martes, 19 de julio de 2016

1958-1998: MENTIRAS VERDADERAS





1958-1998: mentiras verdaderas

 Gehard Cartay Ramírez





VIGENCIA DEL 23 DE ENERO DE 1958

El 23 de enero de 1958 fue el punto culminante de la insurrección popular que derrocó la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez y el inicio del actual sistema democrático venezolano.
Aquello no fue -al contrario de lo que algunos piensan- un golpe de Estado. Era imposible que lo fuera. La dictadura tenía su más firme sostén, al igual que ahora, en las Fuerzas Armadas. La tesis perezjimenista, como también sucede actualmente, postulaba convertir -y así sucedió, sin duda, entre 1952 y 1958- al factor militar en un partido político atípico, a falta de uno genuino, cosa que nunca le preocupó al tirano tachirense. Sin embargo, tal circunstancia no impidió su derrocamiento el 23 de enero de 1958, entre otras cosas, porque el apoyo militar no siempre significa que un régimen no se caiga. Aunque ya se sabe -como lo dijo socarronamente un experimentado político venezolano, el ex presidente Herrera Campíns- que “los militares son leales hasta que se alzan”, no es cierto, por otra parte, que su sólo respaldo, con prescindencia de la sociedad civil, sea suficiente. Ha habido casos, muy recientes, por lo demás, de presidentes (Milosevic en Yugoslavia, Fujimori en Perú y este fin de semana, por cierto, Estrada en Filipinas) con sólido y perruno apoyo militar que, al final, fueron derrocados por vigorosas insurrecciones populares -sin pérdidas humanas, por cierto- a las cuales, como casi siempre sucede, las Fuerzas Armadas resolvieron no enfrentarse. Eso fue, en efecto, lo que sucedió aquí el 23 de enero de 1958.
Vale la pena detenerse en este aspecto: es probable que la historia militar siempre pretenda ocultar el apoyo que la institución brindó -como tal- a la tiranía perezjimenista. La historia, sin embargo, es terca, y difícilmente pueda reescribirse. La verdad no es otra sino esta: Pérez Jiménez (PJ) se ufanó siempre de que su régimen tenía su mejor sostén en las Fuerzas Armadas. Dio a estas, en consecuencia, una importantísima cuota de poder, sólo comparable a la actual gestión de nuestros días. Hubo así una militarización creciente en todos los aspectos. Al final, aquella circunstancia se hizo repugnante a los ojos de los venezolanos, pues se tenía la sensación de que los crímenes, desmanes y arbitrariedades de la dictadura habían contado con el apoyo de los militares o, cuando menos, se habían cometido con su silencio cómplice. Desde luego que tal apoyo no fue unánime: buena parte de los oficiales jóvenes no se tragaban a Pérez Jiménez  y su régimen. En todo caso, la actitud de la mayoría militar trajo como consecuencia cierta desconfianza frente a las Fuerzas Armadas a partir de 1958, situación que sólo fue superada cuando se convirtió en una institución ajena a la diatriba política y partidista, uno de los logros más sobresalientes de la Constitución de 1961. Tal principio era, por lo demás, un ideal bolivariano: la sujeción de los militares al Poder Civil. 40 años después, las cosas han vuelto al lugar donde las dejó la dictadura perezjimenista.
El 23 de enero de 1958 hubo, además, una circunstancia de la mayor trascendencia: nunca antes en la historia venezolana -con excepción del 5 de julio de 1811- se había registrado un ambiente de unidad nacional. El país se sobrepuso a sus divergencias históricas de entonces con una facilidad pasmosa. La razón de tal proceder estribaba en el deseo común e indiscutible de marchar hacia adelante, sin detenerse en razones ideológicas o doctrinarias, muchísimo menos de orden partidista. La integración de la llamada Junta Patriótica es un ejemplo de tal afirmación. Allí confluyeron jóvenes líderes de Acción Democrática (AD), Unión Republicana Democrática (URD), Partido Social Cristiano Copei, Partido Comunista de Venezuela (PCV) e independientes, todos absolutamente comprometidos con la tarea de derrocar la dictadura. Su gesto, desde luego, no fue de ninguna manera el desarrollo de una estrategia de lucha de largo alcance, sino un pronunciamiento que se produjo cuando ya las condiciones clamaban, a viva voz, que los días de la dictadura de PJ estaban contados.    
De allí que, visto con la frialdad de la distancia histórica, resulte ridículo que algunos -entonces o después- pretendan abrogarse el protagonismo del 23 de enero de 1958. Igual sucederá 31 años después, cuando explote el Caracazo. Son, sin duda, insurgencias comunitarias, no prevenidas ni organizadas, sino auténticos movimientos populares que cada cierto tiempo -al igual que los terremotos y otros fenómenos telúricos- brotan para que no se olvide que el pueblo también es protagonista, por encima de sus dirigentes o de quienes afirman serlo.
No puede, en consecuencia, negarse la importancia histórica de esta fecha. Tampoco puede, en aras de una absurda reivindicación de la figura histórica de Pérez Jiménez -estimulada aquélla por una imposible comparación de la obra del dictador con la de la democracia-, negársele su vigencia de siempre al 23 de enero de 1958. Mucho menos puede tolerarse el criterio ilógico que pretende también desconocerla, a partir de su supuesta fecha de inicio de los “40 años de las cúpulas podridas”, conforme lo machaca el maniqueo y falsificador discurso oficial de hoy. El 23 de enero de 1958 significa, ni más ni menos, la irrupción del pueblo venezolano contra una dictadura y la posterior implantación de la democracia moderna de hoy. Ni más, ni menos. Y vaya que son bastantes tales logros desde el punto de vista histórico.
Acaso valga la pena resumir lo que fue aquella insurrección popular. Se inició cuando Pérez Jiménez ejecutó -en diciembre de 1957- la farsa plebiscitaría con la cual pretendía perpetuarse en el poder. Hubo desde entonces algunas conspiraciones de oficiales jóvenes, ninguna de las cuales se concretó. El 13 de enero, cuando ya el país empieza a ser convulsionado por manifestaciones y huelgas de todo género, el Alto Mando Militar -el mismo que PJ había designado días antes- lo presiona para que destituya al ministro de interior y al jefe de la policía política. El 21 se produce la huelga general contra la dictadura, con rotundo éxito. El 23 cae Pérez Jiménez y huye a la República Dominicana, protegido por el dictador Rafael Leonidas Trujillo (Chapita).
El actor fundamental, por tanto, fue el pueblo. La Junta Patriótica -cuyo papel fue importantísimo- no tuvo empacho en reconocerlo en uno de sus primeros comunicados. Y esa, y no otra, es la verdad histórica. Acaso el 23 de enero de 1958 sea una de las muy pocas veces donde el pueblo venezolano asumió su propio protagonismo. En otras ocasiones, la falsedad de historiadores inescrupulosos y fabuladores, le asignaron roles que nunca tuvo en verdad. Así sucedió, por ejemplo, con la desgraciada etapa de la Guerra Federal o en los bufos comicios electorales convocados desde 1830 hasta 1947. En esas ocasiones, el pueblo fue el gran invocado pero nunca pasó de ser el eterno convidado de piedra.
Esa es la verdadera vigencia del 23 de enero de 1958.
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) / 23-01-2001.
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Este artículo se refiere al despropósito gubernamental actual que pretende desconocer la importancia histórica del 23 de enero de 1958, al considerarlo -de manera ilógica- como el punto de partida del mal llamado puntofijismo. Por contraposición, sobre todo a partir del año 2001, se festejó pantagruélicamente el 4 de febrero de 1992, signado como una especie de nueva “fecha patria” en conmemoración de la fallida intentona golpista. Se trata, inequívocamente, de un esfuerzo absurdo por falsificar otra etapa histórica del país, a pesar de su reciente data y de sus nefastos efectos.



PUNTOFIJISMO Y CHAVISMO
(Crónica sobre otra superchería histórica)
                                                            
El actual régimen ha manejado -con cierto éxito- la tesis de que los 40 años anteriores fueron funestos y que, al propio tiempo, su gestión está acabando con los vicios de ese pasado.
Se trata de una doble mentira histórica. Ni los 40 años anteriores fueron tan malos como dicen los chavistas, ni el actual gobierno representa todo lo contrario. Si se enjuician ambos hechos con serenidad, objetividad e imparcialidad, fácilmente puede deducirse que los criterios del régimen en estas materias son una simple superchería, es decir, contrarios a la realidad misma de nuestra reciente historia.
Los 40 años del mal llamado puntofijismo no fueron, insisto, una tragedia para el país. Históricamente constituyen, hasta hoy, la más provechosa etapa venezolana en todos los sentidos. Nunca antes hubo tantos logros en lo político, económico, social, tecnológico y cultural, como a partir del 1958. Negar esta realidad es pretender tapar el sol con un dedo, diríamos, citando un manido lugar común.
 Porque, en efecto, ¿cuándo antes Venezuela alcanzó los niveles de progreso obtenidos en esta última etapa? Nunca antes, amigo lector. Revísense con ánimo crítico los hechos históricos de la Conquista, la Colonia, la Independencia, o aquellos que vienen desde la proclamación de la República en 1830, bajo la jefatura de Páez, hasta la muerte de Gómez en 1935, y se concluirá forzosamente que durante todo ese largo tiempo el país vivió sumido en la pobreza, la guerra, las epidemias y enfermedades, la violencia, el atraso educativo y cultural y la explotación secular de los más débiles por parte de una minoría de castas ricas y aristocráticas que sometieron -durante varios siglos- a las demás clases sociales. En todos esos largos años del Siglo XIX fueron escasos los momentos en que hubo civilidad y avances democráticos, a excepción, probablemente, de las primeras décadas luego de la separación de la Gran Colombia y algunos logros modernizadores bajo los gobiernos, lamentablemente ladrones y corruptos, del general Antonio Guzmán Blanco. Y sin embargo, en el plano del desarrollo y el bienestar de la Nación, tampoco hubo hechos significativos.
¿Qué era Venezuela a la muerte de Gómez, hace apenas 70 años? Un país rural, sin comunicaciones de ningún tipo, azotado por las enfermedades, el analfabetismo, el hambre, la desnutrición y con la mayoría de sus mejores hombres pudriéndose en las cárceles o aventados al exilio. Dos o tres universidades, uno que otro liceo, pocos hospitales, escasas carreteras, pueblos de casas muertas, como bien los calificó el escritor Miguel Otero Silva, aislados del mundo y del progreso. Y no eran en tiempos inmemoriales. Se estaba viviendo la tercera década del siglo XX, en pleno apogeo mundial de la industrialización, la educación, la cultura y la educación. Buenos Aires y Río Janeiro, por ejemplo, eran metrópolis importantes y ya contaban con el metro como medio de transporte. Nosotros, mientras tanto, apenas éramos el hato del general Gómez. ¿Acaso eso se ha olvidado?
Sin desconocer los posteriores méritos de López Contreras y Medina Angarita, la verdad es que sus éxitos se limitaron a una tímida apertura hacia la democracia. El trienio adeco-militar entre 1945 y 1948, desdibujó sus pininos democráticos con una actitud torpe, sectaria y autoritaria, muy parecida a la que hoy vivimos, la cual, finalmente, ayudó a su liquidación a manos de las Fuerzas Armadas. Y sin ignorar tampoco los logros materiales de la dictadura perezjimenista, bien se sabe que ésta, en cambio y desgraciadamente, acabó con la naciente democracia, los derechos humanos y la libertad, en nombre de la transformación del medio físico, su única filosofía de gobierno.
Queda entonces el período que viene desde 1958 hasta hoy, satanizado injusta y oportunistamente por quienes ahora mal gobiernan. Su principal logro: haber consolidado la estabilidad democrática en un país que por larguísimos años vivió la pesadilla interminable de las guerras civiles, las “revoluciones” y los intermitentes golpes de estado. En este período, en cambio, el pueblo ha elegido sistemáticamente -hasta hoy- nueve presidentes y diez parlamentos, ejercido un régimen de libertades, con algunos desgraciados abusos y excesos que, en todo caso, no desmeritan el balance, y, finalmente, consolidado la cultura democrática del pueblo venezolano, esa que, justamente ahora, hace imposible que se concrete la tentación autoritaria y totalitaria de los actuales gobernantes. Y al lado de todo esto, la gran transformación que han significado la masificación de la educación -centenares de universidades, tecnológicos y politécnicos, miles de liceos, escuelas  y preescolares, así como la formación de calificados profesionales en todas las ramas, aparte de los formados en prestigiosas instituciones de educación superior extranjeras-; la salud -hospitales y centros de salud en todo el país y la erradicación de muchas enfermedades y epidemias seculares-; las comunicaciones -una red de carreteras como nunca antes, junto a puertos y aeropuertos-; la vivienda  y la electrificación de todo el territorio nacional; son, entre muchas otras, algunas de las conquistas alcanzadas.
Advierto que no estoy proponiendo volver al pasado, ni tampoco soy partidario de una restauración política. Nada más lejos de mi opinión. Simplemente trato de poner las cosas en su sitio. Por eso mismo no vacilo en afirmar que a partir 1958 hubo también muchos errores. Desde mediados de los setenta, por ejemplo, los gobiernos han asumido (en nombre del país) una deuda externa monstruosa, a pesar de disponer -como nunca antes, sin duda- de cuantiosos recursos financieros, al tiempo que también han acumulado una deuda social gigantesca, sobre todo con los más pobres. La corrupción, por otro lado, ha socavado las bases morales como nunca antes, mientras una mediocre e inmediatista dirigencia política partidista se fue desprendiendo de sus compromisos con las mayorías; un sector empresarial insensible y lucrativo continuó parasitando a la sombra del Estado y desgraciadamente la educación ha seguido empeorando cada vez más en cuanto a su calidad.
Todo eso es cierto, y no admite discusión alguna. Sin embargo, a la hora de poner en una balanza los logros y los errores, aquellos pesan mucho más. Por eso, precisamente, es que no puede admitirse la superchería del actual gobierno al pretender erigir en torno a estos 40 años de democracia una especie de leyenda negra, sin reconocerles a cambio nada positivo y reducirlos simplistamente a una etapa vil, de ineficacia, saqueo y corrupción, lo cual no es enteramente cierto, como queda afirmado.
 Lo condenable de toda esta actitud maniquea es que el chavismo destruyó lo bueno que debía conservarse de esta etapa histórica y, en cambio, conservó todo aquello que ha debido destruirse. He allí su gran contradicción. Porque, ciertamente, si comparamos los resultados de este bochinche que pretenden pasar por revolución -y encima de esto, la llaman “bolivariana”- puede colegirse sin dificultad que nada ha cambiado para mejorar y que los gobernantes de hoy han sido incapaces de imitar las muchas virtudes de estas cuatro décadas de democracia, habiendo multiplicado con creces todas sus desviaciones, aberraciones y pecados. ¿Qué cosa importante, en efecto, ha cambiado en estos años? ¿Cuál es el legado moral y ético de quienes ahora mal gobiernan? ¿Cuál es su demostración de eficiencia? ¿Qué han mejorado con relación al pasado reciente? El balance no los ayuda, desde luego.
Lamentablemente para ellos, la corrupción y la ineficacia, la deuda social con los más pobres, los pésimos servicios públicos, el hambre y la miseria crecientes, el desempleo arrollador, la desconfianza de los jóvenes en su propio país, el clientelismo político y el sectarismo fanático -todo ello aunado al autoritarismo, el militarismo y la intolerancia que lo caracterizan-, son ahora mayores que antes.
No fueron tan malos entonces los 40 años, como afirma el chavismo, ni este ha resultado el remedio adecuado para esos supuestos males. Afirmar lo contrario es falsificar la historia, lo cual resulta inaceptable.

LA PRENSA de Barinas (Venezuela) / 02-04-2002.





LA CRISIS DE LOS PARTIDOS HISTÓRICOS (I)
(Causas, efectos y pronósticos)
                                           
    La crisis de los partidos políticos históricos es una de las causas primordiales de la actual coyuntura política venezolana. Se trata de un proceso iniciado hace algo más de una década, pero cuyo desenlace se produjo definitivamente en estos últimos meses.
    ¿Qué ha pasado realmente? ¿Cómo se explica toda esta nueva situación que a algunos sorprendió y a otros, en cambio, les ha  parecido el resultado lógico de múltiples errores y equivocaciones de las cúpulas tradicionales de los partidos históricos? Estas y otras muchas más son interrogantes que deben responderse luego de un análisis profundo y objetivo.
    En mi opinión, la crisis de los partidos se manifiesta nítidamente a partir del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. Antes, por supuesto, ya se notaban signos evidentes de fatiga y descomposición en las organizaciones partidistas. En 1983 publiqué un libro sobre el asunto, bajo el título Política y partidos modernos en Venezuela (*), cuyo editor fue José Agustín Catalá. Algunas reflexiones allí contenidas cobran hoy plena validez, por lo cual me permito citarlas 16 años después.
    “Estamos avanzando -escribí entonces- hacia una nueva etapa histórica en Venezuela. Las propias circunstancias políticas y económicas que vivimos en estos días son claro indicio de que hay que adaptarse a nuevos modelos de conducción y liderazgo”. Y continuaba señalando: “Están planteados, pues, varios retos en el futuro inmediato. Uno de ellos -tal vez el más importante- es el que se refiere a lo que se ha denominado el relanzamiento de la democracia... La idea subraya la necesidad de renovar la democracia venezolana, dándole un énfasis muy especial a sus aspectos sociales y económicos”.
    Tales reflexiones las concluía de esta manera: “Allí está el gran desafío de los actuales partidos políticos venezolanos, muchos de los cuales aún se mantienen aferrados a programas políticos e ideológicos superados por la dinámica de hoy. Algunos, incluso, están francamente de espaldas al país de ahora y del futuro. Tal vez allí pueda encontrarse la explicación al creciente escepticismo que registra la sociedad venezolana frente a la actuación de las sociedades partidistas”.
    Hoy debo decir que tal desafío no fue comprendido ni mucho menos asumido por los partidos históricos, AD y Copei concretamente. Y, como ha quedado demostrado, lo están pagando muy caro al verse actualmente envueltos por una crisis que, incluso, amenaza su propia existencia. Y todo ello a pesar de que hubo suficientes alertas sobre el particular. La primera de todas ellos fue precisamente el Caracazo en febrero de 1989, veinte días después de la fastuosa “coronación” de CAP, quien, por lo demás, había sido elegido presidente por abrumadora mayoría dos meses antes. Luego vinieron las dos intentonas golpistas de 1992. Posteriormente se produjo la atípica elección de Rafael Caldera en una contienda donde por primera vez AD y Copei resultaron derrotados.
    Cada uno de estos partidos venía de sufrir problemas internos. El Partido Social Cristiano Copei fue, ciertamente, el más afectado con la autoexclusión de su líder fundador en 1993, al abrirse por su cuenta como candidato presidencial con el apoyo de importantes sectores socialcristianos e independientes y de algunos partidos de la izquierda tradicional. Ya en 1988 -en un episodio nunca antes visto en un partido político venezolano y tal vez ni siquiera latinoamericano- el propio Caldera había sido derrotado internamente por Eduardo Fernández, lo que dio lugar al célebre “pase a la reserva” por parte del hasta entonces máximo líder copeyano.
    AD, por su lado, lanzó a Claudio Fermín sin el apoyo del aparato organizativo y con la fría participación de la cúpula partidista, en un difícil momento en que Carlos Andrés Pérez acababa de ser destituido de la presidencia de la República con el apoyo de la bancada parlamentaria de su propio partido.
    Mientras tanto, cada partido perdía sintonía con la gente, sin que, al parecer, sus líderes así lo constataran. Estaba ya instalada en Venezuela la causa primaria de lo que sobrevendría después.

LA PRENSA de Barinas (Venezuela) / 17-08-1999
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(*) Una segunda edición de este libro, publicada en 2000 con el subtítulo Las nuevas tendencias, amplió estas reflexiones con mayor profundidad. Política y partidos modernos en Venezuela, Las nuevas tendencias, Fondo Editorial Nacional, José Agustín Catalá, editor, Caracas, 2000.

LA CRISIS DE LOS PARTIDOS HISTÓRICOS (II)
(Causas, efectos y pronósticos)

Obviamente estos últimos 40 años han sido dominados por                                            la partidocracia, si se entiende esta noción como un régimen de partidos.
Su evaluación, por tanto, debe imputársele exclusivamente a los partidos que han gobernado al país durante este largo período histórico, por cierto, el más fructífero por su estabilidad y disfrute de libertades y ejercicios democráticos.
Mucho se ha especulado sobre estos 40 años. Hay quienes injustamente los satanizan y pretenden reducirlos a un simple y asqueroso ejercicio de incapacidad y corrupción. Otros, también injustamente, pretenden que han sido 40 años plenos de libertad, justicia social y desarrollo. En realidad ni una ni otra concepción, por subjetivas, retrata lo acontecido desde 1958 hasta hoy.
Yo diría que estos 40 años tienen, como todo proceso visto objetivamente, sus aspectos positivos y negativos. En cuanto a los primeros, nadie dudaría, por ejemplo, la estabilidad institucional que han significado, aparte del avance en materia de educación, salud, infraestructura física y desarrollo democrático. Entre los factores negativos figuran, sin duda también, la galopante corrupción que engangrenó los gobiernos a todos sus niveles y también al sector privado, la impresionante e inveterada ineficacia e irracionalidad del gasto público, así como la colosal deuda adquirida a cambio de más ineficacia e improductividad. El resultado no ha podido ser otro que el dramático desmejoramiento radical de la calidad de vida de los venezolanos, sobre todo en los últimos diez años.
Corresponde a los partidos históricos la principal responsabilidad en todo lo ocurrido. Esa es una culpabilidad inescapable e indiscutible. Primero, porque partidizaron en grado extremo la administración pública, con lo cual crearon un esquema clientelar, ineficiente y corrupto. Y luego, porque mediocrizaron la política y permitieron el ascenso de sargentos y activistas políticos, mediocres, corruptos e incompetentes, divorciados con las aspiraciones de las grandes mayorías y limitados en su accionar sólo a sus apetencias personales y materiales, para las cuales el control de los partidos les resultaba fundamental e imprescindible. Así internalizaron en exceso a los partidos, convirtiendo su vida doméstica en lo más importante, cerrando puertas y ventanas hacia la sociedad civil y pretendiendo -y en muchos casos lográndolo a cabalidad-, simultáneamente y desde adentro, el control absoluto del resto de la las instituciones emergentes (gremios, vecinos, comunidades organizadas, etc.).
Y todo esto sucedía con el visto bueno del país no político y, sobre todo, de sus élites. Estas, por omisión, comodidad o cobardía, resolvieron no involucrarse en la política dejando todo en manos de los partidos, mientras ellas asumían la tarea de proteger y consolidar sus privilegios bajo la política del avestruz. Sólo ahora, en los últimos diez años, asumieron una postura crítica a través de sus líderes y medios de comunicación, pero cuidándose siempre de no entrar en los terrenos de la -tan detestada por ellos- política venezolana.
Se pervirtió entonces el sistema democrático cuando los partidos comenzaron a dejar de ser mecanismos de participación ciudadana, tal como debía ser su función primordial, para convertirse en instrumentos de “cogollos” y grupos de poder, tanto internos como externos. Allí iban aparejadas la insensibilidad frente a los problemas del país y la irrefrenable corrupción de buena parte de sus dirigentes. Por este camino terminaron perdiendo sintonía con la gran mayoría de los venezolanos, y estos, a su vez, comenzaron a alejarse cada vez más de sus militancias y simpatías partidistas.
No hubo, tampoco, ningún intento serio por renovarse internamente y actualizarse, tal vez con la sola excepción del Partido Social Cristiano  Copei en 1986 cuando realizó su Congreso Ideológico, aunque fuertemente impregnado por un proyecto precandidatural interno. De resto, mientras el país avanzaba en otros órdenes, los partidos históricos se estancaban y algunos, particularmente AD, entraban en un proceso pleno de involución.

LA PRENSA/ 25-08-1999


LA CRISIS DE LOS PARTIDOS HISTÓRICOS (III)
(Causas, efectos y pronósticos)

   Analizados dentro de la profundidad que permiten los artículos de opinión, nos hemos referido ya –en las dos entregas anteriores- a las causas de la actual crisis de los partidos históricos venezolanos.
   Entremos ahora a estudiar los efectos de esa crisis. En primer lugar, se ha producido en los últimos 20 años un generalizado escepticismo sobre las bondades y la eficacia de la democracia como sistema de gobierno. La crisis económica, la corrupción, el desempleo, el colapso de los servicios públicos y, en definitiva, el deterioro de la calidad de vida de los venezolanos se le achacan fundamentalmente a la democracia. Apreciados así sus resultados, se despertó en algunas capas de la población una reacción in crescendo en contra de ella y de todo cuanto tiene que ver con los partidos.
    Un análisis objetivo contradice tal juicio. Estos 40 años de democracia han sido superiores, desde todo punto de vista, al resto de nuestra historia. Nunca antes hubo tanta estabilidad, progreso y desarrollo democrático como desde 1958 hasta hoy. El siglo pasado, por ejemplo, fue terrible por las consecuencias producidas por la violencia, la anarquía, las guerras civiles, los caudillos militares y la corrupción, sin dejar de mencionar las enfermedades, la ignorancia, el analfabetismo, el militarismo omnipotente y el atraso generalizado que lo caracterizó. Ni que decir de la primera mitad de este siglo cuando nos gobernaron dictaduras ineficientes, corruptas y antinacionales.
    Pero, desde luego, no podemos sentirnos satisfechos por los logros alcanzados cuando aún existen graves problemas por resolver. Igualmente sería necio pedirle actualmente a la gente que reconozca que el período democrático ha sido mejor que los anteriores si hoy los golpea todavía el hambre, la inseguridad, el desempleo y la carestía de la vida.
    En segundo lugar, la crisis de los partidos históricos ha desmejorado notablemente la capacidad y calidad del liderazgo venezolano, habiendo sido reducido -en las últimas décadas- por lo general a una sargentería mediocre, corrupta y sin aliento ni condiciones para adelantar los grandes desafíos de la Venezuela presente y futura.
    En tercer lugar, se desató una impresionante falta de credibilidad en los partidos políticos, no sólo en la clase media, sino fundamentalmente en los sectores juveniles y populares. En los últimos 10 años esa tendencia se vio robustecida por una poderosa campaña de importantes medios de comunicación y de élites intelectuales y económicas que, sin ningún pudor, arreciaron sus baterías contra los partidos, poniendo de bulto sus múltiples pecados pero escondiendo igualmente sus indiscutibles aciertos. Hoy, por cierto, son los primeros arrepentidos de tan irresponsable actitud.
    En cuarto lugar, la crisis partidista facilitó la irrupción de otros factores políticos, amparados en un liderazgo ajeno -el de Chávez- por cuanto nunca antes pudieron en estos 40 años sintonizar con las aspiraciones populares. Intentaron en el pasado la vía guerrillera para derrotar al sistema democrático y fracasaron, no sin antes vomitar los peores insultos contra las Fuerzas Armadas Nacionales, acusándolas entonces de títeres del imperialismo, las mismas que hoy glorifican como “salvadoras del país”. Pero ahora regresan, pegados de las faldas del oportunismo, algunos de estos dinosaurios políticos al debate actual, gente que cree que aún existe la Unión Soviética, que todavía no ha caído el Muro de Berlín o que aún es posible que el régimen cubano subvencione la guerra de guerrillas en el continente americano.
    Por último, la crisis de los partidos históricos facilitó la insurgencia de un nuevo tipo de liderazgo mesiánico, populista e indefinido ideológicamente, solamente sostenido por la vieja y tantas veces fracasada teoría del “gendarme necesario” o del hombre fuerte y, desde luego, alimentada vigorosamente por una esperanza popular, ingenua y creyente, que todavía busca salidas a la tremenda y trágica situación que nos envuelve desde hace tiempo y que, sin embargo, sigue agravándose sin que se concreten soluciones efectivas en lo inmediato.          
   
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) / 01-09-1999.
 
  
LA CRISIS DE LOS PARTIDOS HISTÓRICOS (y IV)
(Causas, efectos y pronósticos)

    Pareciera que el país se apresta a estrenar nuevos escenarios políticos y, particularmente, nuevos movimientos partidistas.
    Digamos con franqueza que, a pesar de todo, no termina de morir el pasado ni tampoco termina de nacer el futuro. Estamos a medio camino entre una cosa y otra, lo cual -como es natural- inquieta los impacientes y a los conservadores por igual.
    Pareciera, insisto, que por ahora se están conformando dos bloques heterogéneos que pueden dar lugar a dos nuevos partidos.
    Por una lado están quienes se agrupan alrededor del presidente Chávez, condenados por la fuerza de los hechos a formar un partido único, lo que liquidaría la supervivencia del Movimiento Al Socialismo (MAS) y el Partido Patria para Todos (PPT), entre otros. Se formalizaría, así, un movimiento de signo nacionalista y militarista, en cuyo seno convivirán -hasta nuevo aviso- tendencias que van desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, todo lo cual desembocará en breve tiempo en un conflicto que aún no se sabe como se resolverá.
    Demás está decir que este movimiento de raíces chavistas sólo tendrá éxito en la medida en que también lo tenga su líder y el gobierno que preside, porque sus expectativas están entrelazadas íntimamente y cada una depende necesariamente de la otra.
    Por el otro lado -y como contraparte- podría conformarse un partido de centro democrático, integrado por tendencias demócrata cristianas, socialdemócratas y liberales, sin mayores ataduras con los partidos históricos y fuertemente influenciadas por nuevos liderazgos, tanto nacionales como regionales.  Su permanencia en el tiempo, en todo caso, la dictará el grado de acuerdo que logren sus promotores, no sólo en sus objetivos meramente electorales, sino también con relación a un programa político concreto, ya que lo ideológico quedará rezagado por algún tiempo más.
     Obviamente que este proyecto centrista tiene un amplísimo espacio que ganar, conformado por quienes se oponen al chavismo y también por quienes puedan regresar de este a sus posiciones adecas o copeyanas de antaño. El éxito de este nuevo partido para captar a unos y otros dependerá no sólo del carisma y fuerza de su liderazgo, sino también de su habilidad táctica y estratégica para alcanzar tales objetivos. Tendrán, además, que superar el riesgo de atomización que supone la existencia -puertas adentro- de variados proyectos y liderazgos personales, si no son capaces de unirlos alrededor de un propósito y un liderazgo común, de cara a un próximo proceso electoral.
     Los partidos históricos -por su parte- continuarán manteniendo una menguada vigencia todavía, con posibilidades -incluso- de reflotar políticamente si los actuales gobernantes fracasan e insurge una nueva oleada de descontento e indignación populares. No hay que olvidar, por ejemplo, que buena parte de la dirigencia media y de la propia base del MVR la integran adecos y copeyanos molestos con las cúpulas de sus partidos, atraídos, además, por las promesas de cambio que se les hizo en la pasada campaña electoral. Pero también esa capacidad para reflotar dependerá del grado de renovación que sean capaces de adelantar para sacudirse a sus actuales liderazgos, desprestigiados en grado sumo, sin calle ni arraigo popular y encerrados todavía en sus posturas clientelares y sectarias.
     De modo que resulta un atrevimiento afirmar que AD y COPEI están muertos, como algunos alegremente lo vienen reiterando en todos los tonos. En este sentido, no está de más recordar que en política los únicos muertos son los que están enterrados en los cementerios. La historia ha sido muy clara en demostrar con creces este aforismo.
     En conclusión, pareciera que aún es temprano para consignar pronósticos definitivos. Una época de cambios como la que vivimos, sin que aún se presienta una sedimentación de las tendencias, hace prácticamente imposible un diagnóstico certero. Habrá, entonces, que esperar un tiempo más, pero, a mi juicio, todo pareciera indicar que vamos hacia tres frentes partidistas, dos producto de los últimos acontecimientos y uno cuyo desenlace dependerá de lo que pueda suceder en el futuro inmediato.

LA PRENSA de Barinas (Venezuela) / 07-09-1999

Esta serie de artículos fue motivada por la propensión continua del régimen actual a despreciar el papel cumplido por el sistema democrático desde 1958 y, particularmente, el de los partidos históricos durante estos 40 años. Esa manera prejuiciada, politiquera y manipuladora, absolutamente reñida con la verdad histórica, como el régimen pretende que los venezolanos asumamos el juicio de aquella etapa de la vida nacional, ha sido una de las constantes del chavismo en su propósito de tergiversar lo ocurrido durante estas cuatro décadas, a las cuales, por otra parte, se las pretende arropar equivocadamente bajo el manto del tan famoso como calumniado Pacto de Puntofijo.





EL FRAUDE DE LA ANTIPOLÍTICA

Definitivamente una significativa porción de los venezolanos no termina de salir del tremedal a que nos ha conducido la antipolítica en los últimos años.
Esa creencia estúpida en que la solución a la crisis nacional pasa por echar a un lado al liderazgo político para encomendarse en figuras antipolíticas, disfrazadas de mesías, de salvadores de la patria o de caudillos “por la gracia de Dios” a la usanza franquista, nos han conducido al chiquero putrefacto que representa el régimen chavista. 
Conviene detenerse aquí para intentar una breve definición de la antipolítica. Pudieran señalarse, como características primordiales suyas, en primer lugar, la tendencia de sus factores (militares golpistas, empresarios avispados, periodistas, artistas, payasos y cómicos, etc., etcétera) a pretender pasar como gente interesada en los asuntos públicos, pero sin vinculación con los partidos y los políticos. Más aún, se presentan como su antítesis: pretenden ser, por definición, contrarios a ambos y, por tanto, agentes que actúan fuera del sistema de partidos establecidos. En segundo lugar, se exhiben como la alternativa cierta de cambio frente a los políticos y sus partidos, acusándolos de corruptos, incompetentes e insensibles. En tercer lugar, explotan el resentimiento existente contra la política y sus partidos, a los que -como ya se señaló- endilgan toda la responsabilidad por los problemas y errores existentes.
Sin embargo, quienes promueven la antipolítica son, en el fondo, políticos taimados, aún cuando rechacen tal definición por conveniencia y cálculos electorales. Esa misma actitud fue la que adoptó en su tiempo el dictador Juan Vicente Gómez, cuando se definía a sí mismo “como un hombre de trabajo, y no como un político”. Lo mismo hizo el general Marcos Pérez Jiménez, otro dictador que odiaba a los políticos y sus partidos, y se definía como un hombre de armas entregado a la tarea de “hacer el bien nacional”. El generalísimo español Francisco Franco daba gracias a Dios “porque él no era político”, aunque encabezó una dictadura terrorífica por más de 40 años.
La antipolítica, así concebida, ha sido entonces un antiguo recurso de autócratas y tiranos de toda laya para ocultar su despotismo y sus crímenes, pretendiendo no haber sido contaminados por la política y sus partidos. No se trata, pues, de un fenómeno nuevo. Lamentablemente volvió a adquirir vigencia en Venezuela luego de las intentonas golpistas de 1992. Ese proyecto encontró en 1997 a Irene Sáez como su más formidable instrumento y no le faltaría el estímulo para moldearla y llevarla hacia esa meta. Sin embargo, los resultados serían realmente desastrosos en su caso particular.
 No sucedió lo mismo con la otra vertiente de la antipolítica, menos sofisticada aunque potencialmente mucho más peligrosa: la que encarnaron luego los golpistas de febrero de 1992 y cuyo triunfo electoral de 1998 ha sido una maldición para los venezolanos. Se trata, en realidad, de una tendencia más rupestre, aunque con su misma fundamentación maniquea, al afirmar de manera absoluta que, visto el fracaso de los políticos -y de los civiles en general, por cierto-, tocaba ahora a los militares tomar el poder y aplicar en consecuencia un espeso mezclote de militarismo, fascismo, autoritarismo, totalitarismo y marxismo, difícil de digerir, por lo demás. Como telón de fondo de la antipolítica militarista encarnada por los oficiales golpistas, ellos mismos se prepararon un escenario con los símbolos bolivarianos, tan caros a la idolatría popular venezolana.
Pero nada habrían logrado el golpista teniente coronel Chávez Frías y sus compinches de no haber contado -como en efecto contaron- con el apoyo de los poderosos grupos plutocráticos, económicos y mediáticos que venían impulsando la antipolítica para hacerse con el poder, mediante el desarrollo de una estrategia que comenzó a ejecutarse a comienzos de los años ochenta. Puesta en marcha aquella terrible operación antidemocrática, apalancada en la demonización de la política y de los políticos, así como en la vituperización de las instituciones, se creó toda una matriz de opinión según la cual el sistema democrático en general no presentaba logros positivos y, por el contrario, sus resultados negativos habían empeorado el nivel de vida de los venezolanos. Por contraste, al tiempo que se denigraba del Estado omnipotente y de los políticos como ineficientes, corruptos e incapaces, se postulaba a la empresa privada y sus gerentes como los modelos que debían suplantar a los políticos y al imperante sistema de gobierno. Toda esta posición era, en cierto modo, un adelanto de lo que, a finales de los años noventa, surgiría con fuerza inusitada en el país, a tal punto que lograría ganar las elecciones de 1998: la antipolítica como vía de acceso fáctico o electoral al poder. Sólo que sus actores provendrían entonces del mundo militar, y no del empresarial.
La campaña fue eficaz, pues, aparte de los propios errores y perversiones de los partidos y de las instituciones -con sus notables excepciones, ocultas por la persistente campaña para todos los efectos-, poderosos medios impresos y audiovisuales de comunicación de masas utilizaron todos los recursos a su alcance: así, por ejemplo, desde las tramas de las populares telenovelas o de los espacios cómicos, pasando por telenoticieros y programas de opinión, casi todas las emisiones estaban dirigidas a endurecer, subliminalmente, la matriz de opinión que venía creándose, día a día, desde hacía ya varios años. Los resultados fueron devastadores para las instituciones democráticas, los partidos políticos y sus dirigentes. Sus gravísimos efectos se producirían a la vuelta de breve tiempo.
Lo que no habían calculado los promotores de tal maniobra era que, a la postre, quienes realmente se beneficiarían de sus campañas de opinión pública no serían ellos mismos, sino unos desconocidos golpistas que insurgirían pocos años después, el 4 de febrero de 1992, contra el gobierno del presidente Pérez. Para decirlo en lenguaje popular, aquellos factores económicos, políticos y mediáticos actuaron como auténticos cachicamos que trabajaron para las lapas ocultas de una logia militar golpista. Una década después, los propios responsables de aquella feroz campaña de opinión pública ahora se lamentan por ello, al darse cuenta de que ayudaron a crear un monstruo que amenaza sus intereses.  Parafraseando un sabio refrán popular podía decirse que “los cachicamos habían trabajado para las lapas…”
Hoy vuelven a incurrir en el mismo error de impulsar figuras de la antipolítica de cara a las elecciones de diciembre. Y todo ello en función de privilegiar sus intereses económicos, asociados a los del régimen, como bien se sabe, y con el propósito de dividir aún más a la oposición.

LA PRENSA de Barinas (Venezuela) 01-08-2006



  
CIVILISMO, MILITARISMO Y ANTIPOLÍTICA

En 1976 un lúcido periodista e intelectual venezolano, Carlos Rangel, escribió Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario, un libro que derribó mitos y causó una profunda indignación en ciertos sectores radicalizados de la izquierda de entonces, al punto de que -al más puro estilo nazi- aquella obra fue quemada en la Universidad Central de Venezuela.
Rangel, entre otros asuntos polémicos, analizó allí el tema del caudillismo militarista y del civilismo democrático en nuestro continente. Dijo, entre otras verdades amargas, lo siguiente:

 “Latinoamérica no ha carecido de dirigentes políticos, e inclusive de gobernantes que hayan estimado en su justo valor las ideas y las conquistas de la revolución federal. Su mucha menor fama que la de los caudillos, los demagogos y los tiranos es indicio de la poca estima que el mundo tiene por los dirigentes moderados. Comentando la transgresión, por Trajano, de la recomendación dejada en testamento por Octavio a sus sucesores de defender las fronteras del Imperio sin intentar extenderlas, observa Gibbon (en su Decadencia y Caída del Imperio Romano) que mientras la humanidad se empeñe en aplaudir más generosamente y recordar más a sus destructores que a sus benefactores, la sed de gloria militar tentará siempre a los gobernantes. De igual manera podría decirse que mientras encontremos digno de atención, de admiración -y hasta romántico- al señor de horca y cuchillo, y más todavía (en nuestra época) cuando al echar por la borda todo escrúpulo y toda práctica política civilizada lo hace en nombre de `La Revolución´; y en comparación poco `excitantes´ a los demócratas llamados despectivamente `reformistas´; serán más numerosos en el mundo los candidatos a emular a Stalin que quienes encuentran modelos en Leon Blum, Clement Atlee, o Walther Rathenau; estarán más `en la onda´ Fidel Castro o Perón que Rómulo Betancourt, Eduardo Frei, Rafael Caldera o Carlos Andrés Pérez”.

En Venezuela, los señores de “horca y cuchillo” cubrieron casi siglo y medio, mientras los líderes civiles permanecieron en la sombra. Ciertamente, en el caso venezolano en particular, los caudillos militares coparon todo el siglo XIX y casi la primera mitad del siglo XX en desmedro de los líderes civiles. Por ello, no deja de ser interesante poner de relieve la escasa influencia que los pocos presidentes civiles tuvieron durante el siglo antepasado, a diferencia de la experiencia registrada en la segunda mitad del siglo XX.
La breve y dramática gestión del sabio José María Vargas (1835-1836), rector de la Universidad de Caracas y albacea del Libertador, resulta muy ilustrativa al respecto. Pudiera decirse que está ejemplificada en la célebre anécdota según la cual se enfrentó al golpista militarista Pedro Carujo, la otra cara de la moneda. Igual destino le aguardaría al siguiente presidente civil, Manuel Felipe Tovar (1860-1861), cuya también breve gestión terminaría siendo estrangulada por la confrontación entre la oligarquía militar conservadora y la guerrilla federal. La brevedad de otro presidente civil, Pedro Gual -prócer inicial del movimiento independentista-, relejó también el drama del civilismo ante el militarismo recurrente en Venezuela. Algo parecido le ocurriría al doctor Juan Pablo Rojas Paúl (1888-1890), último presidente civil del siglo XIX, a quien los generales Guzmán Blanco y Crespo pretendieron convertir en un prisionero suyo, cuando ambos decidieron no enfrentarse por la sucesión presidencial de 1890.
Si sumamos el tiempo acumulado por los presidentes civiles en el siglo XIX obtendríamos que apenas gobernaron, en total, un poco más de cuatro años, incluyendo la del encargado Andrés Narvarte, luego de la renuncia del doctor Vargas. El resto del tiempo el poder estuvo en manos de los militares y del militarismo en sus diversos matices. Y ya se sabe que durante la primera mitad del siglo pasado, la también fugaz presidencia civil del escritor Rómulo Gallegos (1948) culminó a los nueve meses, a manos de los militares, quienes lo derrocaron a través de un golpe institucional en nombre de las Fuerzas Armadas Nacionales.

Resulta, amigo lector, que en toda nuestra historia como nación apenas hemos tenido 40 años de gobiernos civiles y civilistas. Se trata del lapso que va entre 1959 y 1999, etapa que algunos han denominado justicieramente la República Civil. Esta es el único período histórico nacional en la cual el civilismo que llegó al poder por elección popular estableció inmediatamente -vía la Constitución de 1961- como política de Estado el regreso de los militares a su campo específico. Así mismo, se estableció el principio de la obediencia castrense a los gobiernos democráticos, desarrollando de manera eficiente su nivel profesional, así como su espíritu tolerante y flexible.

Definitivamente, a pesar de todos los sobresaltos surgidos, el lapso civilista que va de 1959 hasta 1999 ha sido el más provechoso que ha vivido el país en toda su historia, dicho sea esto sin hipérbole alguna, sino atendiendo a un riguroso examen de esta etapa de la vida nacional. En todos los aspectos el país evolucionó: hubo crecimiento humano, político, social, económico y cultural como nunca antes. Hubo también en sus primeros 10 años aspectos lamentables, entre ellos, la violencia de la derecha recalcitrante contra las nacientes instituciones democráticas, así como los efectos nefastos de la guerra entre el gobierno y la subversión armada izquierdista, a principios de los sesenta, cuyas cicatrices pronto fueron restañadas por la llamada política de pacificación ejecutada en los inicios de la década de los setenta.

En consecuencia, el balance entre civilismo y militarismo es muy claro a favor del primero. El militarismo como sistema de gobierno ha resultado absolutamente negativo para el país. Un tercer elemento, la antipolítica, ya analizado en nuestro artículo de opinión la pasada semana, ha resultado en todos lados igualmente inconveniente, con el agravante de que puede vestirse de civilismo o de militarismo.
Los venezolanos debemos estar absolutamente concientes de que la única vía para salir de esta terrible encrucijada es el civilismo democrático. No hay otro camino.   
    
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) - 08-08-2006