Un libro
políticamente incorrecto
Fernando Luis Egaña
“Caldera
y Betancourt: Constructores de la Democracia”, publicado en 1987 por el
político y escritor venezolano Gehard Cartay Ramírez, con el sello editorial de
Centauro, es decir de José Agustín Catalá, puede ser considerado como un libro
“políticamente incorrecto”. Es más, como la suma de lo que es un libro
“políticamente incorrecto”, en lo que se refiere a la historia de la democracia
venezolana. En realidad, no toda su historia, sino la que va desde los albores
de la lucha democrática en el siglo XX, hasta básicamente el caudaloso boom de
los precios del petróleo, cuando ya finalizaba el tercer período presidencial
de la República Civil, el presidido por Rafael Caldera de 1969 a 1974. El tema
del libro es la importancia de Caldera y Betancourt en la construcción de la
democracia. Al presentarse en 1987, ya Rómulo Betancourt había concluido su
“parábola vital”, en 1981, y Rafael Caldera mantenía una intensa actividad como
Senador Vitalicio y como líder político, tanto dentro como fuera de las
fronteras del partido socialcristiano Copei. Y es evidente que la democracia
que tanto costó construir, ya había entrado en un período de aguda crisis y, en
no pocos aspectos, de descomposición, que el autor no ignora sino que pondera
con angustia. Pero como es mi deber ceñirme al libro que intento prologar, le
ahorraré al amable lector mis propias elucubraciones sobre esa accidentada
historia que se desenvuelve vertiginosamente en la parte final del siglo
pasado. Etapa cuyo examen de activos y pasivos todavía está por realizarse de
una manera exhaustiva y desapasionada. Sus pasivos, reales e imaginarios, han
sido objeto de machacona insistencia. Sus activos, no. Ese balance hay que
hacerlo. Esperemos que Gehard Cartay disponga su talento en esa dirección. La
densa apostilla que el autor incorpora al texto original, para precisamente
hacer una sucinta evaluación de los tiempos posteriores a 1987, puede indicar
que una nueva obra que complete la historia de la democracia, está por
concebirse y adelantarse. Ojalá y así sea.
Volviendo,
pues, a la “incorrección política”, tenemos que empezar por el principio, o el
título del libro: colocar a Caldera antes de Betancourt, por lo menos sería una
osadía, y para no pocos una herejía, y ya no tanto en relación con la “historia
oficial” del presente, de la cual ambos se encuentran erradicados, sino de eso
que llaman la sabiduría convencional o el sentido común. El entonces Senador
Vitalicio Rafael Caldera, en sus palabras en la presentación del libro,
reconoció claramente que Betancourt es “una figura a la cual correspondió el
primer lugar, la primera responsabilidad en el proceso de establecimiento y
consolidación de la democracia venezolana”. ¿Cómo es eso que el nombre del
“padre de la democracia” vaya después de cualquier otro nombre, al ser
historiada la propia democracia? No luce razonable. Incluso luce de mala
índole. Más adelante veremos por qué el título seleccionado por Cartay no es
una osadía, ni por supuesto una herejía, ni tampoco una distorsión interesada
de la realidad histórica. Tiene una justificación que no suele apreciarse, que
seguramente no fue apreciada lo suficiente en el tiempo de la publicación del
libro, ni con posterioridad, pero que ahora debe plantearse de nuevo, con toda
la insistencia de la verdad.
Hace
poco me topé con una expresión aleccionadora: el olvido del pasado, implica,
inexorablemente, la obliteración del futuro… Es una expresión radical en la que
no caben fracturas. Y es una expresión veraz en relación con la tragedia
venezolana del siglo XXI. Obliterar significa tachar, borrar, obstruir,
devastar, en pocas palabras: anular la posibilidad de un futuro humano y digno,
en el sentido que la referida expresión tiene para nuestro país. Obliterado se
perfila el futuro de Venezuela, tanto o más de lo obliterado que ha estado su
devenir bajo la egida de la hegemonía despótica y depredadora que viene
imperando sobre la nación venezolana. Y en gran medida ello se debe al olvido
del pasado. Pero no únicamente el olvido natural que se va produciendo con el
paso de los años, que desdibuja la memoria y difumina los recuerdos. No. Otro
tipo de olvido. Uno manufacturado por y desde el poder. Uno impuesto por las
malas y las peores a través de todos los recursos públicos, y aceptado con poca
o ninguna crítica por parte de mucha gente llamada a defender la trayectoria de
nuestra democracia, pero que prefirió quedarse callada o, peor aún,
transmutarse en colaboradores de lo que Manuel Caballero calificó como la
pretensión de abolir la historia.
De
allí que el conjunto de las nuevas generaciones manifieste una ignorancia crasa
y supina –como le gustaba decir al sacerdote jesuita Francisco Arruza--, sobre
el proceso de construcción de la democracia en Venezuela, tema central del
libro de Gehard Cartay. Y se incluye en ese conjunto, con valiosas excepciones,
a quienes han buscado liderar la lucha política desde el relevo generacional.
Por eso es tan oportuna la nueva edición de “Caldera y Betancourt”. Cierto que
debe reconocerse un interés de nueva data en inquirir sobre la historia de
Venezuela, y en particular en relación con los llamados “antecedentes” que
explicarían el ascenso de la hegemonía roja. Y hay textos que reflejan ese
interés. Pero entre varios de estos, hay tanta tergiversación, tanta
acomodación partisana, cuando no falseamiento descarado, tanta basura
editorial, para usar unos términos tajantes, que una obra como la de Cartay,
seria, bien diseñada, bien documentada, y bien escrita, es un aporte genuino al
entendimiento de nuestra conciencia histórica.
El
objetivo de estas líneas es enfatizar tres tópicos que son definidos en el
libro de una manera esclarecedora, aunque el grueso de la opinión pública
considerase las cosas de otra manera. El primer tópico es que sin Acción
Democrática y Rómulo Betancourt no habría sido posible la construcción de la
democracia venezolana, pero... sólo con Acción Democrática y Rómulo Betancourt,
tampoco habría sido posible esa hazaña. A ver: AD con Betancourt como máximo
líder es el promotor fundamental de la nueva política del siglo XX. La política
de los partidos políticos. Sin éstos, la vieja política, la política de
tradición militar –con sus distintas expresiones, desde las plenamente
dictatoriales, hasta las inspiradas por un magisterio protocivilista-- habrían
permanecido en Miraflores. La construcción de la democracia habría quedado como
una quimera, o como un proyecto fallido, en el mejor de los “escenarios”. Sin
embargo, si AD y Betancourt hubieran persistido en la aspiración o
tendencia originaria de establecer una
hegemonía política, sin opciones reales de alternancia en el poder para otros
partidos o corrientes políticas, entonces esa hegemonía, por definición, no habría
sido democrática y, probablemente, habría traído de vuelta al factor militar al
centro del poder. No estamos especulando sobre hipótesis etéreas. El
desenvolvimiento del Trienio (1945-1948) y su truncada conclusión, sin
desmeritar ni un ápice su contribución al impulso de un proyecto nacional-democrático,
demuestran que las tendencias hegemónicas, más temprano que tarde, terminan
contradiciendo las aspiraciones democráticas.
Todo
esto quiere significar, que el papel de Copei y Caldera, en el proceso
constructor de la democracia, no es uno meramente importante, ni mucho menos
auxiliar; es un papel esencial, porque sin Copei y Caldera, no se hubiera
consolidado un equilibrio político que hiciera posible la alternancia, vale
decir, la verdadera construcción de una democracia perdurable. En otras
palabras, Copei y Caldera fueron un componente esencial de la democracia
venezolana, tal y como ésta se fue iniciando, desarrollando, arraigando, y
desde luego conduciendo al país durante décadas. Ello no menoscaba la
relevancia de Acción Democrática y, en especial, de Rómulo Betancourt. Al
contrario, la sitúa en una perspectiva de madurez y sana comprensión de la
democracia como un sistema de pesos y contrapesos. Y los mismos, por cierto, no
se improvisan o decretan, sino que se reconocen y aprovechan para darle piso a
la convivencia democrática. El tan comentado “sectarismo adeco” de los primeros
años en el poder, no resucitó, tal cual, en el complejo establecimiento de la
República Civil. El Pacto de Punto Fijo es una prueba fructífera, y no tanto porque
se haya suscrito, sino porque Betancourt y la mayor parte de AD, y Caldera y
Copei, a pesar de todos los pesares, lo cumplieron del primer al último día del
quinquenio inaugural de la naciente democracia. Quizá quien mejor lo admite y
congratula con su elocuencia singular, ha sido el propio presidente Betancourt,
como queda reflejado en esta obra. Y esto nos lleva al segundo tópico.
No
es cierto, como se ha alegado hasta el cansancio, de buena y mala fe, que Betancourt haya “inventado” a Caldera y a
Copei, como una especie de taumaturgo que necesitaba una contraparte formal
para la presentación democrática de su proyecto político. Gehard Cartay expone
la falsedad de ese alegato, no con opiniones teñidas por su adherencia a la
ideología socialcristiana, sino con argumentos documentados según criterios
profesionales. Viene a cuento la conseja de que todos tenemos derecho a
nuestras propias opiniones, pero no tenemos derecho a nuestros propios hechos.
Y los hechos son tercos, como proclamaba Lenin. Para comenzar, la génesis del
movimiento socialcristiano en Venezuela tiene una trayectoria y autonomía
propias. Siempre en el marco de la apertura que se inicia en 1936, que es el
contexto general para todas las iniciativas políticas de aquella época. Y ese
nacimiento del movimiento socialcristiano, cuya primera expresión principal es
la UNE, no es consecuencia de una directriz foránea, sino que es una expresión
profundamente nacional. A través de los años y de formas políticas diversas,
esa corriente política desemboca en la fundación de Copei, en 1946, como un
partido político de proyección hacia toda las regiones del país, y con la
vocación expresa de irse acuerpando para llegar democráticamente al poder. Lo
cual lograría al ganar las elecciones de 1968, luego de un proceso continuo de
crecimiento político que sobrevivió muchas adversidades, tanto por el
fundamentalismo en la dinámica política de origen democrático, como por el
ensañamiento de la dictadura militar.
Caldera
no llegó a la presidencia gracias a unas muletas de Betancourt. Y si se aduce
que su victoria es efecto de una división de AD instigada por Betancourt, acaso
para favorecerlo; Cartay responde con claridad esos peregrinos señalamientos,
recordando que el ámbito político de centro, opuesto o distinto a AD, también
fue dividido a esos comicios. La expansión política de Copei y del liderazgo de
Caldera, se entendía entonces, que lo encaminaría a liderar el gobierno. No fue
sorpresivo su triunfo ni podía serlo, dado el historial de constante ascenso de
esa parcialidad política y de su figura principal. No obstante, Rómulo
Betancourt tiene en relación a Caldera y Copei, un mérito que se debe valorar y
que por diversos motivos no se hace: el de darse cuenta que la construcción de
la democracia, sobre todo a partir de 1958, requería de modo esencial de la
participación activa de los socialcristianos. Pudo no haberlo hecho. Pudo
haberse equivocado, por ejemplo, y apostar el sustento de la democracia en
Jóvito Villalba y su partido. Pero Betancourt no se volvió a equivocar. Acertó.
Y ese acierto es consecuencia del reconocimiento de una realidad política, más
allá de sus preferencias. Y esa realidad la constituyó la fuerza y
representatividad nacional alcanzada por Caldera y Copei, a lo largo de una
dilatada y complicada lucha política. Si además esa realidad no contravenía sus
convicciones de estadista y político de raza, mejor todavía. Y estas
reflexiones nos conducen al tercer tópico.
Gehard
Cartay se explaya con soltura y conocimiento sobre las diferencias entre
Caldera y Betancourt, en cuanto a la formación política, sus orientaciones
ideológicas, sus peculiaridades al ejercer el liderazgo partidista y
gubernamental, y otros aspectos de importancia. Pero lo novedoso de su análisis
es que no se limita al amplio tema de las diferencias, sino que también se
ocupa de las semejanzas. Por las razones propias de un prólogo –que tiene por
finalidad presentar un libro y no esbozar otro--, destaco tres semejanzas que
Cartay considera extensamente, aunque no las desglose en la misma secuencia.
La
primera semejanza es que Betancourt y Caldera, Caldera y Betancourt, a los
efectos de estas consideraciones, el orden de los factores no altera el
producto… fueron caudillos políticos. Los grandes caudillos políticos de la democracia
venezolana. Un caudillo es un jefe que no tiene par en su colectivo. Lo
específico de Caldera y Betancourt es que fueron caudillos civiles. Su arma no
era el fusil sino la pluma y el estrado. Su instrumento no era el ejército, de
montonera o de academia, sino el partido político. Su proyecto no era
simplemente llegar y mantenerse en el poder, sino promover una transformación
política, económica y social de la nación venezolana, en el horizonte de una
democracia hecha en Venezuela, y sujeta a reglas institucionales. Los
caudillos, por más disimiles que sean en innumerables cuestiones, pueden
entenderse en tanto caudillos. Se advierten recíprocamente como tales y pueden
ponerse de acuerdo, en medio de situaciones extremas que favorecen el conflicto
o la confrontación. No será muy académica esta aseveración, pero tampoco es
aventurada. La experiencia lo confirma.
Una
segunda semejanza es que Betancourt, bisoño aún, entendió que el quehacer
político exigía la creación de un partido político. No de una corriente de
opinión o de un movimiento de voluntades más o menos convergentes. No. De una
estructura política, con una doctrina delimitada, con unos comandos de
dirección, con una presencia organizativa a lo largo y ancho del país, y con la
explícita vocación de luchar para alcanzar el poder y llevar a la realidad su
proyecto de transformación. Caldera también lo entendió de esa manera, y actuó
en consecuencia. AD se funda oficialmente en 1941 y Copei en 1946. No sería una
insensatez el afirmar que un principio rector de estos dos partidos fue el
centralismo democrático. Eufemismo leninista para denominar al partido de masas
con un mando vertical, en el que hay espacio para discutir sobre la decisión
más conveniente, pero una vez adoptada, se acaban los espacios deliberativos y
se impone una línea única de acción. AD demostró ser un partido más heterogéneo
que Copei. Sus traumáticas divisiones internas ocurrieron en un tiempo en que
importantes voceros copeyanos se ufanaban que su partido era “anti-sísmico”.
Pero esto es secundario al asunto principal: ni Betancourt ni Caldera concebían
que pudiera existir una actividad política eficaz sino a través de partidos
políticos. Y buena parte de sus vidas en el dominio público, estuvieron
dedicadas a forjarlos.
Una
tercera semejanza tiene que ver con la centralidad de la cuestión social en el
discurso y en el obrar político. Desde fuentes intelectuales distintas: el
marxismo primero y el reformismo nacionalista después, en Rómulo Betancourt; y
la Justicia Social, inspirada en la Doctrina Social de la Iglesia y el Derecho
Laboral de América Latina, en Rafael Caldera; la temática social siempre está
en la vanguardia del mensaje. No es una casualidad, ni menos una extraña
confluencia desde posiciones ideológicas diferentes. La semejanza rebasa las
rígidas categorías de izquierda o derecha, que muchas veces no aclaran sino
oscurecen las explicaciones. Gehard Cartay lo sugiere y me permito seguirlo al
sostener que la primacía de lo social surge de la propia realidad que vivía
Venezuela, cuando las libertades públicas empiezan a permitir que el país se
vea en el espejo de una miseria generalizada, de un atraso educativo pasmoso y
de una situación de insalubridad pública de proporciones trágicas. El Programa
de Febrero, anunciado y comenzado a llevar adelante en el gobierno de
transición del general Eleazar López Contreras, es un signo ejemplar de la
entrada del drama social en la máxima ocupación oficial del Estado venezolano.
¿Cómo no iban el nacional-revolucionario Betancourt, y el social-laboralista
Caldera, asumir ese drama como el núcleo capital de sus respectivas propuestas
políticas? Y lo hicieron desde el principio, Betancourt en sus abundantes
escritos durante el exilio gomecista, y a su retorno a Venezuela en su infatigable
tarea de difusión política; y Caldera desde sus columnas estudiantiles en la
prensa, y en su labor universitaria y legislativa como promotor del concepto del trabajo como hecho
social.
El
lema fundacional de AD fue “Pan, Tierra y Trabajo”, y el de Copei: “Por la
Justicia Social en una Venezuela mejor”. La centralidad de lo social es, como
se expresaría ahora: “pública, notoria y comunicacional”… Algunos, en estos
años de mengua, creen que están innovando al proponer la consigna de una
“democracia social”. No es ni nueva ni original. No sé si sus recientes
proponentes estarán al tanto, pero la noción de democracia social se encuentra
en los cimientos del proceso de la construcción de la democracia venezolana,
tanto en Betancourt como en Caldera. Una dimensión de la importancia de lo
social en la lucha política, es su valoración desde una óptica nacional,
asentada en nuestra historia, y con la aspiración de superar las extremas
necesidades con base a políticas nacionales, no a fórmulas internacionalistas,
viniesen de donde viniesen.
Estas
apretadas páginas son, apenas, una presentación muy escueta de una obra de
trascendencia. “Caldera y Betancourt:
Constructores de la Democracia”, lo es, sin lugar a dudas. Su “incorrección
política” en relación a la caricatura de cultura política que impera en
Venezuela, puede que la haga llamativa. Pero lo más deseable es que contribuya
a que no sigamos olvidando el pasado, y por el contrario lo rescatemos con las
luces que merece. Y no quisiera concluirlas sin hacer una referencia a Gehard
Cartay Ramírez, político y escritor, quien ha dedicado su vida pública no sólo
a la acción política y gubernativa, como parlamentario socialcristiano y
exitoso gobernador de su tierra natal, el estado Barinas; sino también a pensar
y escribir sobre la historia contemporánea de Venezuela, desde múltiples
ángulos y privilegiando el género histórico-biográfico. Mi buen y respetado
amigo, Gehard Cartay tiene mucho por hacer en este país que necesita hacerse de
nuevo.
Caracas,
mayo, 2018
(Prólogo de Fernando Luis Egaña a la segunda edición de mi libro "Caldera y Betancourt, Constructores de la Democracia". Publicado en el "Papel Literario" de "El Nacional", sábado 13 de abril de 2019.)