sábado, 26 de octubre de 2019

OBJETIVO: DESESTABILIZAR LAS DEMOCRACIAS
Gehard Cartay Ramírez
Los que quieren pecar de ingenuos –para no hablar de los que actúan con cinismo abierto–, al analizar los últimos acontecimientos en Perú, Ecuador y Chile, afirman que los mismos han sido provocados por el malestar de las grandes mayorías frente a sus gobiernos. Hay otro tipo de cínicos e ingenuos también que han acudido a un segundo argumento, en consonancia con el anterior, como es el de negar las implicaciones internacionales de tales hechos.

En uno y otro caso, las argumentaciones no parecen sólidas. Veamos los casos más recientes: en Ecuador, su actual presidente sustituyó a Correa, quien había gobernado por varios años bajo la influencia del denominado “Socialismo de siglo XXI”. Bastó que entregara el poder para que, a los pocos meses, estallaran los conflictos aludidos. Entonces se echó mano a la tesis del “descontento popular” por algunas medidas tomadas por el presidente Lenin Moreno, se habló de una supuesta insurgencia indígena y otras cuantas cosas más. Todo ello, insisto, en un brevísimo tiempo. Pero lo que quedó claro, luego de aplacarse rápidamente la situación, era que detrás de todo aquello se había intentado un simple golpe de Estado manejado desde Caracas –dicen– por el propio Correa. Sólo que la mecha se apagó antes de llegar a la pólvora.

En Chile pasa algo parecido: la centro izquierda ha gobernado durante cinco períodos constitucionales y la derecha en dos oportunidades. Pero se pretende que el presidente Piñera es ahora el culpable de los problemas sociales que vive aquel país, a pesar de que sus datos macroeconómicos son los mejores de América Latina, su salario mínimo figura entre los más altos y su estabilidad política, democrática y jurídica es superior a las de algunos de sus vecinos. Pero la protesta dirigida estalla ahora, lo que no es casualidad en modo alguno. No la hubo durante los gobiernos anteriores, a pesar de que las quejas y problemas son de vieja data.

En ambos casos resulta insostenible la teoría del “descontento popular”, y no porque no existan inconformidad y molestias, sino precisamente porque lo de “popular” sobra. En el caso de Chile, por ejemplo, los actos de destrucción, violencia y vandalismo no surgieron desde abajo, sino que han sido protagonizados grupos extremistas minoritarios, que obviamente obedecen directrices desde adentro y desde afuera. La precisión casi suiza para destruir varias estaciones del Metro de Santiago, los saqueos sincronizados a cadenas de supermercados, el incendio de edificaciones públicas, la logística y mecanismos de última generación para destruirlas, casi todo ello ocurrido simultáneamente en sus inicios y en una urbe tan extensa como la capital chilena, dejan en claro que lo sucedido no tuvo el carácter espontáneo que algunos le asignan.

Todo ello, insisto, sin negar el descontento popular que debe existir ante problemas insolubles en el tiempo, no obstante los innegables progresos alcanzados por Chile en los últimos años. Y, por supuesto, sin dejar de condenar también la represión desmedida o la violación de derechos humanos que se han producido por parte de militares y policías, tanto en Ecuador como en Chile, a propósito de estos hechos.
Pero, en el fondo, se echa mano a esas excusas para justificar sus planes de desestabilización antidemocrática. La verdad es que al castrocomunismo nada le importa la justicia social, la reivindicación de los pobres o los intereses populares. Su ejemplo como gobernantes dice lo contrario, como lo demuestran los casos de Cuba y Venezuela.

Queda claro entonces que hay una evidente intervención extranjera en los casos aludidos, aunque no falten los cínicos –a quienes ciertos “comeflores” y pendejos ayudan con su puerilidad descomunal– que lo nieguen con un argumento que pareciera cierto en principio, pero que cuando se analiza a fondo se cae por su propio peso. Dicen estos analistas de pacotilla que la ineptitud de Maduro, demostrada ya suficientemente en su tarea como destructor de Venezuela, lo invalida también para desestabilizar a la democracia en la región. La verdad es que su incapacidad e ineptitud están referidas a su condición de usurpador del poder, pero no a la de desestabilizador.

Su caso –no lo olvidemos– deriva de la ya larga experiencia guerrillera, desestabilizadora e intervencionista del castrocomunismo cubano en otros países. Hay que recordar que la dictadura de Cuba, desde 1959, trató de repetir su experiencia en varias regiones de Centro y Sur América, mientras su pueblo se hundía cada vez más en la pobreza, el hambre y el atraso más espantosos. Pero ello no le impedía financiar generosamente guerrillas afuera y se dio hasta el tupé de intervenir con sus tropas en África, mientras los cubanos aguantaban hambre y necesidades de todo tipo.
De manera que ambas dictaduras no son tan ineptas para desestabilizar, como sí lo han sido para gobernar. Y es bueno separar ambas cosas, para no caer en una argumentación que los “libera” de su perverso intervencionismo.

En un reciente y lúcido artículo de opinión, Fernando Luis Egaña nos ha recordado estas verdades. Ha señalado que luego de la última reunión de Foro de Sao Paulo, ocurrida precisamente en Caracas el pasado mes de junio, “se han desatado conmociones socio políticas en varios países de la región, como Ecuador y Chile, también en Perú; en Colombia parte de las FARC regresan a la violencia guerrillera (…) Y ello ha ocurrido en la cercanía de varias elecciones nacionales, como la boliviana, la argentina, la uruguaya (…) en las que fuerzas y personajes políticos que forman parte directa o indirectamente del referido Foro, aspiran a continuar en el poder o recuperarlo, no tanto por las buenas o las malas, sino por las malas y las peores, como lo evidencia el masivo y descarado fraude perpetrado por Evo Morales”.

Nada de esto es simple coincidencia. Esos actos de desestabilización de las democracias son el paso previo para imponer sus proyectos de dominación castrocomunista. Y los venezolanos lo sabemos, porque, al igual que los cubanos, ahora lo sufrimos en carne propia. En ese empeño, sus actores no se detienen ante nada, dilapidando millones de dólares para financiar la desestabilización, aliados con el narcotráfico y tejiendo una red de terrorismo en todo el continente.

Por desgracia, nuestras democracias no se muestran capaces de defenderse ante este descarado intervencionismo que busca liquidarlas. Porque, como lo he venido sosteniendo en artículos anteriores, la democracia sigue siendo el único sistema que permite a sus adversarios que la destruyan, utilizando, incluso, sus propios atributos, como el sufragio libre, la libertad de opinión e información, el pluralismo ideológico y el respeto al adversario.

LAPATILLA.COM

domingo, 20 de octubre de 2019

MILITARISMO Y CIVILISMO, A PROPOSITO DEL 18 DE OCTUBRE DE 1945

Rómulo Betancourt, presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, y Rafael Caldera, Procurador General de la República, junto a un grupo de civiles, luego del 18 de octubre de 1945.



Militarismo y petróleo
Militarismo y petróleo –este en auxilio del primero, ciertamente- pudieron marchar juntos durante casi treinta años ininterrumpidos, pero sin que el llamado oro negro significara progreso, bienestar y desarrollo para el empobrecido pueblo venezolano de aquel entonces. Todo lo contrario: el petróleo sólo sirvió para enriquecer a las compañías norteamericanas que lo explotaban y, por supuesto, al gobierno, es decir, al jefe único y su cúpula, sobre todo a la élite militar que le servía de apoyo. En estas condiciones era absolutamente comprensible que aquella tiranía se prolongara en el tiempo, sin mayores amenazas serias y sin que los leves arañazos de alguna que otra montonera armada o de las inofensivas algaradas estudiantiles de 1928 lo conmovieran de alguna manera.

Así se cumple un siglo durante el cual Venezuela fue “una República de generales-Presidentes”, según la atinada calificación de Rómulo Betancourt (2). Son cien años de dominio militar y militarista. Y aún así, la década siguiente todavía será dominada por dos militares, López Contreras y Medina Angarita, quienes a pesar de su tolerancia y amplitud no se atrevieron a implantar una democracia verdaderamente popular. Más bien se pronunciaron por una evolución lenta y gradual hacia el sistema democrático, pero, en el fondo, temerosos de entregarle al pueblo su derecho a elegir los gobernantes mediante el sufragio directo, universal y secreto. Hay que recordar, a este respecto, que ambos fueron electos mediante el sistema electoral de segundo grado que heredaron de Gómez. Su sostén institucional fue entonces la institución militar y su doctrina se basó en un bolivarianismo difuso y militarista. Asumieron, además, un criterio cerrado y discriminatorio: ambos creían que para ser Presidente de Venezuela era necesario cumplir la ecuación militar y andino.

Ese extraño maridaje cívico-militar que hace posible la caída de Medina Angarita
Vendrá después el trienio cívico-militar iniciado el 18 de octubre del 1945, cuando se produce la alianza entre un grupo de jóvenes oficiales tan ambiciosos como audaces y otro grupo de dirigentes civiles de iguales condiciones. Ese extraño maridaje cívico-militar que hace posible la caída de Medina Angarita abrirá, sin embargo, un largo paréntesis militarista en nuestra historia moderna, atenuado al principio por la imposición del liderazgo civil de Betancourt como presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, pero definitivamente restaurado a la caída de Gallegos.

No obstante, en aquellos tres años se producirán importantes reformas institucionales, entre ellas -la más trascendente, sin duda-, el establecimiento del sufragio popular directo, universal y secreto para elegir al Presidente de la República, los miembros del Congreso y de las Asambleas Legislativas de los entidades federales. Mientras tanto, los civiles y militares coaligados en función de gobierno piensan que utilizan para sus fines al socio de aquel ensayo cívico-militar, y solo están a la espera de desembarazarse del aliado en cuestión. Se trata de una lucha soterrada entre un civilismo que menosprecia a los militares y un militarismo que desprecia a los civiles. La dirigencia civil de AD no propiciará una real democratización de la institución armada, y esta, a su vez, desconfiará acerbamente de las tendencias hegemónicas que afloran sin recato alguno en aquel partido.

Como era de preverse, al final saldrán ganando los militaristas. Apenas soportarán nueve meses del fugaz gobierno del civilista Rómulo Gallegos. Lo derrocarán el 24 de noviembre de 1948 mediante un golpe de Estado que ejecutan las Fuerzas Armadas Nacionales como institución, sin que se dispare un tiro en todo el país, mientras el mundo civil, dividido y anarquizado, se repliega impotente. Así se iniciará la década militar que culminará el 23 de enero de 1958, con la caída de la dictadura de Pérez Jiménez. Sin embargo, una vez derrocado Gallegos, Delgado Chalbaud mantendrá sus conexiones con el mundo civil no adeco, a los fines de llevar al país a un nuevo proceso electoral. Este proyecto del presidente de la Junta Militar se frustrará con su asesinato en 1950.

El coronel Marcos Pérez Jiménez, líder único e indiscutido de la institución castrense.
Comenzará a acentuarse en ese mismo momento el militarismo más radicalizado, encabezado por el coronel Marcos Pérez Jiménez, líder único e indiscutido de la institución castrense. El militarismo perezjimenista formaba entonces parte del destino manifiesto del que se sentían depositarias buena parte de las Fuerzas Armadas latinoamericanas, con muy escasas excepciones. El influjo del gobierno militarista, populista y fascista del general Juan Domingo Perón en Argentina fue un poderoso estímulo para que surgieran varias dictaduras en el continente, apoyadas luego por el gobierno del general Eisenwoher, presidente de los Estados Unidos en la década de los años cincuenta.

El general Pérez Jiménez, apoyado por las Fuerzas Armadas Nacionales como institución privilegiará entonces la profesión de las armas y hacia ella convergerán amplios sectores de la próspera clase media del momento. Bajo su gestión, las Fuerzas Armadas reciben un decidido impulso modernizador, a la sombra de una bonanza económica sin precedentes, las excelentes relaciones con Estados Unidos, los precios petroleros favorables, el auge capitalista de entonces y el afán obsesivamente constructor del propio jefe del gobierno.

Pero la fase militarista también se desarrolla, como es lógico, bajo la crítica contumaz contra los partidos y la democracia, sustituidos ahora con la prédica permanente de “la unión entre las Fuerzas Armadas y el pueblo”, la misma canción que escucharemos los venezolanos medio siglo después. El discurso militarista niega los avances del civilismo en cualquier terreno y condena la política como actividad de servicio público, mientras satura todos los niveles gubernamentales con una presencia exagerada de oficiales altos y medios.

El gobierno presidido por Pérez Jiménez será esencialmente estatista, desarrollista y militarista, todo ello en función del objetivo fundamental: la transformación del medio físico. De allí deriva la característica constructora del régimen, objetivo que privilegia por encima de los otros, al tiempo que ofrece paz y progreso. El militarismo desarrollista tiene, por supuesto, su propio complejo de superioridad: su labor es responder a las necesidades materiales fundamentales de la comunidad nacional, pero imponiéndose sobre los ciudadanos desde el sitial de fuerza que usurpan, mientras dicen servir a una nación de débiles, sin capacidad para saber lo que les conviene y mucho menos para gobernarse a sí mismos.

Así transcurrirá casi todo el período dictatorial hasta que, en sus últimos meses, Pérez Jiménez empieza a dar muestras de querer continuar ejerciendo el poder, pero de manera personal y no en nombre de las Fuerzas Armadas, como había sido hasta entonces. Será en ese momento cuando se comience a agrietar el apoyo militar al tirano. Quiere decir, obviamente, que el carácter militarista de aquél régimen estuvo dado, no sólo por la concepción personal que al respecto sostenía su jefe, sino, además, por la propia concepción que -como institución- tenían sobre el particular las Fuerzas Armadas.

El paso siguiente fue la caída de Pérez Jiménez, severamente erosionado en su base de apoyo militar y, desde luego, cuestionado por la mayoría de sus compatriotas. Pero el saldo para los militares también será negativo: ante la opinión pública aparecerán como culpables de los desafueros cometidos por la dictadura. Sin embargo, la insurgencia

de enero de 1958 rompió aquel esquema y, consecuencialmente, obligó a los altos mandos militares a retirarle al dictador el apoyo que venían prestándole desde hacía 10 largos años. Había entonces un indiscutible rechazo generalizado hacia la institución castrense que sólo el tiempo se encargaría de restañar, aunque –ciertamente- de manera bastante expedita.

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(2)Rómulo Betancourt, "Venezuela, política y petróleo", Editorial Senderos, Bogotá, 1969, página 903.

(Tomado de mi libro "Orígenes ocultos del chavismo. Militares, guerrilleros y civiles", Editorial Libros Marcados, Caracas, 2006)


El coronel Carlos Delgado Chalbaud, ministro de la Defensa, y el presidente Rómulo Gallegos. El primero derrocaría al segundo mediante un golpe de Estado el 24 de noviembre de 1948.

viernes, 4 de octubre de 2019

LA AUTÉNTICA NATURALEZA DEL RÉGIMEN
* Gehard Cartay Ramírez
La casi totalidad de la oposición venezolana pareciera no haber entendido –luego de más de 20 años- la verdadera naturaleza del régimen que ha destruido a Venezuela desde 1999.

Por una parte, estamos frente a un régimen que no oculta su deseo de prolongarse indefinidamente en el tiempo. Toda dictadura siempre busca ese objetivo, pues consideran que no tienen fecha de vencimiento. Ahora, cuando saben que la mayoría de los venezolanos los rechaza, entonces realizan elecciones a su medida, inhabilitando partidos políticos y candidatos que no les convienen, institucionalizando el fraude electoral y pretendiendo crear una “oposición” leal al régimen y, por tanto, dócil y domesticada.

Por la otra, no puede olvidarse que toda dictadura, en especial si representa una involución al haber obtenido el poder por la vía de los votos -casos de Mussolini y Hitler, entre otros-, desmantela la democracia y sus instituciones para ponerlas al servicio de su objetivo de permanecer en el poder a costa de lo que sea. Eso es precisamente lo que ha sucedido aquí desde que ganó el teniente coronel Chávez, hace ya casi 21 años.

En este propósito, por paradójico que parezca, las democracias -afirmaba el intelectual francés Jean François Revel- siempre son presa fácil, por la sencilla razón de que constituyen el único sistema que puede destruirse desde adentro utilizando, maliciosamente, eso sí, sus propios mecanismos, tal como ocurre en Venezuela desde que el chavismo ganó las elecciones en 1998, luego de haber intentado criminalmente llegar al poder por la vía del golpe de Estado.

¿Habrá que recordar, otra vez, la permanente actitud represiva del régimen, que no sólo incluye la utilización siniestra de sus tribunales y fiscalías, sino también de sus organismos policiales y de la cúpula de la Fuerza Armada?

¿Habrá que citar, nuevamente, el creciente número de presos políticos, exiliados y perseguidos que hoy son clara demostración de la naturaleza dictatorial del régimen?

¿O habrá que recordar también su abierta estrategia para liquidar finalmente a la actual Asamblea Nacional, electa en diciembre de 2015 por la inmensa mayoría de los venezolanos, tan sólo porque ya no es un instrumento ciego a su servicio y ahora la conceptúan como un obstáculo para sus propósitos de eternizarse en el poder, saboteándola en el ejercicio de sus funciones?

¿Habrá que citar también la judicialización de la política o la politización de la justicia para perseguir y condenar a los adversarios del régimen, violando flagrantemente la Constitución Nacional?

Y todo ello para no insistir en la tragedia humanitaria que nos azota, con millones de venezolanos en diáspora por el mundo, con el hambre y la pobreza arropándolo todo, con nuestra gente viviendo cada vez más en peores condiciones, mientras el territorio nacional es ocupado y saqueado por fuerzas extranjeras, sin que quienes están obligados por la Constitución a actuar en su salvaguarda enfrenten esa invasión foránea.

Vistas así las cosas, si el diagnóstico del régimen chavomadurista y militarista se ha demostrado desacertado durante este largo período, se explicarían entonces los errores y equívocos cometidos por la dirigencia opositora, hoy fraccionada en tres sectores que proponen salidas y alternativas muy diferentes.

Así, resulta fácil comprobar que existe un sector minoritario que aparenta no haberse dado cuenta de la retorcida naturaleza del chavomadurista militarista y pretende, por lo tanto, considerarlo como si estuviéramos en una democracia normal y ante un adversario respetuoso de la Constitución, del Estado de Derecho y del Principio de la Legalidad. Tal vez por esa razón –o algunas otras desconocidas–, se prestan a supuestas negociaciones, sin tener fuerza para ello, haciéndole comparsa a un régimen que necesita desesperadamente una “oposición” a su medida. Y no es la primera vez, por cierto: ya en las elecciones fraudulentas de mayo de 2018 le hicieron coro al chavomadurismo militarista, participando en ellas, sin garantías de ningún tipo.

Pero no sólo eso. Las declaraciones de sus voceros por lo general nunca asumen temas fundamentales como la destrucción de la institucionalidad democrática, la naturaleza totalitaria y los abusos sistemáticos del régimen, la ruina, el hambre, la inseguridad, la corrupción y el saqueo del país por parte de altos personeros y sus socios extranjeros. Los temas son tratados con pinzas y sus posiciones no muestran una oposición frontal y sincera.

También existe otro sector opositor –por fortuna igualmente minoritario como el anterior– que propugna salidas de fuerza, sin tener poder para ello, mediante un discurso populista, voluntarioso y engañoso. Apuestan por una intervención foránea que no depende de ellos en forma alguna y que, de producirse, sólo respondería a razones de interés y seguridad de quienes la acometan, tarea muy costosa desde el punto de vista político y financiero, para no hablar del aspecto humanitario. Esa oposición radical quiere “ganar indulgencia con escapulario ajeno”, como reza un refrán popular.

Tal vez el más realista sea el sector mayoritario que se agrupa en la Asamblea Nacional y lideriza Juan Guaidó. Desde enero viene desarrollando una agresiva política internacional para aislar y denunciar al régimen, tarea en la que ha resultado más exitoso que puertas adentro. Porque en el país, esa estrategia hasta ahora no ha tenido eco en el seno de la institución militar, que aparece muy comprometida en su apoyo al régimen chavomadurista, a causa de su descomunal cuota de poder, lo que autorizaría a denominarlo también como un régimen militarista. Al contrario de lo que en su momento hicieron los militares en Brasil, Argentina, Uruguay y Chile, al facilitar una transición pacífica en acuerdo con los civiles demócratas, aquí ese papel no han querido asumirlo, no obstante que la propia Constitución los autorizaría al efecto, por aquello de recobrar su vigencia ante la destrucción de las instituciones.

Y es justamente en este punto donde falla la comprensión de la mayoría opositora al no entender la auténtica naturaleza del régimen. Ello implica entonces variar la estrategia hacia otra más efectiva y realista, que implique desarrollar un cuadro similar, en lo posible, a lo ocurrido cuando fue derrocada la dictadura perezjimenista en 1958.

LAPATILLA.COM
Jueves, 02 de octubre de 2019.