación
mediante una inteligente maniobra en dos tiempos: por ahora -apoyado en el
ministro Castro León y los militares miembros de la Junta- enfrentará a Trejo
ofreciéndole la cárcel o una embajada. El joven militar optará por esta última
y sale hacia Costa Rica. El próximo defenestrado será Castro León, mes y medio
después.
Desde principios de febrero han
comenzado a retornar los líderes exilados. Primero llegará Villalba, luego
Caldera y después Betancourt. Son
recibidos por multitudes delirantes, integradas por militantes de todos los
partidos. Hay en verdad un ambiente unitario impresionante y en este aspecto
son insistentes los discursos de los que retornan. El contralmirante Larrazábal
los recibe en Miraflores y se reúne frecuentemente con todos ellos.
Mayo será un mes particularmente
tumultuoso en aquel país tan sensible y agitado. El punto de ebullición lo
pondrá la visita del entonces vicepresidente de Estados Unidos, Richard Nixon,
quien viene de una accidentada gira por diversos países latinoamericanos, en
cada uno de los cuales su presencia fue también
violentamente protestada. Y
Caracas no será la excepción. En aquel momento el anterior favoritismo
descarado de EEUU hacia las dictaduras latinoamericanas era rechazado
abiertamente por el continente suramericano. Los sectores universitarios
venezolanos serán los promotores del abierto rechazo al visitante,
desencadenándose varias manifestaciones violentas que a duras penas logran
controlar los cuerpos policiales. La situación es de tal gravedad que el
gobierno del presidente Eisenhower exige a la Junta garantías de seguridad a la vida de Nixon,
luego de que el vehículo de este fuera apedreado y él mismo escupido por
iracundos manifestantes. Mientras tanto, mil infantes de la Marina estadounidense merodean por el Caribe, luego
de los problemas que ha traído la gira de mister
Nixon. Se habla, incluso de una pronta invasión. Al final, cuando los ánimos se
apaciguan y Larrazábal controla la situación, el mismo presidente venezolano
despedirá al líder norteamericano en el aeropuerto de Maiquetía. Lo que sí es
cierto es que buena parte de los venezolanos le han cobrado así al gobierno de
Estados Unidos su apoyo irrestricto durante largos años al dictador
recientemente depuesto.
En mayo saldrán de la Junta de Gobierno los dos
civiles. Se habla de un abierto enfrentamiento con el Presidente de la misma.
La verdad es que ambos se sienten atemorizados por el giro izquierdista de los acontecimientos y la
frivolidad con que, casi siempre, asume los asuntos de gravedad el
contralmirante Larrazábal(12). Son sustituidos por otros dos independientes de
prestigio: Arturo Sosa, hijo, y Edgar Sanabria, quien venía fungiendo como
secretario.
En junio caerá Castro León, la
otra cabeza de la conspiración militar. El entonces Ministro de la Defensa no
compartía la política de Larrazábal frente a los partidos políticos,
particularmente AD y el PCV. Era partidario de una línea más dura e
intransigente, motivado por su animadversión hacia Betancourt, y también
ferviente creyente de la tesis militarista
dentro de las propias Fuerzas Armadas. De allí que pensaba que debía
constituirse una nueva Junta de Gobierno, integrada por civiles y militares,
pero con abierta preponderancia de estos últimos.
El historiador y ex
presidente Ramón J. Velásquez afirma en
su libro ya citado que se hablaba en esos días de un pliego entregado por
Castro León a la Junta
de Gobierno con cuatro exigencias categóricas: “1) supresión de AD y del PCV;
2) censura de prensa; 3) aplazamiento por tres años de elecciones y 4) formación
de un nuevo gobierno, de acuerdo con las Fuerzas Armadas”(13). El presidente
Larrazábal, la Junta
y los ministros se trasladan a Macuto, a fin de apoyarse en las fuerzas
navales, ante cualquier eventualidad, mientras en Caracas civiles armados
registran la residencia particular de Betancourt, otros detienen a Fabricio
Ojeda, Enrique Aristiguieta Gramcko, Guillermo García Ponce y Antonio Requena,
miembros de la Junta
Patriótica, y los conducen al Palacio de Miraflores,
controlado por los alzados. Mientras tanto, estudiantes y gente del pueblo
toman las calles en concurridas manifestaciones de apoyo a la Junta. Castro León
intenta negociar y llama a la sede ministerial a Jóvito Villalba y a Rafael
Caldera. Pero política y militarmente está aislado, pues los comandantes del
Ejército, la Fuerza Aérea
y la Marina
están al lado de Larrazábal. A las pocas horas renuncia al ministerio y sale al
exterior, acompañado de algunos de sus seguidores.
Sin embargo, el frente militar no
se tranquilizará todavía. En septiembre estallará otra conspiración encabezada
por los tenientes coroneles Moncada Vidal y Ely Mendoza, quienes habían sido
expulsados a raíz de la insurgencia de Castro León. El movimiento golpista, a
pesar de tener amplias ramificaciones, no tuvo éxito y fue dominado con
relativa facilidad.
Cabe destacar que una gran
manifestación popular en El Silencio el día ocho de septiembre sirvió de justa
protesta contra el golpismo. Allí
intervinieron como oradores Gustavo Machado (PCV), Rómulo Betancourt (AD),
Rafael Caldera (COPEI), Fabricio Ojeda (Junta Patriótica) y el dirigente
sindical Gustavo Lares Ruíz. Por su parte, Larrazábal anunciaría a la Nación que los militares
golpistas serían degradados públicamente y enjuiciados por traidores a la
patria.
Las elecciones de 1958
La promesa de elecciones cuanto
antes se cumpliría al pié de la letra.
Con ese propósito, tan temprano como el 1o. de marzo se instalaría la comisión
redactora del Estatuto Electoral, presidida por el doctor Rafael Pizani, recién
llegado del exilio(14). En mayo ya está listo el proyecto en cuestión, siendo
promulgado inmediatamente por Larrazábal. Simultáneamente cada partido reinicia
sus tareas reorganizativas y proselitistas, en medio de un ambiente contagioso
y festivo.
Comienzan entonces a sonar los
nombres de posibles candidatos presidenciales. Las apariencias unitarias se
mantienen cuidadosa e hipócritamente, al mismo tiempo. En agosto ya se habla de una candidatura unitaria de todos
los partidos, un proyecto utópico e inviable, destinado a fracasar desde sus
inicios. Pero el sainete se monta y se mantiene como una esperanza ante aquel
país donde la unidad está tan de moda en esos días.
La dificultad estriba en que se
pretende conseguir un venezolano símbolo de todas las virtudes ciudadanas y
que, al mismo tiempo, tenga un amplísimo consenso nacional. Se trata, en
verdad, de una misión imposible. Sin embargo, será un grupo de eminentes profesores universitarios quienes planteen
primero a Rafael Pizani como ese posible candidato presidencial. En cambio,
representantes de las fuerzas económicas proponen a José Antonio Mayobre, un
destacado economista, mientras maestros y estudiantes asoman la candidatura de
Julio de Armas, médico y ex rector de la UCV. Los partidos URD y COPEI, por su parte,
mencionan el nombre de un eminente venezolano, el doctor Martín Vegas, pero
encuentra el rechazo de AD, que maquiavélicamente les propone -sin apoyarlo de
verdad- la candidatura de Larrazábal, asesorado por una especie de consejo de
gobierno a la suiza, cuestión que, a su vez, aceptan los primeros. En realidad,
los partidos tratan de ganar tiempo para lanzar, a la postre, sus respectivas
candidaturas.
Inicialmente, por los lados de
los partidos AD, URD y COPEI, quienes pueden ser sus abanderados fingen desinterés
o simplemente guardan prudente silencio. Betancourt opta por lo primero y
Caldera y Villalba por lo segundo. El ex presidente y líder de AD anuncia
solemnemente -en el gigantesco mitin que lo recibió apenas llegó al país- que
“viene animado de los más limpios propósitos” y anuncia que al terminar aquel
acto iría al cementerio, “donde sobre la tumba de sus padres y de sus
compañeros muertos en la lucha, juraría ser un hombre sin ambiciones personales
ni deshonestas”(15).
Pero tales son palabras que nadie
cree. Betancourt viene resuelto a ser presidente -esta vez por el voto
popular-, y con la zamarrería y habilidad que nadie le negaría nunca construirá
su propia candidatura. Primero vencerá los obstáculos dentro de su mismo
partido, y luego derrumbará los muros de la amplia desconfianza que su figura
despierta en muchos sectores del país. Internamente, debe enfrentar la
insurgencia de los jóvenes adecos, entonces marcadamente impregnados por el
marxismo. Muchos de ellos ni siquiera conocen personalmente a Betancourt. Pero
lo sienten ya como un político entregado al reformismo, sin aliento
revolucionario, demasiado contemporizador y calculador, todo lo cual es
rigurosamente cierto. Será esa la camada que luego dividirá a AD y fundará al
MIR, liderizados por su mentor Domingo Alberto Rangel. Por si fuera poco, el ex
presidente Rómulo Gallegos -en declaraciones a El Nacional del 11 de octubre de 1958- se pronuncia por la
candidatura de Larrazábal, quien, a su juicio, debe encabezar un gobierno
coaligado entre AD, URD y COPEI.
La Convención Nacional del
partido, reunida del 10 al 17 de agosto, será el escenario de fuertes
enfrentamientos, no sólo por razones doctrinarias, sino también por la pugna
existente entre la llamada vieja guardia
y la generación emergente. Pero el tema realmente candente será el de la
candidatura. Son tales los debates y tan interminables que la Convención
concluye autorizando entonces a una
instancia más reducida -el llamado Comité Directivo Nacional- para que resuelva
lo conducente. Y será en este cenáculo, celebrado los días 11 y 12 de octubre,
donde sin tropiezos resulta escogido Betancourt como el candidato presidencial
de AD. Su candidatura, sin embargo, quedaba condicionada si surgía la tan
manoseada “candidatura única”, al tiempo que advertían la necesidad de que el
próximo gobierno “se articule, en todo caso, en torno a un programa unitario y
de un régimen de coalición, con adecuada representación de los partidos
políticos y de los sectores representativos de la colectividad”.
La verdad es que el ex presidente
de la Junta
Revolucionaria de Gobierno de 1945 está definitivamente de
regreso de la política sectaria y puramente partidista. Quiere mostrarse como
un estadista maduro, y no como un fogoso líder de plazas públicas. Está absolutamente
consciente de los errores que llevaron al desastre a la llamada “Revolución de
Octubre”, y no está dispuesto a repetirlos. Los diez años de exilio lo han
aleccionado profundamente y ello lo lleva a practicar una política de
entendimiento y concordia con sus adversarios(16).
La candidatura de Larrazábal
también tomaba cuerpo en esos días. Era, sin duda, la más fulgurante figura
pública del momento, dotado de un gran carisma y de sólido apoyo popular en las
ciudades más pobladas. Tenía, además, una importante corriente de simpatías
independientes, porque muchos pensaban que no debía vincularse a ningún
partido. Sin embargo, URD tempranamente lo hará su candidato presidencial,
según declaraciones de Jóvito Villalba el 12 de septiembre, acompañado de
Alirio Ugarte Pelayo, José Herrera Oropeza y Amilcar Gómez. Y el contralmirante
lo aceptará casi un mes después, según lo informa El Universal del 4 de octubre, en declaraciones del también
dirigente urredista Luis Miquilena. Con posterioridad, el PCV y MENI apoyaran
la candidatura del militar marino. Por cierto que el respaldo de los comunistas
lo aceptó Larrazábal -para decirlo de acuerdo a la jerga betancurista- “con el
pañuelo en la nariz”, al afirmar que no implicaba ningún compromiso “presente ni
futuro” con aquel partido.
Dos días después, la Convención Nacional
de Copei lanzará la candidatura presidencial de Caldera como “la que más le
conviene a Venezuela”, pero sin cerrarse a una hipotética candidatura de unidad
“que mereciese el acuerdo unánime de las fuerzas políticas del País”(El Nacional, 07-10-58). La verdad es
que, a diferencia de Betancourt, el líder socialcristiano no tuvo mayores problemas para ser el abanderado de su
partido. Él era, realmente, el punto de confluencia de COPEI, y la suya no era
ciertamente una candidatura para ganar sino para consolidar el avance sostenido
de su partido. Hubo, desde luego, voces disidentes -entre ellas, las de Luis
Herrera Campíns y Rodolfo José Cárdenas- que argumentaban a favor de la
postulación de otras figuras (la de
Larrazábal, por ejemplo), pero, en realidad, no tenían entonces mucha fuerza
dentro de la parcialidad copeyana. Debe destacarse, así mismo, que influyentes
sectores del mundo independiente solicitaron ser oídos entonces por la Convención Nacional
de Copei, reunida los días 7 y 8 de octubre, para abogar también por la
candidatura de Caldera (17), la cual, al final, también recibiría el apoyo de
Integración Republicana (IR), liderizado por Elías Toro, Isaac J. Pardo y
Manuel Rafael Rivero, y el Partido Socialista de Trabajadores, comandado por el
periodista Rafael Poleo.
La decisión de Larrazábal de
aceptar ser candidato implicó su renuncia a la Presidencia de la Junta de Gobierno en fecha
14 de noviembre. Fue sustituido por el profesor universitario Edgar Sanabria, a
quien le correspondió conducir el proceso electoral de aquel año y entregar el
mando a su sucesor electo en los respectivos comicios. De su fugaz gobierno son
recordados dos hechos: la aprobación de la Ley de Universidades y la modificación de la Ley de Impuesto sobre la Renta, ambas, sin duda, de
fuerte acento progresista.
En las elecciones de diciembre de
1958 la victoria le correspondería al candidato de AD, el ex presidente Rómulo
Betancourt(18). Era una consecuencia lógica de dos factores que se conjugaron
para hacer posible su elección como presidente: por una parte, su hábil y
brillante estrategia electoral, consistente en derribar reservas y neutralizar
enconos, ya en el frente civil como en el militar. Y por la otra, la
reanimación intempestiva del aparato partidista de AD, que había sido reducido
a la nada por Pérez Jiménez en 1953.
En verdad que haber resucitado a
su partido en esos trepidantes meses de 1958 fue una verdadera obra de cirugía
política por parte de Betancourt, cuya consigna interna -frente al fenómeno
carismático y popular de Larrazábal- fue muy acertada: “organización contra
emoción”. Esto es lo único que puede explicar cómo una candidatura con gran
rechazo en diversas capas de la población, vista con muchísimas reservas por
los militares, capaz de despertar grandes rencores y absolutamente nada
carismática en lo personal, pudo derrotar a aquel fenómeno electoral que
significaba Wolfgang Larrázabal, ungido entonces como un auténtico héroe
popular, adorado por multitudes delirantes y visto por muchos como una especie
de salvador de la patria a partir del
23 de enero de 1958.
Si algo debe reconocérsele a
Betancourt fue el haber aprendido la lección de la Historia y también la de sus
propios errores. Entre este sosegado y veterano líder político victorioso de
diciembre del 58, que frisa ya los 50 años, y aquel impulsivo y radical joven
de 36 que junto a un grupo de ambiciosos y audaces militares dio el golpe de estado el 18 de
octubre de 1945, hay una distancia sideral. Porque si bien este treintañero,
que pudo conducir entonces audazmente un proceso azaroso y pleno de vicisitudes, no es
menos cierto que no tuvo en aquellos años la suficiente entereza para imponer sus
criterios de estadista firme y responsable, dejando que sus compañeros
discurrieran -de manera suicida- por un camino lleno de sectarismo anarcoide,
ciegos ante las acechanzas y que pronto tuvo un final, para muchos bien merecido,
el 24 de noviembre de 1948.
El cincuentón que ahora vuelve a
la presidencia -esta vez con el voto popular- es otro hombre, otro político de
factura muy distinta, amansado por el exilio y los efectos de la guerra fría de aquellos años. Tiene
ahora también una concepción ideológica decantada -anclado ya definitivamente
en los puertos del realismo pragmático-, sin los remilgos marxistas del 28, ni
tampoco las veleidades socialistas del 45. Se diría que es, más bien, un
socialdemócrata conservador, sin radicalismos, con los pies sobre la tierra.
La reflexión de nueve años largos
de exilio lo ha preparado para este momento que ahora tiene delante de sí: sabe
que sólo la unidad entre los tres grandes partidos, como base de sólido apoyo a
un próximo gobierno, es la clave para reiniciar el ensayo democrático. Pero
esto supone derrotar a las tendencias sectarias y hegemónicas que todavía
perviven en AD. Por lo que respecta al núcleo fundador férreamente leal a él,
Betancourt no tiene problemas. Tal vez ni siquiera con la generación intermedia
que liderizan Raúl Ramos Giménez y Domingo Alberto Rangel. Donde está la
dificultad mayor será en los sectores juveniles del partido. Estos no
estuvieron con su candidatura y desconfían ahora de esta segunda experiencia de
gobierno suya.
Pero no es sólo él quien ha
cambiado. También Villalba y Caldera lo han hecho. El primero es ahora un
político maduro y no el jacobino de años anteriores. Viene del exilio
convencido de que la unidad nacional es requisito imprescindible de cualquier
futura acción del gobierno. Por lo demás, su posición doctrinaria liberal le
facilita derribar las barreras que antes
lo separaban de Caldera y de Betancourt. Y en cuanto a Caldera, está
sinceramente convencido de que no pueden volver a repetirse los encarnizados
enfrentamientos que AD y su partido
sostuvieron durante el trienio 45-48. Cree firmemente en el necesario entendimiento con Villalba -en
cierto modo ya explorado en 1952- y Betancourt y ya ha comprometido su palabra
en Nueva York, al igual que aquellos otros, para proceder a formar un gobierno
de amplia unidad nacional.
Del compromiso de los tres nacerá
el Pacto de Puntofijo.
NOTAS
DEL TERCER CAPITULO
(1) Citado por Sanin (Alfredo Tarre Murzi) en su libro Rómulo Betancourt cuenta su vida, Vadell
Hermanos Editores, Caracas, 1984, páginas 313 y 314. Por cierto que Tarre Murzi
pone en boca del propio Betancourt la especie de que ese discurso lo escribió
realmente Alirio Ugarte Pelayo, entonces secretario de la Junta.
(2)Rómulo Betancourt, Venezuela, política y petróleo, op. cit,
página 922.
(3)Rómulo Betancourt, La revolución democrática en Venezuela,
Tomo 1, sin mención editorial, página 4, Caracas, 1968.
(4) Rafael Caldera, op. cit.,
páginas 130 y 131.
(5) Declaraciones citadas en el
libro 23 de enero de 1958: Reconquista de
la libertad, Ediciones Centauro, Caracas, 1982, página 239.
(6) Véase en 1958: Tránsito de la dictadura a la democracia en Venezuela,
Editorial Arte, Caracas, 1978, páginas, 85 y 87.
(7) Op. cit, página 120.
(9)
Los ministros de Larrazábal fueron los siguientes: Virgilio Torrealba Silva
(Relaciones Interiores); Oscar García Vellutini (Relaciones Exteriores); Arturo
Sosa (Hacienda); General Jesús María Castro León (Defensa); Oscar Palacios
Herrera (Fomento); Víctor Rotondaro (Obras Públicas); Julio de Armas
(Educación); Carlos Luis González (Sanidad); Carlos Galavís (Agricultura y
Cría); Víctor Álvarez (Trabajo); Oscar Machado Zuloaga (Comunicaciones); René
de Sola (Justicia); y José Lorenzo Prado (Minas e Hidrocarburos). Secretario
General de la Presidencia
fue designado Edgar Sanabria, quien luego sustituiría a Larrazábal como
presidente de la Junta
de Gobierno.
(10)Ellos eran, aparte de
Larrazábal, quien ejercía la
Comandancia de la
Marina, los Coroneles Roberto Casanova y Abel Romero Villate,
vencedores de la rebelión militar del 1o. de enero en Maracay; el Comandante de
la Fuerzas Armadas
de Cooperación, Coronel Carlos Luis Araque; y el director de la Escuela Superior
de Guerra, Coronel Pedro José Quevedo.
(11)El Universal, 23 de enero de 1958.
(12)A propósito de la tempestuosa
visita de Nixon, el periodista,
historiador y ex presidente Ramón J. Velásquez cuenta que Larrazábal, “al ser interrogado por un periodista acerca
del acuerdo aprobado (en contra de la visita del entonces vicepresidente
norteamericano) por los universitarios afirmó: “Si yo fuera estudiante, también protestaría” (Venezuela Moderna: Evolución política en el último medio siglo, Op. cit., página 208).
(13)Ibídem, página 213.
(14)Junto a Pizani figuran
Nicomedes Zuloaga, Luis Gerónimo Pietri, Manuel R. Egaña, Lorenzo Fernández,
Luis Hernández Solís, Roberto Gabaldón, Julio Diez, Gonzalo Barrios, Alirio
Ugarte Pelayo, Régulo Pacheco Vivas, Ramón Villarroel y José Marcano.
(15) El Universal, 10 de febrero de 1958.
(16)
Un análisis de mayor profundidad sobre el tema está contenido en mi libro Caldera y Betancourt, Constructores de la
democracia, ya citado, páginas 215 y siguientes.
(17) Gehard Cartay Ramírez, op.
cit., páginas 209 y siguientes.
(18)Los
resultados electorales fueron los siguientes: Betancourt ganó con 1.284.092
votos, seguido por Larrazábal, quien obtuvo 903.479 sufragios y luego Caldera
con 423.262 votos. La votación por partido fue la siguiente: AD: 1.275.973;
URD: 690.479; COPEI: 392.335 y PCV: 160.791. Las demás fuerzas minoritarias
apenas sumaron cerca de 50.000 sufragios.