"EL PACTO DE PUNTOFIJO":
¿LEYENDA NEGRA O DORADA?
¿LEYENDA NEGRA O DORADA?
El pasado 31 de octubre se cumplieron sesenta años de la firma del Pacto de Puntofijo por parte de Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera -jefes de los partidos AD, URD y Copei-, y contra la opinión de quienes
señalan aquel acuerdo histórico como el responsable de los “males” del país entre
1958 y 1998, hoy se impone la opinión generalizada de que le
aseguró a Venezuela la transición a la democracia y su estabilidad durante 40 años,
aunque no fuera esa la intención original de sus firmantes.
Así, el Pacto de Puntofijo es tenido ahora como un modelo de transición que ha
sido imitado en otros países.
Gehard
Cartay Ramírez
El 31 de octubre de 1958 se
suscribió en la Quinta “Puntofijo” de la Avenida Solano, sector Sabana Grande, en Caracas, hogar de
Rafael Caldera, un trascendental acuerdo político institucional entre las tres
fuerzas políticas entonces más importantes del país: Acción Democrática (AD),
Unión Republicana Democrática (URD) y Partido Social Cristiano Copei.
Ese acuerdo era la lógica conclusión
de las conversaciones que, desde enero de ese mismo año, habían venido
sosteniendo Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera, cuando -a la caída de la dictadura-
se reunieron en Nueva York. La
motivación central no era otra que el reclamo de la unidad nacional. El llamado
espíritu del 23 de Enero seguía influyendo
poderosamente en todas y cada una de las decisiones políticas del momento,
sobre todo de cara a otra exigencia suprema como lo era el desarrollo pacífico
y ordenado de la transición política en ejecución. Y si bien es cierto que la
búsqueda del candidato único había fracasado y que, al final, cada partido
político presentaría el suyo -dos militantes y un militar activo-, ese esfuerzo
se orientó entonces hacia un acuerdo solemne. Su objetivo: asegurar el cumplimiento de las reglas del
juego, normales en cualquier democracia, pero importantísimas en aquel momento
cuando Venezuela salía de un largo período dictatorial y militarista. Así fue
como nació lo que con posterioridad ha sido conocido como el Pacto
de Puntofijo.
Era, pues, un acuerdo coyuntural,
forzado por aquellas circunstancias tan especiales. No tenía, expresamente,
intenciones de largo alcance sino más bien de corto y probablemente mediano
plazo. Era un pacto de proposiciones muy concretas, referidas a un momento
específico y dirigido a lograr metas realistas y prácticas. No era, en
consecuencia, una simple declaración de
principios ni tampoco un pronunciamiento
teórico o programático. Se diría que consistía esencialmente en un acuerdo
táctico momentáneo en función de una estrategia inmediata: asegurar la
transición de la dictadura a la democracia.
Contra todo lo que se ha escrito y
dicho posteriormente, la verdad histórica es que el Pacto de Puntofijo fue un acuerdo circunstancial, referido apenas a
los próximos cinco años, contados a partir de 1959, cuando tomaría posesión el
siguiente gobierno.
Afirmar, por tanto, que en ese
preciso instante se comprometió el futuro de los siguientes cuarenta años del
país es -cuando menos- un disparate.
Esto hay que aclararlo en aras de la verdad histórica. Y ello en virtud de que
una abundante literatura y, sobre todo, una interminable retórica política
interesada han terminado desvirtuando lo que, en realidad, fue el Pacto de Puntofijo. Gracias a esa tergiversación histórica, hoy muchos venezolanos lo perciben como un
diabólico acuerdo entre AD y Copei para repartirse el poder durante cuarenta
años, usufructuar sus privilegios, distribuirse sus ventajas materiales y
someter a los venezolanos a una especie de reino de la ineficiencia y la
corrupción.
Por contraposición hay que agregar
que tampoco corresponden al Pacto de Puntofijo
los aspectos positivos y negativos de estos últimos 40 años. Cada gobierno
elegido en este largo período tiene sus responsabilidades ante la historia, sin
que pueda establecerse una especie solución de continuidad entre, por ejemplo,
el segundo gobierno de Betancourt y el primer gobierno de Caldera. Más todavía:
esa solución de continuidad no es posible, incluso, pretenderla entre los
primeros y segundos gobiernos de Caldera y de Carlos Andrés Pérez, con todo y
que hayan sido esas mismas personas quienes ejercieran la presidencia en dos
oportunidades distintas. Resulta entonces, por decir lo menos, una falacia
pretender arropar estas cuatro décadas históricas con el llamado Pacto de Puntofijo, aparte de un
ejercicio de superficialidad y banalidad inadmisible como mecanismo de análisis
histórico, por aquello de que cada momento tiene sus propias circunstancias.
En este sentido, el testimonio del
propio Caldera es categórico y definitivo: “El Pacto de Puntofijo fue acordado
para un período de gobierno, es
decir, para el quinquenio 1959-1964. Fue complementado al cierre del proceso
electoral con una declaración de principios y un programa mínimo de gobierno,
suscritos por los candidatos presidenciales de los tres partidos y del Partido
Comunista, a saber, Rómulo Betancourt(AD), Wolfgang Larrazábal (URD y PCV) y
Rafael Caldera (Copei)”. Y agrega el ex presidente, como para que no quede duda
alguna al respecto: “No se previó su duración más allá del primer quinquenio,
como se acaba de indicar; pero, indudablemente, el espíritu del 23 de Enero, el
compromiso solidario de mantener las instituciones por encima de las
diferencias partidistas, la defensa de las libertades y de los derechos humanos
y el compromiso social, inseparable del derecho y el deber de gobernar, valores
que inspiraron el Pacto de Puntofijo, sobrevivieron al término previsto” (1).
Esta última y lúcida interpretación
de Caldera es la que explica porque se tiene a Puntofijo como “el pacto histórico” de estos últimos cuarenta años.
Ciertamente que elementos consustanciales del sistema democrático como lo son
el respeto a los resultados electorales, la existencia de los partidos
políticos, los acuerdos parlamentarios, los entendimientos cíclicos entre los
adversarios, los compromisos obligantes para mantener el sistema, etc, al verse
consolidados durante esas cuatro décadas -algo nunca antes visto en nuestra
accidentada historia republicana-, han permitido a algunos especular sobre el
acuerdo que arropó tan largo período nacional. No puede extrañar entonces que
al Pacto de Puntofijo también se le
enrostren todas las fallas que se produjeron en ese tiempo y se le nieguen,
hipócritamente, los logros que evidentemente hubo.
Rómulo Betancourt, beneficiario
directo históricamente del Pacto de
Puntofijo, dijo en su discurso de toma de posesión en 1959, lo siguiente:
“Mucho más profundo que la regularización de la controversia pública y el
respeto a las reglas del juego democrático, fue el sentido que se le dio a la
tregua interpartidista. Llegó a tan positivos extremos como el de la
suscripción, el 31 de octubre de 1958, de un pacto público, en el cual los
partidos Acción Democrática, el socialcristiano Copei y Unión Republicana
Democrática adquirieron compromisos concretos con la nación, en vísperas de
iniciarse la campaña electoral de esas tres colectividades, cada una de ellas
con su propio candidato a la Presidencia y con listas propias de aspirantes a
cargos electivos en organismos deliberantes. Se comprometieron a darle al
debate electoral un sostenido y elevado tono principista, erradicándose el
desfogue verbal y la acrimonia personalista; a respetar y hacer respetar el
resultado de los comicios; a popularizar un programa común de gobierno y a que
se gobernase luego dentro de un régimen de coalición”.
Agregaba a continuación que, a pesar de los augurios en contrario, los compromisos previos a las elecciones se cumplieron, como fracasarían también “los cálculos alarmistas de los descreídos -ironizaba seguidamente-, algunos formulados con la mejor buena intención. He podido llegar a un acuerdo de fondo con los partidos políticos, a través de sus jefes doctores Jóvito Villalba y Rafael Caldera, para la integración de un gobierno de ancha base nacional, donde tienen los partidos adecuada representación así como también los sectores de la producción sin ubicación partidista y los grupos técnicos”(2).
Agregaba a continuación que, a pesar de los augurios en contrario, los compromisos previos a las elecciones se cumplieron, como fracasarían también “los cálculos alarmistas de los descreídos -ironizaba seguidamente-, algunos formulados con la mejor buena intención. He podido llegar a un acuerdo de fondo con los partidos políticos, a través de sus jefes doctores Jóvito Villalba y Rafael Caldera, para la integración de un gobierno de ancha base nacional, donde tienen los partidos adecuada representación así como también los sectores de la producción sin ubicación partidista y los grupos técnicos”(2).
Del acuerdo fue excluido el Partido Comunista de Venezuela (PCV). Esa
exclusión fue tácita y no expresa. Betancourt pretendió posteriormente hacer
creer -y así lo afirmó en su ya citado discurso de toma de posesión- que la
misma había sido “por decisión razonada de las organizaciones que lo firmaron”,
lo cual no es verdad. Si se revisa exhaustivamente el texto del acuerdo, esa
exclusión no aparece mencionada en ninguna parte. Por supuesto que lo que sí es
cierto es que el PCV no fue llamado a firmar el acuerdo, pero las razones para
esa decisión no aparecen en el documento en referencia. Por el contrario, el
quinto punto en su parte final señala textualmente- que “como este acuerdo no
fija principio o condición contrarios al derecho de las otras organizaciones
existentes en el país, y su leal cumplimiento no limita ni condiciona el
natural ejercicio por ellas, de cuantas facultades
pueden y quieren poner al servicio de las altas finalidades perseguidas, se invita a todos los organismos
democráticos a respaldar, sin perjuicio de sus concepciones específicas, el
esfuerzo comprometido en pro de la celebración del proceso electoral en un
clima que demuestre la aptitud de Venezuela para la práctica ordenada y
pacífica de la democracia”. Aún más: tanto la Declaración de Principios como el
Programa Mínimo de Gobierno suscritos como complemento del Pacto de Puntofijo, fueron, a su vez, firmados por Larrazábal en su
condición de candidato de la alianza formada por URD y el PCV.
Tal vez convenga, en todo caso,
aclarar aquí que quien sí razonó su firme decisión de excluir al PCV del
gobierno que iba a presidir fue el propio Betancourt. Y lo hizo sin
mediastintas, de manera clara y contundente: “En el transcurso de mi campaña
electoral fui explícito en el sentido de que no consultaría al Partido
Comunista para la integración del gobierno y en el de que, respetando el
derecho de ese partido a actuar como colectividad organizada en el país,
miembros suyos no serían llamados por mí para desempeñar cargos administrativos
en los cuales se influyera sobre los rumbos de la política nacional e
internacional de los venezolanos...”
Al asumir tal posición el flamante
presidente electo no actuaba improvisadamente, sino sobre la base de su zamarro
cálculo político personal: primero, despejaba así cualquier duda ante el
gobierno norteamericano y las demás democracias occidentales; segundo, calmaba
al sector militar, cuya desconfianza hacia los comunistas era aún muy notoria,
y tercero, practicaba él mismo una posición de principios asumida desde el
momento mismo en que abdicó de su temprana militancia comunista costarricense y
se propuso trabajar en función de un proyecto político nacionalista
revolucionario.
Lo cierto definitivamente es que el
indudable desarrollo democrático del país tuvo, entonces, su piso más sólido en Puntofijo. Ha sido el acuerdo político
más importante del siglo XX venezolano en virtud de haber iniciado exitosamente
una experiencia democrática interpartidista, sin antecedentes en la historia
nacional.
Los compromisos asumidos
La lectura y el análisis detenido
del documento suscrito el 30 de octubre de 1958 por los partidos AD, URD y Copei -en cuya representación lo
firmaron Jóvito Villalba, Ignacio Luis Arcaya, Manuel López Rivas, Rómulo
Betancourt, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios, Rafael Caldera, Pedro del Corral y
Lorenzo Fernández-, establece cinco grandes líneas maestras: primera:
declaratoria solemne de la unidad nacional como primera tarea y compromiso de
los signatarios, por encima de cualquier otra consideración; segunda:
legitimidad efectiva de las autoridades elegidas en diciembre de ese año y
garantía de que ese proceso fortalezca la unidad nacional; tercera: defensa de
la constitucionalidad, gobierno de Unidad Nacional y establecimiento de un
programa mínimo común; cuarta: diversidad de candidaturas a todos los niveles;
y quinta: respeto absoluto a los resultados electorales e integración unitaria
del gobierno elegido en diciembre de 1958.
El documento se inicia destacando el
clima de participación de todos los sectores del país en la defensa del régimen
democrático, al igual que los diálogos sostenidos entre los partidos políticos
a los fines de salvaguardar la consolidación de la anhelada unidad nacional.
Igualmente, los firmantes destacan la provechosa participación de otros
sectores de la vida nacional, entre ellos, los independientes y las Fuerzas
Armadas Nacionales, para asegurar el clima de armonía y colaboración
existentes.
A continuación, el acuerdo define
los dos polos de la llamada “política nacional de largo alcance”, definidos
así: “a) seguridad de que el proceso y los Poderes Públicos que de él van a
surgir, respondan a las pautas democráticas de la libertad efectiva del
sufragio; y b) garantía de que el proceso electoral no solamente evite la ruptura del frente
unitario, sino que lo fortalezca mediante la prolongación de la tregua
política, la despersonalización del debate, la erradicación de la violencia
interpartidista y la definición de normas que faciliten la formación del
gobierno, de modo que ambos agrupen equitativamente a todos los sectores de la
sociedad venezolana interesados en la estabilidad pública como sistema popular
de gobierno”. Si analizamos con detalle este párrafo, notamos dos cosas muy
claras: una, que AD, URD y Copei se comprometían a respetar la voluntad popular
expresada por la “libertad efectiva del sufragio”. No había, en consecuencia,
pacto alguno contrario a la expresión de las mayorías. Y dos: se dictaban
normas de convivencia política-electoral. Ahora bien, ninguna de ambas
precisiones implicaba un pacto a perpetuidad, sino que eran la expresión común
y corriente de cualquier sistema democrático. La insistencia en tales
proposiciones obedecía, ciertamente, a que en aquel momento el país apenas
salía de diez años de larga y penosa
interrupción de su democracia.
El tercer punto se refería al
compromiso común de las fuerzas suscriptoras en tres aspectos fundamentales: a)
la defensa de la constitucionalidad y del derecho a gobernar conforme a la
voluntad popular; b) la necesidad de un próximo gobierno de unidad nacional; y
c) el apoyo a un programa mínimo común
de gobierno. Pero cada uno de estos aspectos está expresamente referido
a la gestión de gobierno 1959-1964.
El cuarto punto correspondía a los
“otros medios idóneos de preservar la Unidad Nacional”, a partir del fracaso
producido por la imposibilidad de lograr una candidatura única. La solución, en
este sentido, fue salomónica: esas
diferencias no afectarían el esfuerzo unitario. Fueron entonces consideradas
“naturales contradicciones partidistas” y, en consecuencia, aceptadas. Así,
cada partido o coalición electoral llevaría sus propios candidatos, sin
desmedro del acuerdo alcanzado.
El quinto y último punto establecía
una especie de normativa para regularizar la pluralidad candidatural, aún
cuando la totalidad de los votos que obtuvieran los nominados serían
considerados “como votos unitarios y la suma de los votos por los distintos
colores como una afirmación de la voluntad popular a favor del régimen
constitucional y de la consolidación del Estado de Derecho”. El acuerdo
concluye haciendo un llamado al país en favor de la convivencia nacional y del
desarrollo de una constitucionalidad estable, cuyas bases sean “la sinceridad
política, el equilibrio democrático, la honestidad administrativa y la norma
institucional que son la esencia de la voluntad patriótica del pueblo venezolano”.
Como complemento del Pacto de Punto Fijo, los candidatos
presidenciales de AD, URD/PCV y Copei suscribieron una breve declaración de principios y las
bases del programa mínimo de gobierno.
En cuanto a la primera, baste
resaltar tres aspectos: a) el respeto absoluto a los resultados electorales y
la defensa del régimen constitucional; b) organización de un gobierno de unidad
nacional por parte del próximo presidente constitucional, sin hegemonías
partidistas y con representación “de las corrientes políticas nacionales y los
sectores independientes del país”; c) el
gobierno a elegirse se inspirará en el programa mínimo común; y d) compromiso de “mantener y consolidar la tregua política y la
convivencia unitaria”.
El programa mínimo de gobierno
contenía siete secciones: “Acción política y administración pública; política
económica; política petrolera y minera; política social y laboral; política
educacional; fuerzas armadas; política inmigratoria y política internacional”.
En resumen, se trataba de puntos coincidentes entre las distintas fuerzas
signatarias, sin mayor profundidad ideológica, con metas cortoplacistas y
caracterizadas por un acento pragmático muy definido, tal como lo exigían las
circunstancias del momento y de cara a una gestión de sólo cinco años de
gobierno.
(1) Rafael Caldera, Los Causahabientes: De Carabobo a Puntofijo, Editorial Panapo, Caracas, 1999, página 148.
(2) Rómulo Betancourt, La Revolución Democrática en Venezuela, páginas 10 y 11, Tomo I, sin mención editorial, Caracas, 1968.
(1) Rafael Caldera, Los Causahabientes: De Carabobo a Puntofijo, Editorial Panapo, Caracas, 1999, página 148.
(2) Rómulo Betancourt, La Revolución Democrática en Venezuela, páginas 10 y 11, Tomo I, sin mención editorial, Caracas, 1968.