domingo, 3 de marzo de 2019


Acaban de cumplirse 30 años de "El Caracazo", un evento que dejó muertos, heridos y desaparecidos, luego de varios días de saqueos y desórdenes. Y aunque no fue un hecho espontáneo, sí habían entonces descontento y rabia en muchos sectores, aunque no en el grado superlativo de hoy en día, cuando -al menos desde hace algo más de un lustro- han explotado "Caracazos" en casi todos los pueblos de Venezuela. 

Transcribo a continuación un fragmento de mi libro "Cómo se destruye un país" (Editorial Los Libros de El Nacional), relativo a aquellos trágicos sucesos.

Explota “el Caracazo”
La difícil situación económica y social que heredaba CAP –sobre todo cuando la ingenua esperanza popular creía que vendrían tiempos mejores, tal como lo había ofrecido el candidato ganador- no podía sino ser el apropiado caldo de cultivo para una explosión social inminente.
 Y así fue: el 27 de febrero de 1989, 25 días después de haber tomado CAP posesión de la Presidencia de la República, se produjo en Caracas y en distintos sitios del país una insurgencia aparentemente espontánea, no dirigida ni liderizada por organización o grupo alguno en particular, sino producto de la ira de algunos sectores populares. Fue conocida como el Caracazo y produjo centenares  de muertos y desaparecidos, miles de heridos y detenidos, incontables saqueos y milmillonarias pérdidas económicas. Y produjo, también, el fin de una era política y partidista, así como un alerta roja frente a las perversiones de la democracia, su ineficacia y, sobre todo, su creciente corrupción.
El Caracazo ha sido el hecho de mayor violencia que se ha registrado en la reciente vida venezolana. Se inició tempranamente el 27 de febrero de 1989 con una airada protesta de algunos pobladores de Guarenas, Estado Miranda, a escasos 40 kilómetros de Caracas, por el aumento de los precios del transporte colectivo. De allí pasó a Caracas y se extendió en un primer momento por el centro de la ciudad, luego hacia el oeste y posteriormente hacia el este. La violencia se apoderó de los cuatro costados de la metrópolis, convertida en múltiples saqueos, disparos, enfrentamientos con la policía, confusión y caos total. Aquellos dantescos escenarios eran trasmitidos en vivo por los canales de TV a todo el país. Ese día la fuerza pública fue desbordada y derrotada por la insurrección.
A la mañana siguiente, 28 de febrero, los desórdenes aumentaron en Caracas. Ya las imágenes de la televisión habían producido su efecto contagioso en otras partes del país. El gobierno, tomado por sorpresa el día anterior, no reaccionaba aún. El presidente Pérez había estado en Barquisimeto y al regresar probablemente desestimó los alcances de aquella furia popular, al igual que sus cercanos colaboradores. Sería en horas de la tarde de ese mismo día cuando CAP resolvería suspender las garantías constitucionales, decretar el toque de queda y sacar el ejército a la calle para contener los saqueos y las diversas manifestaciones de violencia. Por supuesto que de allí a una matanza indiscriminada sólo había un paso. El ejército no estaba preparado para este tipo de contingencias, a diferencia de la Guardia Nacional. A sangre y fuego, en todo caso, los militares controlaron la situación luego de varios días de combate, pero con un saldo trágico de víctimas, muchas de ellas inocentes, cruelmente atrapadas en aquel tráfago de muerte y dolor.
Hubo innumerables violaciones a los derechos humanos, según denunciarían posteriormente las organizaciones no gubernamentales del ramo e, incluso, se habló de ejecuciones sumarias, de razzias incontrolables en barrios y urbanizaciones, así como de  ametrallamientos indiscriminados contra humildes familias en sus propias viviendas. El entonces diputado y ex candidato presidencial Teodoro Petkoff denunció en el Congreso  “numerosos casos de  fríos asesinatos: heridos rematados, muertos en allanamientos, sin mediar palabras, sorprendidos con tiros por la espalda, con tiros en la nuca, acribillados en su propia casa, mientras veían televisión; fusilados sumariamente,  en plena calle; víctimas de la ley de fuga y muertos por la espalda; asesinados en sus vehículos, cuando regresaban pacíficamente a sus hogares;  masacrados porque no se detuvieron cuando les dieron la voz de “alto”, transeúntes pacíficos acribillados en la calle desde módulos policiales; detenidos que fueron conminados a subir a un camión militar y luego asesinados por soldados y tirados en un zanjón; en fin una verdadera matanza, sin lógica, sin sentido, sin coherencia, sin la menor explicación racional, sin justicia, por supuesto”(6). Y todo ello sin hablar de los desaparecidos. En definitiva, aquello fue toda una tragedia nacional, como nunca antes seguramente se había visto en nuestro angustioso devenir histórico. 
Sólo después de cinco días de cruentos combates, la calma volvió a Caracas y a otras ciudades, pero a un costo humano, social, político y económico muy grande. La ciudad capital semejaba un gigantesco basurero, un auténtico escenario de guerra, en medio de olores putrefactos y de una gran tristeza. De un sitio a otro, familias enteras buscaban desesperadamente a padres, hijos, esposos, esposas y amigos desaparecidos en aquellos turbulentos días. Por si fuera poco, el desabastecimiento alimentario golpeó entonces a los ya aterrados habitantes capitalinos, en virtud de la casi absoluta falta de provisiones. Se implementó inmediatamente un plan aéreo para traerlas del interior, a través del aeropuerto de La Carlota. Pero la labor era ciclópea. La gran mayoría de abastos y supermercados de Caracas ya no existían debido a los saqueos, y en los escasos mercados populares que fueron abastecidos poco después hubo trifulcas y largas colas para adquirir algunos alimentos. Por supuesto que toda esta difícil situación estaba acompañada de brotes especulativos por parte de comerciantes y traficantes inescrupulosos, lo que obligó a las autoridades a decretar una cesta básica mínima y una estricta vigilancia de precios por parte de los militares. El transporte colectivo tardó varios días en normalizarse, así como las labores de aseo urbano y mantenimiento de la metrópolis, cuyas calles estaban cubiertas por miles de toneladas de basura e impregnadas de todo tipo de olores nauseabundos. Los organismos de seguridad fueron declarados en emergencia ante aquel cuadro dramático de establecimientos, locales y centros comerciales saqueados, destruidos o incendiados.
El trauma psicológico experimentado por los venezolanos, a propósito de todos estos hechos de violencia, no sería superado fácilmente y por muchos años. El miedo y la desconfianza entre unos y otros se convertiría, a la postre, en un complejo colectivo que no se esfumaría tampoco rápidamente con el tiempo. Venezuela sería otra luego del Caracazo, y no volvería a ser la misma desde entonces.
Se iniciaba entonces un nuevo país, una nueva historia, una nueva etapa. Vendrían inexorablemente nuevos escenarios y nuevos actores. Aquello no había sido una simple explosión social, pasajera y transitoria, sino la señal indiscutible de que las cosas iban a cambiar, a pesar de la resistencia, la torpeza o el desprecio del liderazgo venezolano de entonces. Por de pronto, tal vez aturdida por los acontecimientos, la clase dirigente no se dio cuenta de lo que había ocurrido. Tardaría todavía unos años más para comprenderlo.