miércoles, 11 de septiembre de 2013


40 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO CONTRA ALLENDE

Ahora que se están cumpliendo 40 años del golpe de Estado contra el presidente de Chile Salvador Allende, transcribo parte de un libro de testimonios en el que vengo trabajando desde hace algún tiempo y que espero publicar más adelante.

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Chile, 1972: El cielo encapotado

En septiembre de 1972 realicé mi primer viaje fuera de Venezuela.
Estudiaba el último año de la carrera de Derecho y era miembro del Directorio Nacional de la Juventud Revolucionaria Copeyana. Me desempeñaba entonces como Coordinador de Asuntos Estudiantiles de la juventud copeyana a nivel nacional. Con tal carácter fuimos invitados a un Seminario Internacional por la Corporación de Promoción Universitaria, fundación privada chilena cuyo objetivo era estudiar los movimientos estudiantiles y académicos que se estaban produciendo entonces en el continente americano. La delegación venezolana al evento la conformábamos Ramón Guillermo Aveledo, Rafael Llorens del Toro y yo.
Sostuvimos entonces varias entrevistas con relevantes personalidades del país austral. La más importante de todas, a mi juicio, fue la sostenida con el ex presidente chileno Eduardo Frei Montalva (1911-1982), líder histórico del Partido Demócrata Cristiano (PDC), a quien le había correspondido entregar el cargo a su sucesor, el socialista Salvador Allende. La otra conversación fundamental para entender el drama chileno fue con Radomiro Tomic, el candidato presidencial demócrata cristiano que había perdido las elecciones ante Salvador Allende y el ex presidente Jorge Alessandri.

Se cierne la tragedia sobre los chilenos
Aquella visita fue una experiencia inolvidable. Tuve la singular oportunidad de comprobar la vorágine de confusión y estupidez que fue el gobierno Salvador Allende (1908-1973) en Chile.
La impresión que me traje, junto con mis compañeros de viaje, fue la de que aquella experiencia no duraría mucho: exactamente al año siguiente, el gobierno socialista de la Unidad Popular fue derrocado por las Fuerzas Armadas chilenas. Y es que ya en los meses finales de 1972, el país austral vivía el frenesí absurdo de la nefasta experiencia gubernamental presidida por Allende. Ya se asomaba por entonces la tragedia que se abatiría sobre el pueblo chileno. Cualquier observador desprevenido lo respiraba en el tenso ambiente de esos días. Aquel era, sin duda, un país anarquizado, colapsado, próximo al desastre y al caos, casi a las puertas de la guerra civil.
Mis impresiones del viaje las resumí entonces en un artículo publicado en la desaparecida revista Summa de Caracas, número 63, de fecha 15/30 de noviembre de 1972. Sin mucho esfuerzo afirmé allí que el gobierno de la Unidad Popular había fracasado en Chile y que su final estaba más cercano que tardío.
Esa opinión la sustentaba en los hechos que pude constatar personalmente en Santiago, la capital. La ciudad estaba sometida a una oleada impresionante de protestas de todo tipo, desde las antigubernamentales hasta las pro oficialistas: una serie de huelgas de camioneros, estudiantes, comerciantes, empleados bancarios, etc., había obligado a Allende a decretar el estado de emergencia en 19 provincias y puesto entonces al país bajo un severo control militar.
La verdad era que el fracaso de Allende y su gobierno había dejado al país fuera de su control. El presidente chileno, no obstante su reconocida habilidad y experiencia, se mostraba inexplicablemente  torpe en el plano político, a causa de su impotencia e indecisión al no meter en cintura a los sectores radicalizados del Partido Socialista y del MIR. Estos grupos de extrema izquierda clamaban por el camino de la violencia y pedían rabiosamente un régimen comunista para Chile. Allende, que era un socialista moderado, no estaba de acuerdo, pero su falta de carácter no impidió a tiempo que aquellos sectores irracionales fueran controlados desde adentro.
Todo aquello aconteció a pesar de que el presidente Salvador Allende era un estadista, un político hábil y un líder moderado, sin desmesura ni actitudes paranoicas. No obstante, poco pudo hacer para evitar la catástrofe que, finalmente, terminó arrastrándolo. Allende, contrariando su reputación de líder equilibrado -ésa que, precisamente, le había facilitado su designación por el Congreso chileno como Presidente, incluso con los indispensables votos de sus adversarios ideológicos-, no pudo posteriormente manejar la situación y se dejó arrastrar por el extremismo de su propio partido y de grupúsculos de ultraizquierda, en contra, por cierto, de la posición más sensata y realista del Partido Comunista. El resultado fue un desbarajuste total, con un gobierno de espaldas a la realidad y un país que se caía a pedazos, no sólo en su economía, sino en su convivencia social y política.
Por si fuera poco, en la acera del frente, la derecha reaccionaria conspiraba abiertamente, a través de movimientos terroristas y fascistas como “Patria y Libertad”. La reacción de terratenientes y sectores tradicionales era tan violenta como la de la izquierda radical. Y ambos, aunque cada uno por su lado, estaban de acuerdo en un absurdo propósito: llevar a Chile a la anarquía, ante lo cual los sectores moderados de la UP nada o muy poco podían hacer. Al final, como era previsible, Allende sucumbió aplastado por dos fuerzas, la de sus “aliados” y la de sus enemigos. De allí al golpe militar encabezado por Pinochet no había sino un paso.
Como complemento de la crisis, el gobierno socialista era un completo desaguadero de incapacidad, ineptitud y desorden en todos los aspectos. La situación se agravaba aún más por cuanto se habían nacionalizado indiscriminadamente casi todas las áreas de la economía (la banca, las empresas fundamentales, los consorcios extranjeros, el cobre, los fundos agropecuarios, etc.), con lo cual el Estado creció desmesuradamente y la incapacidad para manejarlo se convirtió en toda una catástrofe. Las empresas nacionalizadas arrojaban pérdidas cuantiosas, su ritmo de producción experimentaba caídas vertiginosas, a causa de errores de planificación y gerencia, y la corrupción gubernamental se apoderaba rápidamente de sus escasos dividendos. Mientras tanto, la inflación crecía sin control, la escasez de bienes y servicios era notoria y el desempleo y la pobreza constituían una desgracia para millones de familias chilenas.
Todo aquel desenfrenado camino al desastre era facilitado -desde el propio gobierno chileno- por la demagogia de los más radicalizados. Una de las notas más resaltantes de toda esta cadena de equivocaciones trágicas la constituyó, por cierto, una larga visita de Fidel Castro, entonces todavía un vigoroso líder continental. Castro agitó durante casi un mes a las fuerzas ultraizquierdistas, y esa experiencia contribuiría a fomentar aún más el clima de violencia, anarquía y de enfrentamientos que ya consumía al pueblo chileno. Allende y sus asesores tal vez nunca midieron en su exacta dimensión las consecuencias fatales que tal hecho implicaría para el futuro inmediato del país sureño.

El pinochetazo
Lo que vino después es también historia conocida: el militar de mayor confianza de Allende, el general Augusto Pinochet -el mismo que el presidente designó como edecán de Fidel Castro durante su larga gira de un mes por Chile en 1970-, encabezó en 1973 un sangriento golpe de Estado en su contra, y el acorralado presidente se suicidó mientras aviones militares bombardeaban el Palacio de La Moneda, sede del gobierno.
Y vino luego la larga noche pinochetista. Miles de muertos, desaparecidos, heridos y detenidos se produjeron en los días iniciales y durante varios años, mientras duró esa dictadura militar, una de las más sangrientas que han conocido los latinoamericanos en muchos años. Aquella fue una tiranía de claro signo fascista, que persiguió con singular saña a sus adversarios y los condenó a la muerte, la cárcel, la desaparición y el exilio. Como resulta consustancial a todo régimen militarista, inmediatamente el autoritarismo, la intolerancia, la represión, la corrupción, así como el absoluto aplastamiento de la sociedad civil y de sus partidos políticos, sindicatos, gremios y organizaciones comunales, se instauraron como características fundamentales de aquel funesto gobierno.
18 años duró este régimen de terror y muerte. 18 años que fueron también un largo tiempo de expiación de los errores cometidos por los partidos que apoyaron a Allende y también por quienes se le opusieron. Vino luego el tiempo del análisis frío y objetivo de aquél pasado ominoso y también el convencimiento generalizado de todos en el sentido de que no podía repetirse en el futuro ni la trágica experiencia de Allende, ni la terrible de Pinochet.
Afortunadamente, Chile volvió nuevamente a la democracia por la mayoritaria decisión de los chilenos y en parte también porque los propios militares obligaron al dictador Pinochet a aceptar la voluntad popular para ponerle fin a su régimen y celebrar elecciones libres y soberanas.
Así nacería el nuevo Chile, ese que viene caminando aceleradamente hacia el progreso, en medio de una prosperidad económica auspiciosa y de una convivencia política admirable. Pero el costo para llegar hasta aquí fue muy alto, no sólo en términos de vidas humanas sino también en términos políticos y sociales.