domingo, 15 de noviembre de 2020

ELECCIONES SIN CONDICIONES MÍNIMAS Gehard Cartay Ramírez El reciente pronunciamiento de la Conferencia Episcopal Venezolana desenmascara una vez más al régimen y sus aliados en su absurda obstinación de realizar unas elecciones parlamentarias inconvenientes y fraudulentas desde todo punto de vista. 
 
Se trata de un documento franco, valiente y contundente, apegado a la verdad y que sintetiza la mayoritaria opinión de los venezolanos. Si algo constituye la parte medular de este pronunciamiento es su denuncia responsable contra un régimen indolente que, junto a sus acólitos, privilegia sus intereses por encima de los intereses de los venezolanos.

 Y es que necesitados como están de una Asamblea Nacional plegada a sus objetivos políticos y financieros –seguramente bien retribuidos a quienes le sirven de coyunda–, nada les importa el drama que sufre Venezuela. Prefieren destinar milmillonarios recursos del Estado para sufragar unas falsas elecciones, en lugar de invertirlos en la salud de los venezolanos, especialmente en el urgente combate contra el coronavirus. 

 Como lo ha hecho en cada ocasión que lo amerita, este pronunciamiento del Episcopado Venezolano constituye un lúcido llamado a la sensatez, en medio de la sordera del régimen y sus aliados, tercamente empeñados en realizar un proceso electoral que a pocos le despierta confianza, violentando la Constitución, las leyes y normas electorales, así como los lapsos que previamente deberían cumplirse.

 “Los venezolanos queremos vivir en democracia”, señala el texto en comento. “Para ello es necesario celebrar elecciones de modo imparcial para todos los partidos políticos y de respeto del voto ciudadano. El régimen, más preocupado por mantenerse en el poder que en el bienestar del pueblo, ha convocado unas elecciones parlamentarias, valiéndose de un Tribunal Supremo de Justicia sumiso al Ejecutivo, de un Consejo Nacional Electoral ilegítimo y la confiscación de algunos partidos políticos, así como realizando amenazas y persecuciones a los dirigentes políticos e intentando comprar conciencias. Todo esto además de dibujar una ilegitimidad, provocará la abstención y la falta de confianza ante estas inciertas elecciones parlamentarias”. 

 El pronunciamiento va mucho más allá al denunciar “como inmoral cualquier maniobra que obstaculice la solución social y política de los verdaderos problemas, así como el cinismo de algunos factores políticos que se prestan a este juego desvergonzado, con el cual el régimen se consolida como un gobierno totalitario, justificando que no puede entregar el poder a alguien que piense distinto”. Y –a renglón seguido– condena, muy particularmente, la negativa del Ministro de Defensa “a aceptar un cambio de gobierno”, lo que, a juicio del episcopado católico “es totalmente inconstitucional y, por tanto, inaceptable”.

 Si el régimen en verdad quisiera convertir este proceso electoral en una palanca para buscarle una salida auténtica a la tragedia que hoy agobia al pueblo venezolano debería aceptar estas críticas, desmontar el fraudulento proceso eleccionario en marcha y aceptar una negociación política para designar un CNE conforme las normas constitucionales. Sería lo menos que debiera hacer, si acaso es cierto que les duele el sufrimiento de la gran mayoría de los venezolanos, producto de su propio régimen inepto y corrupto.

 Todo ello implicaría, desde luego, un nuevo registro electoral que incorpore a los cinco millones de compatriotas hoy fuera del país; devolver los partidos políticos -secuestrados por el chavomadurismo- a sus legítimas autoridades; eliminar el inconstitucional aumento de diputados a la Asamblea Nacional; dejar sin efecto las arbitrarias detenciones e inhabilitaciones contra dirigentes políticos opositores; y crear un clima de confianza nacional. 

 Si nada de esto es posible entonces esas falsas elecciones serán otro fracaso más, pues no resolverán nada y, por el contrario, profundizarán aún más la actual problemática. Pretender realizar un proceso comicial de espaldas a la gran mayoría, despreciando a los adversarios y apoyándose en unos pocos lacayos dispuestos a todo para no seguir naufragando, sólo profundizará los males que hoy acogotan a los venezolanos.

 Frente a esta situación el problema ya no es votar o abstenerse. El problema es votar para elegir. Y eso exige garantías plenas de que, en efecto, será reconocida la voluntad popular. En una democracia que se precie de ser tal, uno vota para elegir. Pero cuando uno vota y no elige, porque a nuestros candidatos, aunque hayan ganado la elección, no se les reconoce el triunfo, o, habiéndoseles reconocido, los despojan de las atribuciones de su cargo y judicialmente se les sabotean y bloquean sus iniciativas, entonces resulta imposible decir que estamos en una democracia. Los casos de la Asamblea Nacional y los cuatro gobernadores electos por la oposición, así lo confirman. Lo mismo pasa cuando a la dirección legítima de un partido el tribunal supremo le arrebata su representación jurídica, su tarjeta electoral y demás símbolos para entregárselos a unos cómplices del régimen, convertidos en falsos opositores, con lo cual arman un tinglado a su conveniencia. 

 No se trata de abstenernos entonces. Se trata de exigir el mínimo de condiciones electorales que legitimen los resultados de las votaciones. Lo otro sería dejarnos conducir como mansas ovejas al matadero…

sábado, 11 de julio de 2020

LA CUADRATURA DEL CÍRCULO
Gehard Cartay Ramírez

Resulta obvio que el chavomadurismo sólo participará en unas votaciones que le garanticen “el triunfo”.
Pensar lo contrario es una estupidez, a juzgar por la experiencia en esta materia. Una estupidez similar a la que vocean algunos opositores que insisten en aquello de participar en cualquier elección para “no perder espacios” o -candidez infantil, sin duda- en aquello otro de que “si votamos todos gana la oposición”. Como si Venezuela fuera una democracia ejemplar y no un régimen de fuerza, violador de la Constitución y las leyes de la República.
Dentro de este contexto hay que enjuiciar la reciente amenaza del gorilato castrense, según la cual la oposición venezolana “no será poder político” mientras ellos estén allí. Lo grotesco de tan insolente pronunciamiento es que sus voceros se creen por encima de la soberanía popular, ya que si la oposición ganara las elecciones entonces ellos impedirían su ascenso al poder. En dos platos: darían un golpe de estado y desconocerían la voluntad mayoritaria de los venezolanos. Por cierto que ni siquiera por cubrir las apariencias el inefable CNE madurista se ha pronunciado al respecto, mucho menos el régimen. 
No han faltado, desde luego, los atorrantes “abogados del diablo” restando la gravedad que encierra una amenaza de ese tipo por parte de quienes manejan las armas de la República y tienen el monopolio de la violencia, aparte de controlar el “Plan República”, es decir, la vigilancia y manejo de actas y votos. Sostienen que se trata de otra provocación más para alentar el abstencionismo opositor y continuar exasperando a la dirigencia opositora. De esta manera, los empujan a no participar en las elecciones de diciembre próximo, con lo cual garantizan que la minoría del régimen se imponga una vez más.
Típica verdad a medias, que pueden tragársela ciertos espíritus cándidos, pero no algunas inteligencias lúcidas. Ciertamente es una provocación para engordar el abstencionismo. ¿Pero de quién procede esa provocación? Nada menos que de una cúpula militar que ha dado suficientes muestras de estar al servicio de una parcialidad política y de atacar, sin disimulo y aviesamente, a la oposición democrática, llegando al colmo de negarse de antemano a reconocer su triunfo electoral, en caso de que se produjera. No se trata de cualquier provocación entonces.
Habría que analizar otras motivaciones de esa amenaza militarista. Nadie puede creer que se trate de una malcriadez a estas alturas del proceso, después de casi dos décadas de una participación cada vez mayor del elemento castrense en la conducción y sostenimiento del  régimen y de intervenir descaradamente en la política partidista y electoral. No se trata de cualquier provocación, insisto.
De nada ha servido que la Constitución les prohíba esa forma de actuar. Nada les importa lo que reza el artículo 328: “La Fuerza Armada Nacional constituye una institución esencialmente profesional, sin militancia política, organizada por el Estado para garantizar la independencia y la soberanía de la Nación y asegurar la integridad del espacio geográfico, mediante la defensa militar, la cooperación en el mantenimiento del orden interno y la participación activa en el desarrollo nacional, de acuerdo con esta Constitución y con la ley”.
Tampoco acatan el siguiente mandato constitucional, expreso y tajante, sin lugar para interpretaciones distintas: “En el cumplimiento de sus funciones, está al servicio exclusivo de la Nación y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna”. Sin embargo, al igual que casi todo el texto constitucional, este artículo se viola permanentemente en función de un perverso proceso de ejercicio de poder indefinido, totalmente contrario a la alternabilidad democrática y republicana.
Por desgracia no hay que olvidar que nuestra historia ha registrado una larga tradición militarista desde sus inicios como República. Así, durante el siglo XIX sólo hubo cuatro presidentes civiles en Venezuela: José María Vargas, Manuel Felipe Tovar, Juan Pablo Rojas Paúl y Raimundo Andueza Palacio. Los demás fueron generales, imbuidos por la idea del militarismo, entendido como la preponderancia de los militares en la concepción y el desarrollo del gobierno y sus ejecutorias.
El siglo XX arrancará bajo las largas tiranías de los generales Cipriano Castro (1899-1908) y Juan Vicente Gómez (1908-1935). Luego serán presidentes los también generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, entre 1936 y 1945. A este último lo sustituirá, mediante un golpe de Estado, una Junta Cívico Militar. Y sólo en diciembre de 1947 Venezuela podrá elegir por primera vez un presidente civil, el escritor Rómulo Gallegos, por el voto universal, directo y secreto. Pero lo derrocarán los militares meses después, en noviembre de 1948. Luego advino la llamada Década Militar (1948-1958), iniciada por el coronel Carlos Delgado Chalbaud, asesinado en 1950, y continuada por el entonces coronel y después general Marcos Pérez Jiménez hasta enero de 1958. Desde 1959 hasta 1998 fue cuando sólo hubo presidentes civiles, aunque el morbo golpista y militarista estaba latente siempre.
Piense el lector si con estos antecedentes históricos puede despreciarse la amenaza del gorilato actual.  





















viernes, 3 de julio de 2020


LA VERDADERA OPOSICIÓN: ¿QUE HACER?
*
Gehard Cartay Ramírez

Decíamos en nuestro anterior artículo de opinión que lo peor que puede hacer la verdadera oposición es no hacer nada.
Algo, y mucho, tiene que hacer. Porque una fuerza mayoritaria como esa, ante una coyuntura tan delicada como la que sufre ahora el país, no puede permanecer impávida, de brazos cruzados, muda y sorda, dejándose arrebatar la iniciativa por unos opositores de mentira, buscadores de escaños en la venidera Asamblea Nacional. Ya han demostrado de manera fehaciente que su propósito no es luchar para salir del actual régimen. Lo de ellos es más simple: sustituir a la auténtica oposición, esa que integran los partidos políticos más importantes del país y que lidera Guaidó, con un amplio respaldo en el plano internacional. Buscan sustituirla, sí, pero para ser una leal oposición al madurismo. Simplemente eso.
Porque esa sustitución, por supuesto, sólo sería para aparecer como una fuerza opuesta al régimen en apariencia, pero sin estorbarlo en lo más mínimo, ni para procurar un verdadero cambio en un país colapsado y destruido por los efectos de más de 20 años de chavomadurismo. Sería en todo caso, una oposición decorativa y en la precisa medida que la quiere el régimen, es decir, complaciente y favorecedora de la falsa impresión de Venezuela como una “democracia”, algo que también quiere lograr el madurismo.
Ahora bien, por todas estas razones la verdadera oposición no puede equivocarse a la hora de decidir y actuar frente a un hecho aparentemente cumplible, como lo serían las supuestas elecciones para escoger la Asamblea Nacional, que deberían realizarse a finales de año.
Ya se sabe en qué condiciones podrían realizarse si no hay –y parece que no los habrá– cambios de fondo y de buena fe por parte de quienes fungen de árbitros electorales. Tendrían que producirse cambios radicales –lo que tampoco sucederá– para desarticular sus desprestigiados procedimientos, contaminados por el fraude, su clara tendencia a favorecer al régimen y su falta de transparencia. Y todo ello sin dejar de lado su falla de origen, pues se trata de un CNE inconstitucional, nombrado a su vez por una inconstitucional “Sala Constitucional”, etc., etcétera. Son demasiados hechos incontrovertibles, pero lo cierto es que allí está una propuesta y es menester pronunciarse frente a ella.
Por de pronto, la verdadera oposición está obligada a seguir exigiendo mejores condiciones para participar, como lo ha venido haciendo. Por cierto, se trata condiciones ordinarias en cualquier país con un sistema electoral decente (registro electoral confiable y auditado, que incluya a los que han tenido que emigrar y a los nuevos electores; que el voto sea ejercido libremente, sin coacciones o intimidaciones; sin inhabilitaciones, enjuiciamientos y prisión de los dirigentes políticos y restablecimiento pleno de sus derechos a la participación política; participación plena de todos los partidos políticos; participación equitativa y sin ventajismo del régimen; verificación y auditoria de todo el sistema electoral; observación internacional, Plan República sin abusos ni parcialidad alguna, etc.).
¿Es mucho pedir? Creo que es lo menos que se puede exigir para participar en igualdad de condiciones y garantizar que el voto sea respetado. Negar estas condiciones sólo serviría para continuar desprestigiando el sistema electoral venezolano, aunque al parecer eso no es precisamente algo que preocupe al régimen.
En paralelo, la verdadera oposición debe reunificarse para decidir su estrategia y plantearse metas claras y efectivas de lucha, movilizando a la gente y profundizando su penetración en todos los estratos de la comunidad venezolana. Por lo tanto, debe dejar de lado las divergencias internas, que ahora parecen aflorar de manera absurda. Hay que dejar de lado también todo tipo de fantasías tropicales, como esa de una Asamblea Nacional en el exilio, que podría resolver el problema de algunos, pero que de ninguna manera se compadece con una lucha que hay que dar aquí y ahora.
Pretender trasladar al exilio la lucha contra el régimen es una futilidad que no puede estar en los planes de un liderazgo opositor serio y comprometido con el país, dicho sea con todo respeto por quienes han sido obligados a exiliarse. Pero la lucha debe ser aquí y hay que aprovechar cualquier rendija que se abra para introducirse por allí en función de sustituir al actual régimen.
En todo caso, la verdadera oposición está obligada a definir la lucha, sin dejarse ganar por la apatía, la nadería o la inmovilidad. Está llamada a luchar, no a seguirse mirando el ombligo. Está obligada a actuar en lugar de cruzarse de brazos. Está constreñida por los hechos a trazar una ruta, electoral o no –eso habría que definirlo ya–, pero de ninguna manera puede quedarse en una inacción lastimosa, estéril y frustrante.
Hay que decidir y actuar ya, insisto. El tiempo se agota y hay que aprovecharlo a plenitud.

LAPATILLA.COM
Jueves, 02 de julio de 2020.





domingo, 28 de junio de 2020


"Alguien levantó las tapas del infierno, donde varias generaciones de venezolanos, al costo de exilios, cárceles, muerte y tortura, habíamos encerrado en 1958 los demonios del militarismo...
¿Cuántas décadas llevará volverlos a encerrar?”
Ramón J. Velásquez, a propósito del cuatro de febrero de 1992.
Este 24 de junio se cumplieron seis años de la muerte del doctor Ramón J. Velásquez, ex Presidente de Venezuela (1993-1994), historiador, periodista, parlamentario e ilustre venezolano de la segunda mitad del siglo XX.
Lo conocí en el Congreso de la República cuando él era senador por Táchira y yo un joven diputado por Barinas. Varias veces sostuvimos amenas conversaciones sobre temas históricos, algunas en el hemiciclo del Senado donde solía visitarlo, y últimamente en la oficina del editor José Agustín Catalá, en la Avenida Principal de Maripérez.
Siempre me animó para que continuara escribiendo y publicando otros libros, especialmente sobre historia política contemporánea venezolana, cuyo conocimiento -decía- "es fundamental para que un político sepa de dónde viene y para dónde va".
Siempre lo sentí muy esperanzado por el papel que debíamos cumplir aquellos jóvenes de entonces en su actuación futura por la modernización y consolidación de la democracia venezolana.
A los tres días de mi toma de posesión como Gobernador del Estado Barinas, el doctor Velásquez asumió la Presidencia de la República, en sustitución de Carlos Andres Pérez.
Debo decir que fui tratado con respeto y consideración por él y sus ministros durante el segundo semestre de 1993. Creo que el impulso que su breve gestión le dio al proceso de descentralización fue preciso, contundente y coherente.
Nunca antes se le concedió a los primeros mandatarios regionales electos por voluntad popular mayor poder de decisión y autoridad sobre los organismos del gobierno nacional en sus respectivas entidades federales, al punto de colocar en sus manos la designación de los directores estadales de los ministerios e institutos autónomos, mediante el decreto presidencial No. 3.109 del 19 de agosto de 1993.
La experiencia fue positiva y útil en todo sentido, lo cual permitió una cierta unidad de acciones y propósitos entre el gobierno nacional y los gobiernos regionales. Lamentablemente, tal ensayo fue efímero y no tuvo la continuidad necesaria.
Guardo por su memoria y su legado como presidente e historiador el mayor de los respetos. Fue un venezolano cabal, útil y profundamente conocedor de su país.

viernes, 26 de junio de 2020


EL DILEMA OPOSITOR
Gehard Cartay Ramírez

El régimen avanza raudamente en su estrategia de estimular la abstención y montar unas elecciones a su conveniencia.
Cada paso suyo está dirigido a molestar aún más a los opositores, especialmente a los radicales, convenciéndolos de que ya todo está listo para un eventual “triunfo” chavomadurista en las elecciones parlamentarias próximas, no porque tenga la mayoría a su favor sino en virtud de su ventajismo fraudulento.
En ese propósito se inscribe la designación inconstitucional del nuevo CNE y la más reciente entrega de las tarjetas y símbolos de AD y PJ a mercenarios suyos, al igual que en el pasado lo hicieron con Copei y otros partidos opositores. Y lo seguirá haciendo con las demás organizaciones partidistas que le estorben.
Habría que ver si, al final, el régimen también terminará negándole una tarjeta propia a la oposición mayoritaria en el supuesto caso de que decidiera participar en las elecciones parlamentarias. No sería de extrañar, desde luego. Quieren unas elecciones a su medida, en la que participen sólo ellos y sus comparsas “opositoras”, de modo que nada falle y todo conduzca a un elaborado “triunfo” oficialista.
Aún faltan otras desmesuras suyas, fríamente calculadas, para consolidar la negativa a votar de muchos opositores: se especula que ahora van a destituir a los cuatro gobernadores de la oposición, a pesar de que los han maniatado y reducido a simples adornos en sus regiones. Ya han anunciado una primera de esas víctimas, al parecer, la mandataria del Táchira.
De esta manera, de forma sincronizada, seguirán haciendo todo lo posible para que la desesperanza y la resignación crezcan entre los adversarios, así como su contrariedad ante los atropellos y violaciones del régimen en materia electoral. Persiguen así su inocultable objetivo: que los opositores –es decir, la inmensa mayoría de los venezolanos– no voten, todo lo cual les despeja el camino de la participación en solitario al chavomadurismo y sus socios, visto que hoy en día son una evidente minoría.
La estrategia ha sido efectiva, sin duda, por cuanto han encerrado a buena parte de la disidencia en un círculo vicioso: muchos de ellos no quieren votar porque lo consideran inútil para echar al régimen, mientras los partidarios de este, que sí votan -aunque sean menos-, les proporcionarían automáticamente una “victoria”, no importa que sea otra mentira más como la del 2018. Por lo tanto, al no votar la mayoría de los que quieren salir del régimen, estos lo que están haciendo, en realidad, es atornillarlo en el poder.
Tal es la trampa que desde sus inicios ha venido usando el chavismo para eliminar el sufragio como palanca de cambio. Lo han hecho, hasta ahora, con verdadero éxito. Cuando no han podido imponer esa estrategia han utilizado su TSJ sin ningún rubor, violando la Constitución y las leyes para no aceptar –como sucedió en 2015–, desde el primer momento, la mayoría absoluta de diputados opositores elegidos entonces por los venezolanos, y luego acosar sistemáticamente a la nueva Asamblea Nacional anulando todas sus actuaciones para luego declararla “en desacato” (¿?) y, finalmente, “desconocer” a Juan Guaidó como su legítimo presidente. “A lo Jalisco”, pues.
Pero, por lo general, en la mayoría de los casos apelan al fraude, tal como lo hicieron en 2013, gracias a la absurda pasividad del candidato Capriles y su comando de campaña frente unas elecciones absolutamente reñidas, por decir lo menos, como lo demostraron incluso las cifras oficiales. Entonces el régimen mató dos pájaros de un tiro: consolidó la matriz de opinión entre los opositores según la cual no vale la pena votar y, basado en esta última, preparó el camino de los comicios del 2018 donde la protesta de la mayoría se canalizó a través de una abstención sin precedentes.
Como han tenido éxito hasta ahora, entonces parece lógico que insistan en esa estrategia inconstitucional, ilegal y antidemocrática que aprovecha las debilidades y flaquezas de un adversario demasiado predecible.
Y aquí reside reto de la verdadera y mayoritaria oposición. Tendrá que definir ya una estrategia para enfrentarlo. Permanecer inmóvil y de brazos cruzados no es una opción. Si llegara a participar en ese proceso –asumiendo su verdadera naturaleza y sus consecuencias–, tal vez podría incidir en el desfacimiento de un régimen que ya no gobierna, rebasado por los grandes problemas nacionales y totalmente desprestigiado frente a la comunidad internacional. Eso dependerá de su músculo popular y de su capacidad para golpear al régimen. Pero para lograr tal objetivo tendría que vencer la matriz abstencionista, desde luego, cuya verdadera magnitud aún se desconoce, por lo demás.
Y si no participa, algo tendrá que hacer. Porque lo peor que podría hacer la verdadera oposición es no hacer nada. La resignación y la inmovilización –insisto– serían absolutamente imperdonables, así como condenables y, por cierto, favorecedoras de los objetivos del régimen. La decisión debe ser inminente. Jueves 25 de mayo de 2020. LAPATILLA.COM







jueves, 18 de junio de 2020

LA EXTINCIÓN DE LA SOBERANÍA POPULAR
* Gehard Cartay Ramírez
Desde hace algo más de 20 años el régimen chavista viene liquidando la soberanía popular, mediante la utilización de los Poderes Públicos bajo su control y con el apoyo de la cúpula militar.
Así ha logrado lo que durante mucho tiempo hizo el Partido Revolucionario Institucionalista (PRI) en México. Ello supone realizar aparentes procesos electorales donde la gente vota pero no elige, dentro de un entorno de corrupción, fraudes, abusos, violación de leyes y, lo que resulta peor, desprecio absoluto de la propia voluntad popular.
En nuestro caso, esta tragedia se exacerbó por la mentalidad militarista del teniente coronel Chávez Frías, quien conceptuó su elección en 1998 como una batalla militar ganada contra sus enemigos, que ponía a Venezuela bajo exclusivo dominio suyo y de su claque.
Y todo ello a pesar de que entonces obtuvo menos votos que Lusinchi en 1983 y CAP en 1988. Su paranoia, sin embargo, le hizo creer que la suya era una victoria absoluta, nunca antes vista. Lo demás lo agregarían sus resentimientos y taras psicológicas, que luego justificarían algunos civiles lame botas, émulos de Vallenilla Lanz, autor de la tesis gomecista del “gendarme necesario”.
En sus inicios aparentó disposición al diálogo, pero sólo para instalar el Congreso de la República electo en diciembre de 1998 –donde su partido era minoría–, cuando pactaron un acuerdo interpartidista, y facilitar así la toma de posesión del nuevo presidente. A los pocos meses, una vez que armaron su trampa constituyente (ayudados por el suicidio de aquel pusilánime parlamento elegido en 1998 y de una acobardada Corte Suprema de Justicia que, desconociendo la Constitución de 1961, le abrió las puertas a su proyecto totalitario), entonces el chavismo inició su tarea de destrucción de la soberanía popular imponiendo su modelo excluyente y autoritario.
Recordemos lo que pasó en 1999 cuando fue escogida una constituyente convocada violando la vigente Carta Magna y en cuya elección participó apenas el 46% de los electores, con una abstención récord del 54%. El chavismo obtuvo 122 constituyentes con el 25% de los votos, mientras la oposición eligió sólo 8 constituyentes con el 20%, lo que significaba el estreno de su vocación fraudulenta con el famoso “kino”. Finalmente, el proyecto de Constitución fue aprobado en diciembre de 1999 por el 32% de los electores inscritos y con una altísima abstención que oficialmente se contabilizó en un 57%, aunque fue mayor, por haber coincidido con el deslave del estado Vargas y fuertes tormentas en el centro del país. Esos resultados constituyeron una pírrica victoria.
En todo este tiempo han continuado en esa misma línea de desconocimiento de la soberanía popular. Desde 2003 su TSJ viene adueñándose sistemáticamente de la atribución constitucional que autoriza a la Asamblea Nacional para designar el Consejo Nacional Electoral.
En 2015 descuidaron sus trampas y la oposición ganó por mayoría absoluta la Asamblea Nacional. Pero inmediatamente su TSJ “anuló” la elección de tres diputados opositores por Amazonas, a fin de desconocer aquella mayoría. Luego declaró a la AN “en desacato”, figura que no existe en la Constitución, y luego judicializaron a Copei, BR, PPT y Podemos para entregarles las tarjetas y los símbolos de esos partidos a unos lacayos suyos. Enseguida bloquearon el revocatorio y postergaron las elecciones regionales.
Más recientemente, en 2018, adelantaron a su conveniencia una supuesta elección presidencial, que resultó un fraude gigantesco. Ahora, en este mismo mes de junio, han vuelto a nombrar un CNE a su medida –en contra de la Constitución– y han continuado el secuestro del resto de los partidos opositores para entregarles sus tarjetas electorales y símbolos a fichas al servicio del régimen (AD, Primero Justicia y próximamente Voluntad Popular).
Son demasiados hechos concretos que demuestran que estamos ante un régimen que ha liquidado la soberanía popular y consiguientemente la Constitución, el estado de Derecho y la legalidad. ¿Harán falta más pruebas de su talante antidemocrático frente a quienes todavía hablan de negociar con el régimen y llegar a acuerdos, cuando la verdad es que este siempre ha despreciado el diálogo con sus adversarios y destruido todos los puentes de entendimiento? Los hechos hablan por sí solos.
Por supuesto que en una democracia normal el diálogo y las negociaciones –interpretadas en su mejor acepción– son mecanismos necesarios para discutir acuerdos y lograr la resolución de problemas en función de los intereses del país. Pero esto no es posible bajo un régimen de fuerza, de espaldas a la legalidad y la soberanía popular y que desde sus inicios canceló cualquier intento de diálogo, acuerdo o negociación con sus adversarios.
La verdadera oposición venezolana está ahora ante un tremendo reto histórico. Debe asumirlo en unidad, con coraje e inteligencia y por sobre los inmensos obstáculos que tiene ante sí. Sólo así podrá derrotar al régimen que ha destruido Venezuela y sacrificado el presente y el futuro de sus hijos.
Miércoles, 17 de junio de 2020.
LAPATILLA.COM

viernes, 12 de junio de 2020

NUEVO CNE: CONSTITUCIONALIDAD Y ACUERDOS POLÍTICOS

NUEVO CNE:
CONSTITUCIONALIDAD Y ACUERDOS POLÍTICOS
Gehard Cartay Ramírez

El régimen chavomadurista insiste en continuar cerrando la salida democrática, política, pacífica y electoral a la tragedia que sufrimos hace tiempo.
El chavomadurismo prefiere continuar su ejercicio autoritario, inconstitucional y hegemónico, el mismo que ha transitado desde hace dos décadas y con el cual destruyó al país y su democracia.
Por eso cierra otra vez el camino de la solución política, entendida como diálogo, discusión y acuerdos –siempre en el marco del estado de Derecho y de la legalidad– para procurar una solución a la gravísima crisis que sufrimos en Venezuela. Fiel a su vocación hegemónica, cancela esta vía, la única que establece la Constitución Nacional y la que menos sacrificios impone a los venezolanos y mayor caudal de legitimación tiene.
De manera que aquí nadie puede llamarse a engaños sobre los siniestros propósitos del régimen. Si alguien insiste en hacerse el desentendido peca por cómplice o, en el mejor de los casos, por ingenuo. Son ya 20 años en los que chavomadurismo ha desechado incluso su propia Constitución para atornillarse en el poder, utilizando los más nefastos mecanismos.
Toda esta reflexión viene a cuento por la ya anunciada decisión de declarar una supuesta omisión legislativa de la Asamblea Nacional y apelar a su comodín para todos los efectos, la llamada Sala Constitucional, a los fines de designar el nuevo Consejo Nacional Electoral. “Nada nuevo bajo el sol”, desde luego. A ese inconstitucional y torcido mecanismo han apelado desde 2003, al punto tal que los últimos CNE han sido designados echando mano a esta fraudulenta práctica.
Esa práctica inconstitucional del régimen se ha producido sin esperar que la Asamblea Nacional concluya el respectivo proceso para escoger un nuevo CNE. La manu militari del chavomadurismo, que desprecia por igual la política como medio de acuerdos y el diálogo entre contrarios para buscar áreas comunes de acción, ha concluido –como se preveía– pateando la mesa de conversaciones que se instaló en enero, con participación de diputados afectos al régimen, inclusive, para buscar candidatos aptos y de consenso que integren el próximo cuerpo electoral.
Vamos a estar claros: la Constitución Nacional no autoriza, en ninguna parte, al Tribunal Supremo de Justicia o a su inefable Sala Constitucional para nombrar el CNE. Y echarle mano a la supuesta omisión legislativa es un recurso inconstitucional para arrebatarle una vez más a la Asamblea Nacional esa atribución exclusiva que le confiere la Carta Magna, al igual como lo hicieron en 2003, 2005, 2014, 2016 y ahora, en 2020.
Se trata de una chapuza similar a la figura del “desacato”, que tampoco aparece en la Constitución y con la cual han justificado, desde el primer día, su acoso y desconocimiento al parlamento por el “delito” que según ellos supone no haber continuado siendo los segundones de la dictadura, como en períodos anteriores.
Aunque sea de Perogrullo afirmar que sólo a la Asamblea Nacional –y a nadie más– le compete nombrar las nuevas autoridades electorales, vale la pena citar el artículo 296 de la Constitución: “Los o las integrantes del Consejo Nacional Electoral serán designados o designadas por la Asamblea Nacional con el voto de las dos terceras partes de sus integrantes”. Más claro no canta un gallo…
Ahora, en relación a la supuesta omisión legislativa que el régimen saca otra vez de la manga para nombrar un CNE a su gusto, hay que citar el artículo 336, que habla de las competencias de la Sala Constitucional, y cuyo parágrafo siete señala: “Declarar la inconstitucionalidad de las omisiones del poder legislativo municipal, estadal o nacional cuando haya dejado de dictar lar normas o medidas indispensables para garantizar el cumplimiento de esta Constitución, o las haya dictado en formar incompleta; y establecer el plazo y, de ser necesario, los lineamientos de su corrección”.
A pesar de la pésima redacción del texto constitucional, no aparece allí la palabra “designar”. Alude gaseosamente a lo que cualquiera supondría que podría ser un procedimiento de avenimiento y consulta con los poderes que hayan incurrido en la omisión de que se trate. De lo contrario, ¿qué hubiera impedido al constituyente de 1999 traspasarle “por la calle del medio” esa facultad a la fulana Sala Constitucional?
Por supuesto que a toda esta tentación hegemónica del chavomadurismo han contribuido también los numerosos errores de la dirigencia opositora, mediocre en líneas generales, inmediatista las más de las veces y, por lo visto, desconocedora de la verdadera naturaleza de esta dictadura. Pero de eso hablaremos en otra ocasión. Sin embargo, nada autoriza constitucional y legalmente esta nueva arbitrariedad del régimen.
Lo novedoso ahora es que ha sido un sector que se autoproclama opositor -encabezado por el MAS y otros minipartidos, ninguno de ellos con representación en la Asamblea Nacional- el que se presta a esta farsa, solicitando a la Sala Constitucional que declare la supuesta omisión legislativa y designe el nuevo CNE. Sin duda, esto es lo más parecido a esa institución política inglesa que denominan “La leal oposición a su Majestad”.
Resulta demasiado obvio que esta nueva trastada del oficialismo y sus satélites no facilitará una salida realmente constitucional y democrática a la crisis venezolana. Lo lógico y realista es que haya un gran acuerdo como el que se venía gestando en la Asamblea Nacional para que esta designe –conforme al ya citado artículo 296 de la Constitución– un nuevo CNE, integrado por gente seria y honesta, que goce de la confianza de la mayoría de los actores políticos.