1958-1998: mentiras verdaderas
Gehard Cartay Ramírez
VIGENCIA
DEL 23 DE ENERO DE 1958
El 23 de enero de 1958 fue el punto culminante de la
insurrección popular que derrocó la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez
y el inicio del actual sistema democrático venezolano.
Aquello no fue -al contrario de lo que algunos piensan-
un golpe de Estado. Era imposible que lo fuera. La dictadura tenía su más firme
sostén, al igual que ahora, en las Fuerzas Armadas. La tesis perezjimenista,
como también sucede actualmente, postulaba convertir -y así sucedió, sin duda,
entre 1952 y 1958- al factor militar en un partido político atípico, a falta de
uno genuino, cosa que nunca le preocupó al tirano tachirense. Sin embargo, tal
circunstancia no impidió su derrocamiento el 23 de enero de 1958, entre otras
cosas, porque el apoyo militar no siempre significa que un régimen no se caiga.
Aunque ya se sabe -como lo dijo socarronamente un experimentado político
venezolano, el ex presidente Herrera Campíns- que “los militares son leales
hasta que se alzan”, no es cierto, por otra parte, que su sólo respaldo, con
prescindencia de la sociedad civil, sea suficiente. Ha habido casos, muy
recientes, por lo demás, de presidentes (Milosevic en Yugoslavia, Fujimori en
Perú y este fin de semana, por cierto, Estrada en Filipinas) con sólido y
perruno apoyo militar que, al final, fueron derrocados por vigorosas
insurrecciones populares -sin pérdidas humanas, por cierto- a las cuales, como
casi siempre sucede, las Fuerzas Armadas resolvieron no enfrentarse. Eso fue,
en efecto, lo que sucedió aquí el 23 de enero de 1958.
Vale la pena detenerse en este aspecto: es probable que
la historia militar siempre pretenda ocultar el apoyo que la institución brindó
-como tal- a la tiranía perezjimenista. La historia, sin embargo, es terca, y
difícilmente pueda reescribirse. La verdad no es otra sino esta: Pérez Jiménez
(PJ) se ufanó siempre de que su régimen tenía su mejor sostén en las Fuerzas
Armadas. Dio a estas, en consecuencia, una importantísima cuota de poder, sólo
comparable a la actual gestión de nuestros días. Hubo así una militarización
creciente en todos los aspectos. Al final, aquella circunstancia se hizo
repugnante a los ojos de los venezolanos, pues se tenía la sensación de que los
crímenes, desmanes y arbitrariedades de la dictadura habían contado con el
apoyo de los militares o, cuando menos, se habían cometido con su silencio
cómplice. Desde luego que tal apoyo no fue unánime: buena parte de los oficiales
jóvenes no se tragaban a Pérez Jiménez y
su régimen. En todo caso, la actitud de la mayoría militar trajo como
consecuencia cierta desconfianza frente a las Fuerzas Armadas a partir de 1958,
situación que sólo fue superada cuando se convirtió en una institución ajena a
la diatriba política y partidista, uno de los logros más sobresalientes de la
Constitución de 1961. Tal principio era, por lo demás, un ideal bolivariano: la
sujeción de los militares al Poder Civil. 40 años después, las cosas han vuelto
al lugar donde las dejó la dictadura perezjimenista.
El 23 de enero de 1958 hubo, además, una circunstancia
de la mayor trascendencia: nunca antes en la historia venezolana -con excepción
del 5 de julio de 1811- se había registrado un ambiente de unidad nacional. El
país se sobrepuso a sus divergencias históricas de entonces con una facilidad
pasmosa. La razón de tal proceder estribaba en el deseo común e indiscutible de
marchar hacia adelante, sin detenerse en razones ideológicas o doctrinarias,
muchísimo menos de orden partidista. La integración de la llamada Junta
Patriótica es un ejemplo de tal afirmación. Allí confluyeron jóvenes líderes de
Acción Democrática (AD), Unión Republicana Democrática (URD), Partido Social
Cristiano Copei, Partido Comunista de Venezuela (PCV) e independientes, todos
absolutamente comprometidos con la tarea de derrocar la dictadura. Su gesto, desde
luego, no fue de ninguna manera el desarrollo de una estrategia de lucha de
largo alcance, sino un pronunciamiento que se produjo cuando ya las condiciones
clamaban, a viva voz, que los días de la dictadura de PJ estaban contados.
De allí
que, visto con la frialdad de la distancia histórica, resulte ridículo que
algunos -entonces o después- pretendan abrogarse el protagonismo del 23 de
enero de 1958. Igual sucederá 31 años después, cuando explote el Caracazo. Son, sin duda, insurgencias
comunitarias, no prevenidas ni organizadas, sino auténticos movimientos populares
que cada cierto tiempo -al igual que los terremotos y otros fenómenos
telúricos- brotan para que no se olvide que el pueblo también es protagonista,
por encima de sus dirigentes o de quienes afirman serlo.
No
puede, en consecuencia, negarse la importancia histórica de esta fecha. Tampoco
puede, en aras de una absurda reivindicación de la figura histórica de Pérez
Jiménez -estimulada aquélla por una imposible comparación de la obra del dictador
con la de la democracia-, negársele su vigencia de siempre al 23 de enero de
1958. Mucho menos puede tolerarse el criterio ilógico que pretende también
desconocerla, a partir de su supuesta fecha de inicio de los “40 años de las
cúpulas podridas”, conforme lo machaca el maniqueo y falsificador discurso
oficial de hoy. El 23 de enero de 1958 significa, ni más ni menos, la irrupción
del pueblo venezolano contra una dictadura y la posterior implantación de la
democracia moderna de hoy. Ni más, ni menos. Y vaya que son bastantes tales
logros desde el punto de vista histórico.
Acaso
valga la pena resumir lo que fue aquella insurrección popular. Se inició cuando
Pérez Jiménez ejecutó -en diciembre de 1957- la farsa plebiscitaría con la cual
pretendía perpetuarse en el poder. Hubo desde entonces algunas conspiraciones
de oficiales jóvenes, ninguna de las cuales se concretó. El 13 de enero, cuando
ya el país empieza a ser convulsionado por manifestaciones y huelgas de todo
género, el Alto Mando Militar -el mismo que PJ había designado días antes- lo
presiona para que destituya al ministro de interior y al jefe de la policía
política. El 21 se produce la huelga general contra la dictadura, con rotundo
éxito. El 23 cae Pérez Jiménez y huye a la República Dominicana, protegido por el
dictador Rafael Leonidas Trujillo (Chapita).
El
actor fundamental, por tanto, fue el pueblo. La Junta Patriótica -cuyo papel
fue importantísimo- no tuvo empacho en reconocerlo en uno de sus primeros
comunicados. Y esa, y no otra, es la verdad histórica. Acaso el 23 de enero de
1958 sea una de las muy pocas veces donde el pueblo venezolano asumió su propio
protagonismo. En otras ocasiones, la falsedad de historiadores inescrupulosos y
fabuladores, le asignaron roles que nunca tuvo en verdad. Así sucedió, por ejemplo,
con la desgraciada etapa de la Guerra Federal o en los bufos comicios
electorales convocados desde 1830 hasta 1947. En esas ocasiones, el pueblo fue
el gran invocado pero nunca pasó de ser el eterno convidado de piedra.
Esa es
la verdadera vigencia del 23 de enero de 1958.
LA
PRENSA de Barinas (Venezuela) / 23-01-2001.
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Este artículo se refiere al despropósito gubernamental actual
que pretende desconocer la importancia histórica del 23 de enero de 1958, al
considerarlo -de manera ilógica- como el punto de partida del mal llamado puntofijismo. Por contraposición, sobre
todo a partir del año 2001, se festejó pantagruélicamente el 4 de febrero de
1992, signado como una especie de nueva “fecha patria” en conmemoración de la
fallida intentona golpista. Se trata, inequívocamente, de un esfuerzo absurdo
por falsificar otra etapa histórica del país, a pesar de su reciente data y de
sus nefastos efectos.
PUNTOFIJISMO
Y CHAVISMO
(Crónica
sobre otra superchería histórica)
El actual régimen ha manejado -con cierto éxito- la
tesis de que los 40 años anteriores fueron funestos y que, al propio tiempo, su
gestión está acabando con los vicios de ese pasado.
Se trata de
una doble mentira histórica. Ni los 40 años anteriores fueron tan malos como
dicen los chavistas, ni el actual gobierno representa todo lo contrario. Si se
enjuician ambos hechos con serenidad, objetividad e imparcialidad, fácilmente
puede deducirse que los criterios del régimen en estas materias son una simple
superchería, es decir, contrarios a la realidad misma de nuestra reciente
historia.
Los 40 años
del mal llamado puntofijismo no
fueron, insisto, una tragedia para el país. Históricamente constituyen, hasta
hoy, la más provechosa etapa venezolana en todos los sentidos. Nunca antes hubo
tantos logros en lo político, económico, social, tecnológico y cultural, como a
partir del 1958. Negar esta realidad es pretender tapar el sol con un dedo,
diríamos, citando un manido lugar común.
Porque, en efecto, ¿cuándo antes Venezuela
alcanzó los niveles de progreso obtenidos en esta última etapa? Nunca antes,
amigo lector. Revísense con ánimo crítico los hechos históricos de la
Conquista, la Colonia, la Independencia, o aquellos que vienen desde la
proclamación de la República en 1830, bajo la jefatura de Páez, hasta la muerte
de Gómez en 1935, y se concluirá forzosamente que durante todo ese largo tiempo
el país vivió sumido en la pobreza, la guerra, las epidemias y enfermedades, la
violencia, el atraso educativo y cultural y la explotación secular de los más
débiles por parte de una minoría de castas ricas y aristocráticas que
sometieron -durante varios siglos- a las demás clases sociales. En todos esos
largos años del Siglo XIX fueron escasos los momentos en que hubo civilidad y
avances democráticos, a excepción, probablemente, de las primeras décadas luego
de la separación de la Gran Colombia y algunos logros modernizadores bajo los
gobiernos, lamentablemente ladrones y corruptos, del general Antonio Guzmán
Blanco. Y sin embargo, en el plano del desarrollo y el bienestar de la Nación,
tampoco hubo hechos significativos.
¿Qué era
Venezuela a la muerte de Gómez, hace apenas 70 años? Un país rural, sin
comunicaciones de ningún tipo, azotado por las enfermedades, el analfabetismo,
el hambre, la desnutrición y con la mayoría de sus mejores hombres pudriéndose
en las cárceles o aventados al exilio. Dos o tres universidades, uno que otro
liceo, pocos hospitales, escasas carreteras, pueblos de casas muertas, como bien los calificó el escritor Miguel Otero
Silva, aislados del mundo y del progreso. Y no eran en tiempos inmemoriales. Se
estaba viviendo la tercera década del siglo XX, en pleno apogeo mundial de la
industrialización, la educación, la cultura y la educación. Buenos Aires y Río
Janeiro, por ejemplo, eran metrópolis importantes y ya contaban con el metro
como medio de transporte. Nosotros, mientras tanto, apenas éramos el hato del
general Gómez. ¿Acaso eso se ha olvidado?
Sin
desconocer los posteriores méritos de López Contreras y Medina Angarita, la
verdad es que sus éxitos se limitaron a una tímida apertura hacia la
democracia. El trienio adeco-militar entre 1945 y 1948, desdibujó sus pininos
democráticos con una actitud torpe, sectaria y autoritaria, muy parecida a la
que hoy vivimos, la cual, finalmente, ayudó a su liquidación a manos de las
Fuerzas Armadas. Y sin ignorar tampoco los logros materiales de la dictadura
perezjimenista, bien se sabe que ésta, en cambio y desgraciadamente, acabó con
la naciente democracia, los derechos humanos y la libertad, en nombre de la transformación del medio físico, su
única filosofía de gobierno.
Queda
entonces el período que viene desde 1958 hasta hoy, satanizado injusta y
oportunistamente por quienes ahora mal gobiernan. Su principal logro: haber
consolidado la estabilidad democrática en un país que por larguísimos años
vivió la pesadilla interminable de las guerras civiles, las “revoluciones” y
los intermitentes golpes de estado. En este período, en cambio, el pueblo ha
elegido sistemáticamente -hasta hoy- nueve presidentes y diez parlamentos,
ejercido un régimen de libertades, con algunos desgraciados abusos y excesos
que, en todo caso, no desmeritan el balance, y, finalmente, consolidado la
cultura democrática del pueblo venezolano, esa que, justamente ahora, hace
imposible que se concrete la tentación autoritaria y totalitaria de los
actuales gobernantes. Y al lado de todo esto, la gran transformación que han
significado la masificación de la educación -centenares de universidades,
tecnológicos y politécnicos, miles de liceos, escuelas y preescolares, así como la formación de
calificados profesionales en todas las ramas, aparte de los formados en
prestigiosas instituciones de educación superior extranjeras-; la salud -hospitales
y centros de salud en todo el país y la erradicación de muchas enfermedades y
epidemias seculares-; las comunicaciones -una red de carreteras como nunca
antes, junto a puertos y aeropuertos-; la vivienda y la electrificación de todo el territorio
nacional; son, entre muchas otras, algunas de las conquistas alcanzadas.
Advierto
que no estoy proponiendo volver al pasado, ni tampoco soy partidario de una
restauración política. Nada más lejos de mi opinión. Simplemente trato de poner
las cosas en su sitio. Por eso mismo no vacilo en afirmar que a partir 1958
hubo también muchos errores. Desde mediados de los setenta, por ejemplo, los
gobiernos han asumido (en nombre del país) una deuda externa monstruosa, a
pesar de disponer -como nunca antes, sin duda- de cuantiosos recursos
financieros, al tiempo que también han acumulado una deuda social gigantesca,
sobre todo con los más pobres. La corrupción, por otro lado, ha socavado las
bases morales como nunca antes, mientras una mediocre e inmediatista dirigencia
política partidista se fue desprendiendo de sus compromisos con las mayorías;
un sector empresarial insensible y lucrativo continuó parasitando a la sombra
del Estado y desgraciadamente la educación ha seguido empeorando cada vez más
en cuanto a su calidad.
Todo eso es
cierto, y no admite discusión alguna. Sin embargo, a la hora de poner en una
balanza los logros y los errores, aquellos pesan mucho más. Por eso,
precisamente, es que no puede admitirse la superchería del actual gobierno al
pretender erigir en torno a estos 40 años de democracia una especie de leyenda negra, sin reconocerles a cambio
nada positivo y reducirlos simplistamente a una etapa vil, de ineficacia,
saqueo y corrupción, lo cual no es enteramente cierto, como queda afirmado.
Lo condenable de toda esta actitud maniquea es
que el chavismo destruyó lo bueno que debía conservarse de esta etapa histórica
y, en cambio, conservó todo aquello que ha debido destruirse. He allí su gran
contradicción. Porque, ciertamente, si comparamos los resultados de este
bochinche que pretenden pasar por revolución -y encima de esto, la llaman
“bolivariana”- puede colegirse sin dificultad que nada ha cambiado para mejorar
y que los gobernantes de hoy han sido incapaces de imitar las muchas virtudes
de estas cuatro décadas de democracia, habiendo multiplicado con creces todas
sus desviaciones, aberraciones y pecados. ¿Qué cosa importante, en efecto, ha
cambiado en estos años? ¿Cuál es el legado moral y ético de quienes ahora mal
gobiernan? ¿Cuál es su demostración de eficiencia? ¿Qué han mejorado con
relación al pasado reciente? El balance no los ayuda, desde luego.
Lamentablemente
para ellos, la corrupción y la ineficacia, la deuda social con los más pobres,
los pésimos servicios públicos, el hambre y la miseria crecientes, el desempleo
arrollador, la desconfianza de los jóvenes en su propio país, el clientelismo
político y el sectarismo fanático -todo ello aunado al autoritarismo, el
militarismo y la intolerancia que lo caracterizan-, son ahora mayores que
antes.
No fueron
tan malos entonces los 40 años, como afirma el chavismo, ni este ha resultado
el remedio adecuado para esos supuestos males. Afirmar lo contrario es
falsificar la historia, lo cual resulta inaceptable.
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) / 02-04-2002.
LA
CRISIS DE
LOS PARTIDOS HISTÓRICOS (I)
(Causas, efectos y
pronósticos)
La crisis de los partidos políticos
históricos es una de las causas primordiales de la actual coyuntura política
venezolana. Se trata de un proceso iniciado hace algo más de una década, pero
cuyo desenlace se produjo definitivamente en estos últimos meses.
¿Qué ha pasado realmente? ¿Cómo se explica
toda esta nueva situación que a algunos sorprendió y a otros, en cambio, les ha parecido el resultado lógico de múltiples
errores y equivocaciones de las cúpulas tradicionales de los partidos
históricos? Estas y otras muchas más son interrogantes que deben responderse
luego de un análisis profundo y objetivo.
En mi opinión, la crisis de los partidos se
manifiesta nítidamente a partir del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Antes, por supuesto, ya se notaban signos evidentes de fatiga y descomposición
en las organizaciones partidistas. En 1983 publiqué un libro sobre el asunto,
bajo el título Política y partidos
modernos en Venezuela (*), cuyo editor fue José Agustín Catalá. Algunas
reflexiones allí contenidas cobran hoy plena validez, por lo cual me permito
citarlas 16 años después.
“Estamos avanzando -escribí entonces- hacia
una nueva etapa histórica en Venezuela. Las propias circunstancias políticas y
económicas que vivimos en estos días son claro indicio de que hay que adaptarse
a nuevos modelos de conducción y liderazgo”. Y continuaba señalando: “Están
planteados, pues, varios retos en el futuro inmediato. Uno de ellos -tal vez el
más importante- es el que se refiere a lo que se ha denominado el relanzamiento
de la democracia... La idea subraya la necesidad de renovar la democracia
venezolana, dándole un énfasis muy especial a sus aspectos sociales y
económicos”.
Tales reflexiones las concluía de esta
manera: “Allí está el gran desafío de los actuales partidos políticos
venezolanos, muchos de los cuales aún se mantienen aferrados a programas
políticos e ideológicos superados por la dinámica de hoy. Algunos, incluso,
están francamente de espaldas al país de ahora y del futuro. Tal vez allí pueda
encontrarse la explicación al creciente escepticismo que registra la sociedad
venezolana frente a la actuación de las sociedades partidistas”.
Hoy debo decir que tal desafío no fue
comprendido ni mucho menos asumido por los partidos históricos, AD y Copei
concretamente. Y, como ha quedado demostrado, lo están pagando muy caro al
verse actualmente envueltos por una crisis que, incluso, amenaza su propia
existencia. Y todo ello a pesar de que hubo suficientes alertas sobre el
particular. La primera de todas ellos fue precisamente el Caracazo en febrero de 1989, veinte días después de la fastuosa
“coronación” de CAP, quien, por lo demás, había sido elegido presidente por
abrumadora mayoría dos meses antes. Luego vinieron las dos intentonas golpistas
de 1992. Posteriormente se produjo la atípica elección de Rafael Caldera en una
contienda donde por primera vez AD y Copei resultaron derrotados.
Cada uno de estos partidos venía de sufrir
problemas internos. El Partido Social Cristiano Copei fue, ciertamente, el más
afectado con la autoexclusión de su líder fundador en 1993, al abrirse por su
cuenta como candidato presidencial con el apoyo de importantes sectores
socialcristianos e independientes y de algunos partidos de la izquierda
tradicional. Ya en 1988 -en un episodio nunca antes visto en un partido
político venezolano y tal vez ni siquiera latinoamericano- el propio Caldera
había sido derrotado internamente por Eduardo Fernández, lo que dio lugar al
célebre “pase a la reserva” por parte del hasta entonces máximo líder copeyano.
AD, por su lado, lanzó a Claudio Fermín sin
el apoyo del aparato organizativo y con la fría participación de la cúpula
partidista, en un difícil momento en que Carlos Andrés Pérez acababa de ser
destituido de la presidencia de la República con el apoyo de la bancada
parlamentaria de su propio partido.
Mientras tanto, cada partido perdía sintonía con la gente, sin que, al
parecer, sus líderes así lo constataran. Estaba ya instalada en Venezuela la
causa primaria de lo que sobrevendría después.
LA
PRENSA de Barinas (Venezuela) / 17-08-1999
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(*) Una
segunda edición de este libro, publicada en 2000 con el subtítulo Las nuevas tendencias, amplió estas
reflexiones con mayor profundidad.
Política y partidos modernos en Venezuela, Las nuevas tendencias, Fondo
Editorial Nacional, José Agustín Catalá, editor, Caracas, 2000.
LA CRISIS DE LOS PARTIDOS
HISTÓRICOS (II)
(Causas,
efectos y pronósticos)
Obviamente
estos últimos 40 años han sido dominados por la
partidocracia, si se entiende esta noción como un régimen de partidos.
Su evaluación,
por tanto, debe imputársele exclusivamente a los partidos que han gobernado al
país durante este largo período histórico, por cierto, el más fructífero por su
estabilidad y disfrute de libertades y ejercicios democráticos.
Mucho se ha
especulado sobre estos 40 años. Hay quienes injustamente los satanizan y
pretenden reducirlos a un simple y asqueroso ejercicio de incapacidad y
corrupción. Otros, también injustamente, pretenden que han sido 40 años plenos
de libertad, justicia social y desarrollo. En realidad ni una ni otra
concepción, por subjetivas, retrata lo acontecido desde 1958 hasta hoy.
Yo diría que
estos 40 años tienen, como todo proceso visto objetivamente, sus aspectos
positivos y negativos. En cuanto a los primeros, nadie dudaría, por ejemplo, la
estabilidad institucional que han significado, aparte del avance en materia de
educación, salud, infraestructura física y desarrollo democrático. Entre los
factores negativos figuran, sin duda también, la galopante corrupción que
engangrenó los gobiernos a todos sus niveles y también al sector privado, la
impresionante e inveterada ineficacia e irracionalidad del gasto público, así
como la colosal deuda adquirida a cambio de más ineficacia e improductividad.
El resultado no ha podido ser otro que el dramático desmejoramiento radical de
la calidad de vida de los venezolanos, sobre todo en los últimos diez años.
Corresponde a
los partidos históricos la principal responsabilidad en todo lo ocurrido. Esa
es una culpabilidad inescapable e indiscutible. Primero, porque partidizaron en
grado extremo la administración pública, con lo cual crearon un esquema
clientelar, ineficiente y corrupto. Y luego, porque mediocrizaron la política y
permitieron el ascenso de sargentos y activistas políticos, mediocres,
corruptos e incompetentes, divorciados con las aspiraciones de las grandes
mayorías y limitados en su accionar sólo a sus apetencias personales y
materiales, para las cuales el control de los partidos les resultaba
fundamental e imprescindible. Así internalizaron en exceso a los partidos,
convirtiendo su vida doméstica en lo más importante, cerrando puertas y
ventanas hacia la sociedad civil y pretendiendo -y en muchos casos lográndolo a
cabalidad-, simultáneamente y desde adentro, el control absoluto del resto de
la las instituciones emergentes (gremios, vecinos, comunidades organizadas,
etc.).
Y todo esto
sucedía con el visto bueno del país no político y, sobre todo, de sus élites.
Estas, por omisión, comodidad o cobardía, resolvieron no involucrarse en la
política dejando todo en manos de los partidos, mientras ellas asumían la tarea
de proteger y consolidar sus privilegios bajo la política del avestruz. Sólo
ahora, en los últimos diez años, asumieron una postura crítica a través de sus
líderes y medios de comunicación, pero cuidándose siempre de no entrar en los
terrenos de la -tan detestada por ellos- política venezolana.
Se pervirtió
entonces el sistema democrático cuando los partidos comenzaron a dejar de ser
mecanismos de participación ciudadana, tal como debía ser su función
primordial, para convertirse en instrumentos de “cogollos” y grupos de poder,
tanto internos como externos. Allí iban aparejadas la insensibilidad frente a
los problemas del país y la irrefrenable corrupción de buena parte de sus
dirigentes. Por este camino terminaron perdiendo sintonía con la gran mayoría
de los venezolanos, y estos, a su vez, comenzaron a alejarse cada vez más de
sus militancias y simpatías partidistas.
No hubo,
tampoco, ningún intento serio por renovarse internamente y actualizarse, tal
vez con la sola excepción del Partido Social Cristiano Copei en 1986 cuando realizó su Congreso
Ideológico, aunque fuertemente impregnado por un proyecto precandidatural
interno. De resto, mientras el país avanzaba en otros órdenes, los partidos
históricos se estancaban y algunos, particularmente AD, entraban en un proceso
pleno de involución.
LA PRENSA/ 25-08-1999
LA CRISIS DE LOS
PARTIDOS HISTÓRICOS (III)
(Causas, efectos y
pronósticos)
Analizados dentro de la profundidad que
permiten los artículos de opinión, nos hemos referido ya –en las dos entregas
anteriores- a las causas de la actual crisis de los partidos históricos
venezolanos.
Entremos ahora a estudiar los efectos de esa
crisis. En primer lugar, se ha producido en los últimos 20 años un generalizado
escepticismo sobre las bondades y la eficacia de la democracia como sistema de
gobierno. La crisis económica, la corrupción, el desempleo, el colapso de los
servicios públicos y, en definitiva, el deterioro de la calidad de vida de los
venezolanos se le achacan fundamentalmente a la democracia. Apreciados así sus
resultados, se despertó en algunas capas de la población una reacción in crescendo en contra de ella y de todo
cuanto tiene que ver con los partidos.
Un análisis objetivo contradice tal juicio.
Estos 40 años de democracia han sido superiores, desde todo punto de vista, al
resto de nuestra historia. Nunca antes hubo tanta estabilidad, progreso y
desarrollo democrático como desde 1958 hasta hoy. El siglo pasado, por ejemplo,
fue terrible por las consecuencias producidas por la violencia, la anarquía, las
guerras civiles, los caudillos militares y la corrupción, sin dejar de
mencionar las enfermedades, la ignorancia, el analfabetismo, el militarismo
omnipotente y el atraso generalizado que lo caracterizó. Ni que decir de la
primera mitad de este siglo cuando nos gobernaron dictaduras ineficientes,
corruptas y antinacionales.
Pero, desde luego, no podemos sentirnos
satisfechos por los logros alcanzados cuando aún existen graves problemas por
resolver. Igualmente sería necio pedirle actualmente a la gente que reconozca
que el período democrático ha sido mejor que los anteriores si hoy los golpea
todavía el hambre, la inseguridad, el desempleo y la carestía de la vida.
En segundo lugar, la crisis de los partidos
históricos ha desmejorado notablemente la capacidad y calidad del liderazgo
venezolano, habiendo sido reducido -en las últimas décadas- por lo general a
una sargentería mediocre, corrupta y sin aliento ni condiciones para adelantar
los grandes desafíos de la Venezuela presente y futura.
En tercer lugar, se desató una
impresionante falta de credibilidad en los partidos políticos, no sólo en la
clase media, sino fundamentalmente en los sectores juveniles y populares. En
los últimos 10 años esa tendencia se vio robustecida por una poderosa campaña
de importantes medios de comunicación y de élites intelectuales y económicas
que, sin ningún pudor, arreciaron sus baterías contra los partidos, poniendo de
bulto sus múltiples pecados pero escondiendo igualmente sus indiscutibles
aciertos. Hoy, por cierto, son los primeros arrepentidos de tan irresponsable
actitud.
En cuarto lugar, la crisis partidista
facilitó la irrupción de otros factores políticos, amparados en un liderazgo
ajeno -el de Chávez- por cuanto nunca antes pudieron en estos 40 años sintonizar
con las aspiraciones populares. Intentaron en el pasado la vía guerrillera para
derrotar al sistema democrático y fracasaron, no sin antes vomitar los peores
insultos contra las Fuerzas Armadas Nacionales, acusándolas entonces de títeres
del imperialismo, las mismas que hoy glorifican como “salvadoras del país”.
Pero ahora regresan, pegados de las faldas del oportunismo, algunos de estos
dinosaurios políticos al debate actual, gente que cree que aún existe la Unión
Soviética, que todavía no ha caído el Muro de Berlín o que aún es posible que
el régimen cubano subvencione la guerra de guerrillas en el continente
americano.
Por último, la crisis de los partidos
históricos facilitó la insurgencia de un nuevo tipo de liderazgo mesiánico,
populista e indefinido ideológicamente, solamente sostenido por la vieja y
tantas veces fracasada teoría del “gendarme necesario” o del hombre fuerte y, desde luego, alimentada
vigorosamente por una esperanza popular, ingenua y creyente, que todavía busca
salidas a la tremenda y trágica situación que nos envuelve desde hace tiempo y
que, sin embargo, sigue agravándose sin que se concreten soluciones efectivas
en lo inmediato.
LA
PRENSA de Barinas (Venezuela) / 01-09-1999.
LA CRISIS DE LOS
PARTIDOS HISTÓRICOS (y IV)
(Causas, efectos y
pronósticos)
Pareciera que el país se apresta a estrenar
nuevos escenarios políticos y, particularmente, nuevos movimientos partidistas.
Digamos con franqueza que, a pesar de todo,
no termina de morir el pasado ni tampoco termina de nacer el futuro. Estamos a
medio camino entre una cosa y otra, lo cual -como es natural- inquieta los
impacientes y a los conservadores por igual.
Pareciera, insisto, que por ahora se están
conformando dos bloques heterogéneos que pueden dar lugar a dos nuevos
partidos.
Por una lado están quienes se agrupan
alrededor del presidente Chávez, condenados por la fuerza de los hechos a
formar un partido único, lo que liquidaría la supervivencia del Movimiento Al
Socialismo (MAS) y el Partido Patria para Todos (PPT), entre otros. Se
formalizaría, así, un movimiento de signo nacionalista y militarista, en cuyo
seno convivirán -hasta nuevo aviso- tendencias que van desde la extrema
izquierda hasta la extrema derecha, todo lo cual desembocará en breve tiempo en
un conflicto que aún no se sabe como se resolverá.
Demás
está decir que este movimiento de raíces chavistas sólo tendrá éxito en la
medida en que también lo tenga su líder y el gobierno que preside, porque sus
expectativas están entrelazadas íntimamente y cada una depende necesariamente
de la otra.
Por el otro lado -y como contraparte-
podría conformarse un partido de centro democrático, integrado por tendencias
demócrata cristianas, socialdemócratas y liberales, sin mayores ataduras con
los partidos históricos y fuertemente influenciadas por nuevos liderazgos,
tanto nacionales como regionales. Su
permanencia en el tiempo, en todo caso, la dictará el grado de acuerdo que
logren sus promotores, no sólo en sus objetivos meramente electorales, sino
también con relación a un programa político concreto, ya que lo ideológico
quedará rezagado por algún tiempo más.
Obviamente que este proyecto centrista
tiene un amplísimo espacio que ganar, conformado por quienes se oponen al
chavismo y también por quienes puedan regresar de este a sus posiciones adecas o
copeyanas de antaño. El éxito de este nuevo partido para captar a unos y otros
dependerá no sólo del carisma y fuerza de su liderazgo, sino también de su
habilidad táctica y estratégica para alcanzar tales objetivos. Tendrán, además,
que superar el riesgo de atomización que supone la existencia -puertas adentro-
de variados proyectos y liderazgos personales, si no son capaces de unirlos
alrededor de un propósito y un liderazgo común, de cara a un próximo proceso
electoral.
Los partidos históricos -por su parte-
continuarán manteniendo una menguada vigencia todavía, con posibilidades
-incluso- de reflotar políticamente si los actuales gobernantes fracasan e
insurge una nueva oleada de descontento e indignación populares. No hay que
olvidar, por ejemplo, que buena parte de la dirigencia media y de la propia
base del MVR la integran adecos y copeyanos molestos con las cúpulas de sus
partidos, atraídos, además, por las promesas de cambio que se les hizo en la
pasada campaña electoral. Pero también esa capacidad para reflotar dependerá
del grado de renovación que sean capaces de adelantar para sacudirse a sus
actuales liderazgos, desprestigiados en grado sumo, sin calle ni arraigo
popular y encerrados todavía en sus posturas clientelares y sectarias.
De modo que resulta un atrevimiento
afirmar que AD y COPEI están muertos, como algunos alegremente lo vienen
reiterando en todos los tonos. En este sentido, no está de más recordar que en
política los únicos muertos son los que están enterrados en los cementerios. La
historia ha sido muy clara en demostrar con creces este aforismo.
En conclusión, pareciera que aún es temprano para consignar pronósticos
definitivos. Una época de cambios como la que vivimos, sin que aún se presienta
una sedimentación de las tendencias, hace prácticamente imposible un
diagnóstico certero. Habrá, entonces, que esperar un tiempo más, pero, a mi
juicio, todo pareciera indicar que vamos hacia tres frentes partidistas, dos
producto de los últimos acontecimientos y uno cuyo desenlace dependerá de lo
que pueda suceder en el futuro inmediato.
LA
PRENSA de Barinas (Venezuela) / 07-09-1999
Esta serie de
artículos fue motivada por la propensión continua del régimen actual a
despreciar el papel cumplido por el sistema democrático desde 1958 y,
particularmente, el de los partidos históricos durante estos 40 años. Esa
manera prejuiciada, politiquera y manipuladora, absolutamente reñida con la
verdad histórica, como el régimen pretende que los venezolanos asumamos el
juicio de aquella etapa de la vida nacional, ha sido una de las constantes del
chavismo en su propósito de tergiversar lo ocurrido durante estas cuatro
décadas, a las cuales, por otra parte, se las pretende arropar equivocadamente
bajo el manto del tan famoso como calumniado Pacto de Puntofijo.
EL FRAUDE DE
LA ANTIPOLÍTICA
Definitivamente una significativa porción de los
venezolanos no termina de salir del tremedal a que nos ha conducido la
antipolítica en los últimos años.
Esa creencia estúpida en que la solución a la crisis
nacional pasa por echar a un lado al liderazgo político para encomendarse en
figuras antipolíticas, disfrazadas de mesías,
de salvadores de la patria o de caudillos “por la gracia de Dios” a la
usanza franquista, nos han conducido al chiquero putrefacto que representa el
régimen chavista.
Conviene
detenerse aquí para intentar una breve definición de la antipolítica. Pudieran señalarse, como características
primordiales suyas, en primer lugar, la tendencia de sus factores (militares
golpistas, empresarios avispados, periodistas, artistas, payasos y cómicos,
etc., etcétera) a pretender pasar como gente interesada en los asuntos
públicos, pero sin vinculación con los partidos y los políticos. Más aún, se
presentan como su antítesis: pretenden ser, por definición, contrarios a ambos
y, por tanto, agentes que actúan fuera del sistema de partidos establecidos. En
segundo lugar, se exhiben como la alternativa cierta de cambio frente a los
políticos y sus partidos, acusándolos de corruptos, incompetentes e
insensibles. En tercer lugar, explotan el resentimiento existente contra la
política y sus partidos, a los que -como ya se señaló- endilgan toda la
responsabilidad por los problemas y errores existentes.
Sin
embargo, quienes promueven la
antipolítica son, en el fondo, políticos taimados, aún cuando rechacen tal
definición por conveniencia y cálculos electorales. Esa misma actitud fue la
que adoptó en su tiempo el dictador Juan Vicente Gómez, cuando se definía a sí
mismo “como un hombre de trabajo, y no como un político”. Lo mismo hizo el general
Marcos Pérez Jiménez, otro dictador que odiaba a los políticos y sus partidos,
y se definía como un hombre de armas entregado a la tarea de “hacer el bien
nacional”. El generalísimo español Francisco Franco daba gracias a Dios “porque
él no era político”, aunque encabezó una dictadura terrorífica por más de 40
años.
La antipolítica,
así concebida, ha sido entonces un antiguo recurso de autócratas y tiranos de
toda laya para ocultar su despotismo y sus crímenes, pretendiendo no haber sido
contaminados por la política y sus partidos. No se trata, pues, de un fenómeno
nuevo. Lamentablemente volvió a adquirir vigencia en Venezuela luego de las
intentonas golpistas de 1992. Ese proyecto encontró en 1997 a Irene Sáez como su
más formidable instrumento y no le faltaría el estímulo para moldearla y
llevarla hacia esa meta. Sin embargo, los resultados serían realmente
desastrosos en su caso particular.
No sucedió lo mismo con la otra vertiente de
la antipolítica, menos sofisticada
aunque potencialmente mucho más peligrosa: la que encarnaron luego los
golpistas de febrero de 1992 y cuyo triunfo electoral de 1998 ha sido una maldición
para los venezolanos. Se trata, en realidad, de una tendencia más rupestre,
aunque con su misma fundamentación maniquea, al afirmar de manera absoluta que,
visto el fracaso de los políticos -y de los civiles en general, por cierto-,
tocaba ahora a los militares tomar el poder y aplicar en consecuencia un espeso
mezclote de militarismo, fascismo, autoritarismo, totalitarismo y marxismo, difícil
de digerir, por lo demás. Como telón de fondo de la antipolítica militarista
encarnada por los oficiales golpistas, ellos mismos se prepararon un escenario
con los símbolos bolivarianos, tan caros a la idolatría popular venezolana.
Pero
nada habrían logrado el golpista teniente coronel Chávez Frías y sus compinches
de no haber contado -como en efecto contaron- con el apoyo de los poderosos
grupos plutocráticos, económicos y mediáticos que venían impulsando la
antipolítica para hacerse con el poder, mediante el desarrollo de una
estrategia que comenzó a ejecutarse a comienzos de los años ochenta. Puesta en
marcha aquella terrible operación antidemocrática, apalancada en la
demonización de la política y de los políticos, así como en la vituperización
de las instituciones, se creó toda una matriz de opinión según la cual el
sistema democrático en general no presentaba logros positivos y, por el
contrario, sus resultados negativos habían empeorado el nivel de vida de los
venezolanos. Por contraste, al tiempo que se denigraba del Estado omnipotente y de los políticos como ineficientes, corruptos
e incapaces, se postulaba a la empresa privada y sus gerentes como los modelos
que debían suplantar a los políticos y al imperante sistema de gobierno. Toda
esta posición era, en cierto modo, un adelanto de lo que, a finales de los años
noventa, surgiría con fuerza inusitada en el país, a tal punto que lograría
ganar las elecciones de 1998: la
antipolítica como vía de acceso fáctico o electoral al poder. Sólo que sus
actores provendrían entonces del mundo militar, y no del empresarial.
La
campaña fue eficaz, pues, aparte de los propios errores y perversiones de los
partidos y de las instituciones -con sus notables excepciones, ocultas por la
persistente campaña para todos los efectos-, poderosos medios impresos y
audiovisuales de comunicación de masas utilizaron todos los recursos a su
alcance: así, por ejemplo, desde las tramas de las populares telenovelas o de
los espacios cómicos, pasando por telenoticieros y programas de opinión, casi
todas las emisiones estaban dirigidas a endurecer, subliminalmente, la matriz
de opinión que venía creándose, día a día, desde hacía ya varios años. Los
resultados fueron devastadores para las instituciones democráticas, los
partidos políticos y sus dirigentes. Sus gravísimos efectos se producirían a la
vuelta de breve tiempo.
Lo
que no habían calculado los promotores de tal maniobra era que, a la postre,
quienes realmente se beneficiarían de sus campañas de opinión pública no serían
ellos mismos, sino unos desconocidos golpistas que insurgirían pocos años
después, el 4 de febrero de 1992, contra el gobierno del presidente Pérez. Para
decirlo en lenguaje popular, aquellos factores económicos, políticos y
mediáticos actuaron como auténticos cachicamos
que trabajaron para las lapas ocultas
de una logia militar golpista. Una década después, los propios responsables de
aquella feroz campaña de opinión pública ahora se lamentan por ello, al darse
cuenta de que ayudaron a crear un monstruo que amenaza sus intereses. Parafraseando un sabio refrán popular podía
decirse que “los cachicamos habían trabajado para las lapas…”
Hoy
vuelven a incurrir en el mismo error de impulsar figuras de la antipolítica de
cara a las elecciones de diciembre. Y todo ello en función de privilegiar sus
intereses económicos, asociados a los del régimen, como bien se sabe, y con el
propósito de dividir aún más a la oposición.
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) 01-08-2006
CIVILISMO, MILITARISMO Y ANTIPOLÍTICA
En 1976 un lúcido periodista e intelectual
venezolano, Carlos Rangel, escribió Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario,
un libro que derribó mitos y causó una profunda indignación en ciertos sectores
radicalizados de la izquierda de entonces, al punto de que -al más puro estilo
nazi- aquella obra fue quemada en la Universidad Central
de Venezuela.
Rangel, entre otros asuntos polémicos, analizó allí
el tema del caudillismo militarista y del civilismo democrático en nuestro
continente. Dijo, entre otras verdades amargas, lo siguiente:
“Latinoamérica no ha carecido de dirigentes
políticos, e inclusive de gobernantes que hayan estimado en su justo valor las
ideas y las conquistas de la revolución federal. Su mucha menor fama que la de
los caudillos, los demagogos y los tiranos es indicio de la poca estima que el
mundo tiene por los dirigentes moderados. Comentando la transgresión, por
Trajano, de la recomendación dejada en testamento por Octavio a sus sucesores
de defender las fronteras del Imperio sin intentar extenderlas, observa Gibbon
(en su Decadencia
y Caída del Imperio Romano) que
mientras la humanidad se empeñe en aplaudir más generosamente y recordar más a
sus destructores que a sus benefactores, la sed de gloria militar tentará
siempre a los gobernantes. De igual manera podría decirse que mientras
encontremos digno de atención, de admiración -y hasta romántico- al señor de
horca y cuchillo, y más todavía (en nuestra época) cuando al echar por la borda
todo escrúpulo y toda práctica política civilizada lo hace en nombre de `La
Revolución´; y en comparación poco `excitantes´ a los demócratas llamados despectivamente
`reformistas´; serán más numerosos en el mundo los candidatos a emular a Stalin
que quienes encuentran modelos en Leon Blum, Clement Atlee, o Walther Rathenau;
estarán más `en la onda´ Fidel Castro o Perón que Rómulo Betancourt, Eduardo
Frei, Rafael Caldera o Carlos Andrés Pérez”.
En Venezuela, los señores de “horca y cuchillo”
cubrieron casi siglo y medio, mientras los líderes civiles permanecieron en la
sombra. Ciertamente,
en el caso venezolano en particular, los caudillos militares coparon todo el
siglo XIX y casi la primera mitad del siglo XX en desmedro de los líderes
civiles. Por ello, no deja de ser interesante poner de relieve la escasa
influencia que los pocos presidentes civiles tuvieron durante el siglo
antepasado, a diferencia de la experiencia registrada en la segunda mitad del
siglo XX.
La
breve y dramática gestión del sabio José María Vargas (1835-1836), rector de la Universidad de Caracas
y albacea del Libertador, resulta muy ilustrativa al respecto. Pudiera decirse
que está ejemplificada en la célebre anécdota según la cual se enfrentó al
golpista militarista Pedro Carujo, la otra cara de la moneda. Igual destino le
aguardaría al siguiente presidente civil, Manuel Felipe Tovar (1860-1861), cuya
también breve gestión terminaría siendo estrangulada por la confrontación entre
la oligarquía militar conservadora y la guerrilla federal. La brevedad de otro
presidente civil, Pedro Gual -prócer inicial del movimiento independentista-,
relejó también el drama del civilismo ante el militarismo recurrente en
Venezuela. Algo parecido le ocurriría al doctor Juan Pablo Rojas Paúl
(1888-1890), último presidente civil del siglo XIX, a quien los generales
Guzmán Blanco y Crespo pretendieron convertir en un prisionero suyo, cuando
ambos decidieron no enfrentarse por la sucesión presidencial de 1890.
Si
sumamos el tiempo acumulado por los presidentes civiles en el siglo XIX
obtendríamos que apenas gobernaron, en total, un poco más de cuatro años,
incluyendo la del encargado Andrés Narvarte, luego de la renuncia del doctor
Vargas. El resto del tiempo el poder estuvo en manos de los militares y del
militarismo en sus diversos matices. Y ya se sabe que durante la primera mitad
del siglo pasado, la también fugaz presidencia civil del escritor Rómulo Gallegos
(1948) culminó a los nueve meses, a manos de los militares, quienes lo
derrocaron a través de un golpe institucional en nombre de las Fuerzas Armadas
Nacionales.
Resulta,
amigo lector, que en toda nuestra historia como nación apenas hemos tenido 40
años de gobiernos civiles y civilistas. Se trata del lapso que va entre 1959 y
1999, etapa que algunos han denominado justicieramente la República Civil. Esta es el único período
histórico nacional en la cual el civilismo que llegó al poder por elección
popular estableció inmediatamente -vía la Constitución de 1961-
como política de Estado el regreso de los militares a su campo específico. Así
mismo, se estableció el principio de la obediencia castrense a los gobiernos
democráticos, desarrollando de manera eficiente su nivel profesional, así como
su espíritu tolerante y flexible.
Definitivamente, a pesar de todos los sobresaltos
surgidos, el lapso civilista que va de 1959 hasta 1999 ha sido el más
provechoso que ha vivido el país en toda su historia, dicho sea esto sin
hipérbole alguna, sino atendiendo a un riguroso examen de esta etapa de la vida
nacional. En todos los aspectos el país evolucionó: hubo crecimiento humano,
político, social, económico y cultural como nunca antes. Hubo también en sus
primeros 10 años aspectos lamentables, entre ellos, la violencia de la derecha
recalcitrante contra las nacientes instituciones democráticas, así como los
efectos nefastos de la guerra entre el gobierno y la subversión armada
izquierdista, a principios de los sesenta, cuyas cicatrices pronto fueron
restañadas por la llamada política de pacificación ejecutada en los inicios de
la década de los setenta.
En
consecuencia, el balance entre civilismo y militarismo es muy claro a favor del
primero. El militarismo como sistema de gobierno ha resultado absolutamente
negativo para el país. Un tercer elemento, la antipolítica, ya analizado en
nuestro artículo de opinión la pasada semana, ha resultado en todos lados
igualmente inconveniente, con el agravante de que puede vestirse de civilismo o
de militarismo.
Los
venezolanos debemos estar absolutamente concientes de que la única vía para
salir de esta terrible encrucijada es el civilismo democrático. No hay otro
camino.
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) - 08-08-2006