SOBERANÍA E “INJERENCISMO”
Gehard Cartay Ramírez
Los regímenes autoritarios siempre se esconden detrás del concepto de
soberanía para excusar sus delitos.
Apelan así a una caricatura de soberanía muy propia de las monarquías antiguas,
pero no del actual mundo globalizado, donde la democracia tiende a ser un
sistema planetario y la defensa de los derechos humanos no conoce fronteras.
Según esos autócratas, “soberanía” significa que ellos pueden hacer lo que les
dé la gana en sus países, y nadie de afuera -o de adentro- puede entrometerse.
Obviamente, ese concepto de soberanía no es tal. Hoy ningún gobernante
puede cometer crímenes de lesa humanidad en su país sin violar la Declaración de los
Derechos Humanos, los Tratados Internacionales y el Derecho de Gentes y
pretender escapar de la justicia internacional. Hoy ningún país puede
permanecer indiferente a la suerte de otros en donde se conculquen los derechos
humanos, se cometan crímenes de lesa humanidad o se desconozcan los principios
democráticos.
La soberanía no existe
en los términos concebidos por las dictaduras, pues no puede utilizarse para
tapar crímenes y delitos de gobiernos genocidas, forajidos o terroristas.
Frente a cualquiera de ellos, la comunidad internacional tiene perfecto derecho
a intervenir, bien por las vías diplomáticas, jurídicas y económicas o,
incluso, por las vías de hecho, es decir, militarmente. Ningún gobernante puede
pretender, a estas alturas de la historia, convertir a su país en un coto
cerrado para atentar contra su pueblo o contra los demás, para violar los
derechos humanos o para poner en peligro la paz y el orden internacional.
El moderno concepto de soberanía respeta, desde luego, la autodeterminación
de los pueblos y la no injerencia en sus asuntos internos. Pero el Derecho
Internacional ha evolucionado de tal manera que los derechos humanos están por
encima de cualquier consideración, visto que hoy día se persigue la protección
de toda persona, independientemente del sistema jurídico a que este sometido.
En otras palabras, el sagrado respeto a la persona humana trasciende a
cualquier Estado de cualquier país, lo que implica -sin duda- una gran
conquista para el desarrollo de toda la humanidad presente y futura.
Esa soberanía que tanto gusta a los
mandatarios delincuentes y terroristas sólo busca evadir el castigo de sus
crímenes, tarea que hoy día no conoce fronteras de ninguna naturaleza. Por ello
existen ahora tribunales internacionales autorizados para juzgar los delitos de
lesa humanidad que cometa cualquier mandatario de cualquier país del mundo. Allí
están los casos de los extintos dictadores Pinochet y Milosevic, juzgados por
tribunales internacionales.
Hay que detenerse a
pensar, por ejemplo, qué habría sucedido si la comunidad internacional hubiese
actuado a tiempo contra Hitler, Stalin o Mao durante sus respectivas
dictaduras, bajo las cuales murieron, en su conjunto, 60 o 70 millones de
personas. Para ejecutar libremente tales prácticas criminales, todos ellos alegaron
la soberanía de sus Estados y detrás de ella escondieron el trágico final de
esos millones de hombres, mujeres y niños que murieron en los campos de
concentración judíos, en los gulag
soviéticos de Siberia y durante la descomunal
hambruna china en los años cuarenta del siglo pasado.
Ese concepto cínico de soberanía es el mismo al que hoy apela
el régimen chavomadurista para intentar tapar sus crímenes de lesa humanidad,
sus violaciones reiteradas a la Constitución Nacional,
a la legislación venezolana, a los convenios internacionales y a los derechos
humanos.
Por eso el régimen venezolano acusa de “injerencistas” a quienes los
critican desde el exterior. Lo cínico e hipócrita del caso es que el extinto
jefe del chavismo sí se involucró en los asuntos internos de casi todos los
países latinoamericanos, algunos europeos y no pocos asiáticos o africanos,
gracias a su manejo discrecional de nuestros petrodólares. Pero no para
defender los derechos humanos, sino para apuntalar a sus aliados ideológicos.
Aún recordamos al entonces canciller venezolano, Nicolás Maduro (el mismo
que hoy acusa a los demás de “injerencistas”), presionando en 2012 a la cúpula
militar paraguaya para que desconociera la decisión del Congreso de aquel país
que, en uso de sus facultades, destituyó a Presidente Lugo. O antes, en 2009, la
vulgar intromisión del gobierno chavista en Honduras, apoyando al destituido
Zelaya para que entrara luego y por la fuerza desde Nicaragua, acompañado -vaya
ironía- del inefable Maduro.
O el caso del maletín de Antonini con los 800 mil dólares para la campaña
de Cristina Kirchner, un detalle apenas de los millones de petrodólares nuestros
que han financiado a los socios del chavismo en Latinoamérica. ¡Pero aún tienen
el tupé de acusar de injerencistas a quienes desde afuera critican sus abusos y
violaciones de los derechos humanos!
Y ello para no hablar, por hoy, del descarado -ese sí- injerencismo castro
comunista en Venezuela.
@gehardcartay
LA PRENSA de Barinas (Venezuela) - Martes, 22 de septiembre de 2015.