lunes, 27 de enero de 2020


A propósito del 104 aniversario de su natalicio

CALDERA, “EL CHIVO EXPIATORIO”
* Gehard Cartay Ramírez

Resulta simplista y absurdo atribuirle a Caldera la culpa única y exclusiva de que Chávez llegara al poder, cuando fueron múltiples las causas de este hecho. Sin embargo, han querido convertirlo en el "chivo expiatorio" del caso, y han acudido a todo tipo de mentiras y medias verdades


Fieles a esa tendencia presente en algunos venezolanos –la de no asumir nunca sus propias responsabilidades, achacándoselas a otros–, a cada rato se esgrime la peregrina tesis de culpar en exclusiva al expresidente Rafael Caldera por la llegada de Hugo Chávez Frías al poder en 1998. Y la razón de tan grotesca campaña obedece a un sólo hecho: su decisión de haber sobreseído al jefe golpista de 1992.

Esa campaña absurda, por cierto, comenzó con retardo de varios años y sólo a partir del momento en que el chavismo en el poder puso de bulto sus trágicos errores y graves yerros. Tal vez si Chávez hubiera sido un buen presidente y su gobierno enfrentado y resuelto los más acuciantes problemas en una época de altos precios petroleros durante una década, ahora tendríamos pleno derecho a preguntarnos si esa campaña canalla contra Caldera habría surgido. A lo mejor no, porque, en realidad, ella comenzó cuando el régimen castrochavista mostró su verdadera naturaleza e inició su tarea de destrucción nacional que hoy muestra un país arruinado en todo sentido.

En todo caso, resulta absurdo desde cualquier punto de vista que a Rafael Caldera, venezolano de excepción, elegido por los venezolanos en dos oportunidades como presidente de la República y con una de las mejores obras de gobierno en la historia nacional, fundador del Partido Social Cristiano Copei, prestigioso intelectual y parlamentario, impulsor de la moderna legislación del trabajo en Venezuela y América Latina, constitucionalista, profesor universitario, sociólogo y escritor, se le pretenda linchar postmortem porque sobreseyó a Hugo Chávez, obviando la extensa y meritoria carrera pública del líder socialcristiano al servicio de los venezolanos y de su país.

Habría que ser muy mezquino y superficial para reducir así la provechosa trayectoria de Rafael Caldera pretendiendo juzgarlo sólo por un hecho que algunos consideran –equívocamente– la única causa de que el militar golpista de 1992 haya sido elegido presidente, olvidando que tal fue la decisión de una mayoría de venezolanos en 1998 y que luego lo reeligieron en 2000, 2006 y 2012.

Caldera no eligió a Chávez:
Según esta inadmisible versión, la voluntad de aquellos electores no tendría entonces ninguna importancia frente a la medida ejecutiva del presidente Caldera con respecto al teniente coronel Chávez, lo que lo convertiría en el único responsable de su elección en 1998. Por eso mismo, esta disparatada versión, que establece una relación de causalidad sin ninguna lógica ni razón, olvidaría entonces incluir entre los otros “culpables” de tal elección a los propios padres de Chávez –por haberlo concebido– y a sus abuelos, bisabuelos y antecesores “hasta más allá del más nunca”.

Esta irracional versión implicaría también desconocer la lucha del propio golpista para llegar al poder, sus cualidades y su estrategia a tales efectos y, sobre todo, su capacidad para haber convencido a millones de venezolanos a fin de que lo eligieran presidente, no obstante su reconocida condición del golpista y de traidor al juramento de lealtad que hizo a la Constitución de 1961, cuestiones que todo el mundo sabía entonces. Nada de eso importaría, a fin de cuentas: sólo la decisión de Caldera, al sobreseerlo, lo convertiría en el único culpable de que llegara a ser presidente de la República en 1998.

Por cierto que en 1969, durante su primer gobierno, el presidente Caldera puso en marcha la pacificación del país, mediante la cual los alzados en armas contra la institucionalidad democrática, luego de su derrota política y militar y del propio reconocimiento de su fracaso, fueron indultados e incorporados al debate político y electoral, así como legalizados sus partidos –Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y Partido Comunista de Venezuela (PCV)–, otorgándoseles garantías para su actuación y desenvolvimiento, una vez que ellos mismos anunciaron su decisión de reintegrarse a la lucha cívica y democrática.

Fue así como en las elecciones de 1978, apenas cinco años después, el ex comandante guerrillero Américo Martín se lanzó como candidato presidencial por el MIR. De igual manera, en los comicios de 1983 y 1988, otro ex comandante de las guerrillas derrotadas, Teodoro Petkoff, aspiró la presidencia de la República por el partido que fundó, Movimiento Al Socialismo (MAS), una escisión del PCV. Ambos también fueron diputados y algunos de ellos ministros (Petkoff con Caldera en su segundo gobierno), incluyendo a Germán Lairet –condenado y preso por la sangrienta insurrección armada contra el gobierno del presidente Rómulo Betancourt, conocida como "El Porteñazo"–, quien formó parte del gabinete de Carlos Andrés Pérez en su segunda gestión.

Haciendo un ejercicio de especulación similar, esos que hoy condenan al Caldera por considerarlo el único culpable de la elección de Chávez en 1998, ¿también lo habrían culpado si Américo Martín y Teodoro Petkoff hubieran sido electos presidentes en aquellas ocasiones? Tal vez sí, pero para ello esos dos ex guerrilleros tenían que haber ganado las elecciones de entonces, como pasó con el golpista de 1992, es decir, haber convencido a sus electores, ya que la simple medida de sus indultos no les habría bastado de ninguna manera para llegar al poder.

Pero no es así en el caso de Chávez, según la truculenta versión que pretende linchar a Caldera en su pretendido “tribunal de la Historia”. Porque, insisto, esa descabellada tesis sólo apunta a Caldera como el único culpable. Se trata de una argumentación maniquea y, por tanto, antihistórica. Porque a sus sostenedores no les importa que hubiera sobreseído –nunca indultado– a Chávez varios años antes de su elección en 1998 y de sus posteriores reelecciones, ni que entonces no figurara en ninguna encuesta.

Las razones del sobreseimiento a los golpistas:
Tampoco les importa que el propio CAP iniciara esa larga cadena de sobreseimientos tan temprano como el dos de abril de 1992, apenas dos meses después de la primera intentona golpista en su contra (1).

Tampoco les importa que el propio CAP reincorporara al Ejército a casi el 90 por ciento de los oficiales golpistas, según lo denunciara después el general Carlos Julio Peñaloza, entonces comandante de aquel componente de las Fuerzas Armadas Nacionales.

Tampoco les importa que los tribunales militares hicieran dejación de sus deberes en el juicio que se les abrió a los oficiales comprometidos, luego de la intentona golpista.

En todo caso, se esté o no de acuerdo con esa decisión del entonces presidente Caldera –con la que concluyó la serie de sobreseimientos a los oficiales golpistas, iniciada, insisto, por el propio CAP–, habría que analizar las razones que la motivaron.

Una primera podría ser la insólita compasión por los felones que entonces atentaron contra la Constitución y la institucionalidad democrática y que encontró eco inmediato entre el liderazgo democrático –incluyendo, por supuesto, al mismísimo gobierno que aquellos intentaron tumbar–, en diversas instituciones públicas y privadas y en la mayoría de la opinión pública.

La verdad es que aún cuando las intentonas golpistas de 1992 no contaron en su momento con un masivo apoyo popular, la detención de sus participantes los “victimizó”, con lo cual un cierto sentimiento de compasión hacia ellos se apoderó de numerosos sectores de la vida nacional. Esa circunstancia, y los ya crecientes signos de desprestigio e impopularidad de CAP y su gobierno, trajeron aparejadas numerosas solicititudes por su liberación que empezaron a hacer distintas personalidades e instituciones.

Una segunda razón podría ser la necesidad de normalizar la difícil situación interna de las Fuerzas Armadas, luego de los dos intentos golpistas, algo que cualquier gobierno tenía que procurar, tanto el del presidente Pérez, el de su sucesor Velásquez y, por supuesto, el que sería elegido en diciembre de 1993. La institución castrense se encontraba agrietada y dividida como pocas veces y amenazados seriamente su apoliticismo, su carácter no deliberante y su subordinación al poder civil y democrático. Tenía entonces que hacerse un gran esfuerzo por reinstitucionalizarla y unificarla, neutralizando cualquier factor perturbador.

Tanto el gobierno de CAP como el de Velásquez lo intentaron de manera inmediata –sin éxito el primero, por cierto. Pero con muchísima más razón tenía que hacerlo el próximo gobierno a iniciarse en febrero de 1994. Por lo tanto, esa fue una de las principales motivaciones tácticas que tuvieron algunos de los más importantes candidatos presidenciales para haber prometido públicamente la liberación de los golpistas, lo que significa que cualquiera que hubiese ganado las elecciones de diciembre de 1993 habría continuado esa política de sobreseimientos.

Y eso fue, ni más ni menos, lo que hizo luego el presidente Caldera, triunfador en aquellos comicios. Los hechos demostraron que fue acertada tal decisión, pues bajo su segundo gobierno, entre 1994 y 1998, no hubo nuevas intentonas golpistas, ni rebeliones o alzamientos militares de ningún tipo. Fue así como Caldera ejerció a plenitud su condición de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales, desde el primero hasta el último día de su período constitucional, con la institución castrense en absoluta normalidad, después de los difíciles años inmediatamente anteriores, debido al resurgimiento del fantasma del golpismo en los medios castrenses.

Cuando ahora, muchos años después, algunos critican la decisión de Caldera de sobreseer a los oficiales golpistas que aún estaban detenidos –excluyendo las que en idéntico sentido tomaron los presidentes Pérez y Velásquez en su momento–, se obvian las razones de fondo que esos tres presidentes tuvieron para proceder de esta manera. E injustamente se acusa, de manera perversa y exclusiva, sólo al líder socialcristiano al vincular esas medidas, decididas en 1994, con el triunfo de Chávez Frías casi cinco años después.

Pero no sólo eso. Se pretende también desconocer que durante la segunda gestión del presidente Caldera (1994-1998) Venezuela vivió un clima de tranquilidad y paz generalizadas, sin duda alguna muy necesarias luego de los gravísimos hechos que se presentaron en 1989 y 1992, para citar apenas los años más terribles por las consecuencias de violencia y muerte que trajeron aparejados, sin excluir aquellos otros que conformaron una inquietante incertidumbre política, sólo concluida entonces con la destitución y posterior enjuiciamiento de CAP.

Por supuesto que tampoco les importa que la gran mayoría de la opinión pública de esos días –como ya se señaló antes– estuviera de acuerdo con el sobreseimiento presidencial, ni que importantes candidatos presidenciales prometieran en sus campañas que pondrían en libertad a los oficiales golpistas si llegaban al poder; ni que la propia jerarquía de la Iglesia Católica así lo solicitara públicamente en su momento.

Nada de eso les importa: el único culpable y el único que se equivocó fue Caldera, al sobreseer a Chávez. Quienes votaron por el candidato golpista –sabiendo quién era el personaje– no tendrían entonces ninguna responsabilidad. Solamente Caldera.

Tampoco serían culpables los más de cuatro millones de electores que se abstuvieron entonces, el 43 por ciento del total de venezolanos con derecho a votar. La cifra de esos abstencionistas superó incluso los votos que obtuvo Chávez (3.673.161). Fue la abstención más alta que se había registrado hasta el momento. Y es que, aparte de la abstención histórica –por lo general insignificante durante los primeros 30 años de la República Civil–, esta de ahora había aumentado debido al desinterés, la apatía y la irresponsabilidad de muchos venezolanos que no se sentían en modo alguno comprometidos con el futuro del país.

Seguramente para muchos de ellos, Caldera también sería el único culpable de la elección del golpista Chávez en 1998 y del desastre que significó su llegada al poder; pero nunca quienes irresponsablemente ni siquiera cumplieron con su deber ciudadano de sufragar entonces.

Siembra de vientos, cosecha de tempestades:
Los que han querido linchar postmortem a Caldera tampoco toman en consideración el sostenido proceso de deterioro político, económico y social del sistema democrático, iniciado durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez entre 1974 y 1979, y que dos décadas después terminó llevando al poder al golpista sabaneteño, como consecuencia del resentimiento, la frustración y el descontento de una gran cantidad de venezolanos que decidieron elegirlo presidente en 1998 (2).

Ese proceso de destrucción nacional, pronosticado a tiempo por Juan Pablo Pérez Alfonso en 1974, se inició cuando en Venezuela se produjo el espectacular aumento de los precios del petróleo en los meses finales de 1973, como consecuencia de la guerra entre Israel y Egipto. Era aún presidente Caldera, pero en diciembre de ese mismo año sería elegido para sustituirlo el líder opositor y secretario general de AD, Carlos Andrés Pérez. Fue este último quien instrumentó un conjunto de medidas dirigidas a administrar aquélla masa inmensa de recursos financieros nunca antes obtenida por el país. Pero, contra todo lo que aconsejaba la sensatez, CAP (1974-1979) terminó derrochando tan descomunal riqueza y, de paso, endeudando al país como nunca antes.

La situación se agravó en los años posteriores, a pesar de algunos logros gubernamentales. Pero estos fueron opacados por el crecimiento de la pobreza y la corrupción. Y un país sin memoria, deseoso de retornar a la riqueza súbita de la primera gestión de CAP –en cierto modo ofrecida por él entonces–, volvió a elegirlo presidente en 1988, con unas desgraciadas consecuencias, totalmente distintas a lo que él había prometido y a lo que habían creído (y deseado) sus votantes.

A partir de entonces, la crisis nacional se agudizó. Mostrará sus primeros signos de gravedad con la explosión social que significó el llamado Caracazo en los primeros días del segundo gobierno de CAP. Tres años después, en 1992, se producirán –sin éxito inmediato– las dos sucesivas intentonas golpistas. Y en 1993 el enjuiciamiento y destitución del presidente Pérez, la posterior interinaria del historiador Ramón J. Velásquez en la presidencia y, finalmente, la elección de Caldera por segunda vez como Jefe del Estado al derrotar al bipartidismo de AD y Copei. Eran suficientes advertencias en torno a lo que sobrevendría después.

Mientras tanto y en paralelo, alimentada por quienes luego serían sus primeras víctimas, se desarrollaría una feroz campaña dirigida por sectores de la antipolítica contra el sistema democrático y sus partidos. Al desprestigiar a ambos, se quiso abrir espacio a sectores de la plutocracia caraqueña con aspiraciones de poder. En ese empeño, los grandes medios de prensa y TV hicieron su trabajo de convencimiento colectivo. Pero, como lo hemos dicho en otra parte (3), esos sectores, al final, se convirtieron en los "cachicamos" que trabajaron para las "lapas" golpistas de 1992, a quienes luego también ayudarían a llegar al poder en las elecciones de 1998, creyendo que podrían utilizarlos para sus fines políticos y económicos.

El castrochavismo militarista y las culpas compartidas:
De manera que resulta imposible convertir a Caldera en el único responsable de lo que pasó entonces, aunque no faltan tampoco quienes lo culpen de lo sucedido desde entonces. Sin embargo, se trata de culpas compartidas entre los diversos factores políticos, empresariales y militares que, de una manera u otra, en distintos tiempos y escenarios, a veces sin coordinación entre ellos, formaron parte de una gran conspiración de mil cabezas y tentáculos.

A este respecto, como ya se ha señalado, hay que destacar algunas de primer orden, entre las cuales sobresale la responsabilidad de CAP como presidente, al pretender en 1989 imponer un paquete económico sin anestesia, a pesar de que sus promesas electorales como candidato presidencial de AD, apenas unos meses antes, en 1988, se basaban en la falsa premisa del regreso a la abundancia que caracterizó su primer gobierno. A tales efectos, como lo denunció en su momento Humberto Celli, presidente de AD, Pérez hizo redactar dos programas de gobierno, uno como instrumento electoral para captar votos, y otro –mantenido en secreto– que contenía las duras medidas que adoptaría, una vez que tomara posesión de la presidencia de la República, tal como efectivamente ocurrió (4).

Corresponden igualmente a CAP la gravísima responsabilidad de no haber abortado a tiempo la conspiración de Chávez y su logia golpista, sobre la cual fue advertido desde 1990; y no haber aprendido las lecciones del Caracazo de 1989 y de los dos intentos de golpe de Estado en febrero y noviembre de 1992 en su contra.

En cuanto a estos últimos dos aspectos, resulta cuando menos inaudito que aquel líder que con mano firme dirigió la política antiterrorista y anti golpista del gobierno de Betancourt en los inicios de los sesenta del siglo pasado, actuara luego, en su segunda gestión presidencial, con tanta incuria y autoconfianza ante una situación que, a la postre, terminó arrollándolo y hundiendo al país en una vorágine de violencia política e institucional.

Porque no hay que olvidar que a CAP le advirtieron con tiempo los organismos de inteligencia civil y militar sobre el golpe de Chávez y él subestimó la información y no hizo absolutamente nada por impedirlo. Tampoco debe olvidarse que los entonces presidentes CAP y Ramón J. Velásquez sobreseyeron casi 300 de estos oficiales golpistas. Lo peor es que hay quienes votaron por el golpista de 1992 y ahora culpan a Caldera. Sus problemas de conciencia pretenden aliviarlos buscando un "chivo expiatorio" a quien endosarle su irresponsabilidad.

Igualmente hay que subrayar la responsabilidad de la cúpula militar de aquel momento, que dejó actuar por su cuenta a los golpistas pensando tal vez que ellos podían ser los beneficiarios de la felonía de 1992. Por cierto que fueron ellos mismos –desconociendo una expresa orden del presidente Pérez– los que autorizaron la breve intervención televisada en vivo del jefe golpista, lo que le permitió darse a conocer y que lo lanzó a la fama con su célebre “por ahora…”

También hay que destacar la responsabilidad del presidente Jaime Lusinchi (1984-1989) en el descuido de la institución castrense, por no haber tomado medidas correctivas al respecto, pues, incluso, a finales de agosto de 1988 hubo una intentona golpista contra su gobierno –fracasada por divergencias entre los oficiales conspiradores– e, incluso, en las altas esferas de su gobierno se sabía de movimientos conspirativos en las Fuerzas Armadas Nacionales, por lo menos a partir de 1985.

Aquí no se ha dicho todavía todo lo que sucedió desde entonces, pero la historia, juez implacable, seguramente pondrá las cosas en su sitio en la misma medida en que avance el tiempo y se conozcan algunos capítulos desconocidos de la trama golpista, casi siempre presente en la institución armada, aunque siempre fracasada.

Por todas estas razones y muchas otras más insisto en que resulta simplista y absurdo atribuirle a Caldera la culpa única y exclusiva de que Chávez llegara al poder, cuando fueron múltiples y diversas las causas de este hecho. Sin embargo, han querido convertirlo en el "chivo expiatorio" del caso, y han acudido a todo tipo de mentiras y medias verdades, con ofensas e insultos incluidos, llegando, incluso, al ridículo de inventar la ficción de que Caldera era “padrino de bautismo” de Chávez, por lo cual le dictó la medida del sobreseimiento en cuestión.

Sin embargo, la historia no será tan simplista para enjuiciar a Caldera con tanta ligereza como irresponsabilidad. Por ejemplo, y perdóneseme la insistencia al respecto: ¿por qué no se ha señalado la evidente responsabilidad de CAP al no haber evitado el golpe de Chávez en febrero de 1992, cuando a él se lo habían informado los cuerpos de inteligencia civil y militar? O también: ¿por qué no se señala que quien inició la cadena de sobreseimientos a los golpistas fue el propio CAP, seguido de Velásquez y finalmente Caldera?

En lo que se refiere a las relaciones del ex presidente socialcristiano con el propio Pérez, la situación interna de Copei o sus enfrentamientos con Eduardo Fernández y Oswaldo Álvarez Paz, también hay mucha tela que cortar, si se analiza objetivamente. En fin, ese tema de que Caldera es el único "culpable" de todo lo que ahora padecemos pareciera más bien destinado a evadir la responsabilidad de los que votaron y eligieron a Chávez en 1998, en 2000 e, incluso, aquellos que lo hicieron en 2006 y 2012. Tal vez eso les alivia su peso de conciencia.

Las otras “culpas” de Caldera:
La verdad es que si fueran ciertas todas las falacias que se han inventado sobre la responsabilidad de Caldera en determinados hechos y sucesos, sin duda que sería el hombre más influyente de la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX. Y a los hechos me remito.

A Caldera se le pretende responsabilizar –por ejemplo– por la derrota de Eduardo Fernández, candidato presidencial copeyano en 1988. No fue entonces, según esa tesis, el candidato presidencial de AD, Carlos Andrés Pérez, quien lo venció, sino el fundador de Copei, aún sin haberse postulado. En este caso, al parecer no importaría en lo absoluto si la estrategia electoral de Fernández fue o no atinada; ni si su mensaje sobre una democracia nueva fue acertado o no; o si sus cuñas televisadas contra la “vieja política” (CAP, Caldera y Luis Herrera) no consiguieron aceptación entre la mayoría de los electores, vistos los resultados. Sólo Caldera sería el que lo derrotó, según afirman sus obstinados acusadores.

A Caldera se le pretende endosar que “justificó” en el Congreso el intento de golpe de Estado del cuatro de febrero de 1992, cosa que es absolutamente falsa, y apenas bastaría leer o escuchar su discurso de entonces para comprobarlo. “El golpe militar (…) felizmente frustrado (…) es censurable y condenable en toda forma”, dijo entonces en aquella ocasión.

A Caldera se le pretende responsabilizar igualmente del juicio y posterior destitución del presidente Pérez en 1992, conjuntamente con los llamados Notables que encabezaba Arturo Uslar Pietri (quien, por cierto, jamás coincidió políticamente con Caldera, sino que, además, lo adversó siempre), pretendiendo desconocer que aquella decisión fue tomada por diversas instituciones –como la Fiscalía General, la Corte Suprema de Justicia y el Congreso de la República– y varios partidos políticos, incluyendo a parlamentarios de Acción Democrática, cuyo Comité Ejecutivo Nacional inmediatamente expulsaría a CAP de sus filas, admitiendo tácitamente su culpabilidad entonces.

A Caldera se le pretende responsabilizar de la derrota de Oswaldo Álvarez Paz, candidato presidencial de Copei en 1993, sin tomar en cuenta la perogrullada de que el ex presidente fue quien ganó esas elecciones abanderando un amplio frente electoral. Álvarez Paz, por cierto, había sido elegido como el candidato del Partido Social Cristiano Copei.

A Caldera se le pretende responsabilizar de haber “traicionado” al partido que fundó y de que este haya perdido la influencia que tuvo entre los venezolanos años atrás, a pesar de que el proceso de deterioro de Copei venía profundizándose desde hacía al menos diez años, por diversas razones. El descalabro final ocurrió en 1998, cuando, después de que este partido había elegido a la alcaldesa Irene Sáez como candidata presidencial, resolvió quitarle el apoyo para respaldar a última hora al gobernador de Carabobo Henrique Salas Römer. Por cierto, ya estaba entonces por finalizar el segundo período de gobierno del presidente Caldera.

Son capítulos muy importantes de la historia venezolana reciente que, insisto para terminar, si fuera cierto que la sola voluntad de Rafael Caldera los produjo, no habría duda de que sería el venezolano con mayor poder durante los últimos cincuenta años del siglo XX.



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(1) Ese sobreseimiento favoreció a un grupo de 30 oficiales del Ejército, entre ellos, Henry Rangel Silva (quien luego sería ministro de la defensa con Chávez y gobernador de Trujillo a la fecha), Jesús Rafael Suárez Chourio (posteriormente comandante del Ejército) y Rodolfo Clemente Marcos Torres (ministro de finanzas y hoy gobernador de Aragua). Fue publicado en la Gaceta Oficial No. 34.936, de fecha dos de abril de 1992, dos meses después del intento golpista del 4 de febrero de ese mismo año.

(2) Teodoro Petkoff, comandante guerrillero en los años sesenta —quien se acogería a la política de pacificación del presidente Caldera en 1969—, candidato presidencial del MAS en 1983 y 1988, y posteriormente ministro de planificación de su segundo gobierno, denunciaría luego lo que denominó “una conseja perversa y de mala fe, que pretende que el Presidente Caldera es el culpable del triunfo de Chávez y del ciertamente desastroso y amenazante presente que vivimos, por haberlo liberado”. A su juicio, la medida en cuestión “fue una decisión políticamente correcta: para reequilibrar las fuerzas armadas, para canalizar los impulsos insurreccionales hacia el juego democrático y, sobre todo, porque nadie podía suponer hasta mediados del año electoral que el teniente coronel era un aspirante con posibilidades de llegar al más alto sitial del poder público. Pero la mala fe proviene de que la mayoría de quienes sostienen esto se olvidan de mirarse a sí mismos. De no ver cuánto hicieron por suicidarse como fuerzas políticas hegemónicas por varios decenios; ese lento suicidio —quince, veinte años— que llevó a la nación a la más cruel distribución de la riqueza, a la galopante corrupción aupada por los vientos sauditas —que algunos medios se ocuparon de magnificar en aras de la antipolítica—, a la apatía y la desesperanza de las mayorías por partidos que habían perdido sus ideologías originarias y su fervor militante, burocratizados y alejados del sentir popular. ¿No tienen ninguna culpa del desastre que vivimos en esta noche chavista sino la tendría la medida puntual y, repito, correcta, de aquel temprano perdón calderista en busca del sosiego y la paz nacionales?” (Prólogo del libro de Rafael Caldera "De Carabobo a Puntofijo, Los causahabientes", séptima edición ampliada, Caracas, Libros Marcados, 2013, p. 7).

(3) Véase mi libro "Cómo se destruye un país", editado por Los Libros de El Nacional, Colección Actualidad y Política, Serie Ensayo, 271 páginas, Caracas, 2009.

(4) Mirtha Rivero, "La rebelión de los náufragos", entrevista con Humberto Celli, ex presidente de AD, capítulo siete, páginas 64 y siguientes, Editorial Alfa, Caracas, 2010.








miércoles, 22 de enero de 2020

EL 23 DE ENERO DE 1958
* Gehard Cartay Ramírez
(Tomado de mi libro "Orígenes ocultos del chavismo". Militares, guerrilleros y civiles", Editorial Libros Marcados, Caracas, 2006)

Ningún régimen es eterno, ni siquiera las más férreas dictaduras. El nazismo prometió gobernar mil años y apenas duró poco más de una década. Pérez Jiménez, por supuesto, no se propuso metas tan ambiciosas, pues era un hombre pragmático y realista. Sin embargo, nadie duda que acarició la idea de ejercer el poder por unos cuantos años.

1957 presenta los primeros atisbos del destino final de la dictadura. Surge, por una parte, la búsqueda afanosa de una fórmula “constitucional” que le permita a PJ continuar en la Presidencia de la República. El apresuramiento en la redacción de la Constitución de 1953 les hizo pasar por alto el establecimiento de la reelección presidencial. Ahora esta situación les preocupa, no tanto porque tengan muchos escrúpulos, sino por guardar las apariencias, sobre todo de cara a la comunidad internacional. Tampoco creen en la elección popular, como lo han demostrado en la ocasión anterior. Los juristas del régimen deberán buscar una fórmula que les permita resolver esta situación.

Pero también surgen nuevos elementos con los cuales no contaba el dictador. Comienza a despertarse una sutil y tibia reacción frente al régimen, y será nada menos que la Iglesia Católica la que tirará la primera piedra en mayo de 1957, cuando el Arzobispo de Caracas, monseñor Arias Blanco, publica su carta pastoral criticando la difícil situación de los trabajadores venezolanos y haciendo duras observaciones a la actitud del gobierno perezjimenista. El mes siguiente se constituye la llamada Junta Patriótica, promovida por Fabricio Ojeda (Independiente), José Vicente Rangel (URD), Guillermo García Ponce (PCV), Pedro Pablo Aguilar (Copei) y Moisés Gamero (AD). Su propósito central es luchar por el respeto a la Constitución de 1953, contra la reelección de Pérez Jiménez y por la celebración de elecciones libres y pulcras. En agosto es detenido por la Seguridad Nacional el doctor Rafael Caldera, conjuntamente con otros líderes de Copei. En el frente económico también hay descontento: se han acumulado deudas millonarias a contratistas, comerciantes, industriales y proveedores en general y la mora del gobierno en cancelar tales obligaciones multiplica el malestar hacia otros sectores que dependen de aquellos.

Mientras tanto, el régimen busca salidas a la próxima crisis institucional que significa la encrucijada de 1957. La preocupación la acrecienta la caída de otros dictadores amigos de Pérez Jiménez, como Perón, Odría, Remón y Rojas Pinilla, mientras Batista se acerca a su fin. Hay, sin duda, un mal ambiente para las tiranías, algo impensable poco tiempo atrás cuando estaban en pleno apogeo. La fórmula final adoptada por el régimen es la de celebrar un plebiscito, a fin de consultar al pueblo sobre la permanencia o no de Pérez Jiménez como presidente y también la de su Congreso. La verdad es que el dictador no quiere elecciones y busca vías de más fácil control para perpetuarse.

El plebiscito se celebrará el 15 de diciembre bajo absoluto control oficial y sus resultados, por tanto, fueron los que quería PJ, con lo cual quedaba ratificado como Presidente de la República para el período 1958-1963.

Pero a partir de este momento las cosas se complicarán severamente para el régimen. La fórmula mediante la cual se busca “legitimar” la permanencia de aquel gobierno por más tiempo será, a la postre, la causa final de su caída a los pocos días. Producirá, en efecto, una reacción en cadena, cada vez más intensa, entre sus opositores, los cuales comienzan a organizarse y a realizar algunas acciones concretas, luego de varios años de calma. Y se produce también un hecho trascendental: la conspiración militar que comienza a fomentarse entre los jóvenes tenientes, mayores y capitanes descontentos con la dictadura y decididos, al igual que aquellos de 1945, a participar en el cambio de rumbo que comienza a hacerse imprescindible en estos meses finales de 1957.

El 1o. de enero de 1958 estalla una rebelión militar encabezada por el Coronel Hugo Trejo en Caracas. No tendrá éxito por su equivocada estrategia de movilización y a pesar del apoyo de la aviación de Maracay que sobrevuela ese día la ciudad capital, pero políticamente abrirá la brecha para lo que sobrevendrá después. Demostrará ciertamente las profundas grietas que se han abierto entre las Fuerzas Armadas y Pérez Jiménez, las cuales se profundizarán en breves días de tal manera que conducirán a la caída del dictador. En efecto, cuatro días después son detenidos numerosos oficiales comprometidos en la conspiración que avanza ya resueltamente. El mismo día Pérez Jiménez anuncia cambios en su gabinete, debidos a la presión del Alto Mando Militar.

El día siete se producen manifestaciones estudiantiles en varias partes del país. El día nueve zarpan del Puerto de La Guaira cinco destructores de la armada venezolana en abierto desafío al gobierno. El diez de enero vuelve a plantearse una nueva crisis ministerial y sale del gabinete Laureano Vallenilla Lanz y Pedro Estrada de la jefatura de la Seguridad Nacional, dos aliados de confianza del presidente. Ambos abandonarán entonces precipitadamente el país. Los militares plantean que el general Llovera Páez encabece el nuevo gabinete.

El día quince Pérez Jiménez adopta la contraofensiva al asumir personalmente el Ministerio de la Defensa y ordenar la detención del ministro titular hasta entonces, general Rómulo Fernández, quien ha sido el portavoz de las exigencias de las Fuerzas Armadas. Inmediatamente lo envía en un avión militar hacia la República Dominicana.

El país comienza a levantarse por los cuatro costados: centenares de detenidos políticos abarrotan las cárceles, los estudiantes manifiestan todos los días, los empresarios y los intelectuales comienzan también a protestar. El mundo se le viene entonces encima al dictador. Ha perdido ya, efectivamente, el control de la situación. Su caída es cuestión de días.

Sin embargo, Pérez Jiménez no se rinde tan rápidamente. Está dispuesto a resistir y continúa tomando decisiones al efecto: clausura liceos y universidades, reprime manifestaciones, ordena constantes purgas en el mundo militar, detiene a importantes líderes de la sociedad civil, en fin, persigue a sus enemigos en un desesperado intento por someterlos. Pero estos tampoco se amilanan. Por el contrario, se sienten asistidos por la opinión pública y por núcleos importantísimos de las propias Fuerzas Armadas.

La Junta Patriótica llama a la huelga general para el 21 de enero. Ese día no circulan los periódicos en apoyo a la rebelión en marcha. La gente sale a las calles en Caracas y el gobierno decreta el toque de queda a las cinco de la tarde. En la noche del 22 de enero, la Marina y la guarnición militar de Caracas resuelven apoyar el golpe contra Pérez Jiménez, con lo cual se sella definitivamente el final de la dictadura.

En las últimas horas de aquel día y en las primeras del siguiente, PJ apela a sus compañeros de armas, contacta a oficiales en puestos de comando, trata de revivir viejas lealtades, se aferra desesperadamente al poder. Pero al darse cuenta de que ya no cuenta con suficiente apoyo, resuelve huir por avión en horas de la madrugada hacia la República Dominicana.

Se cerraba así una etapa convulsa y compleja de la reciente historia venezolana. Y el hasta entonces hombre fuerte de aquellos años, el líder militar más destacado e influyente después de Juan Vicente Gómez, también comenzaría el destierro más largo vivido por venezolano alguno en nuestra historia.




martes, 14 de enero de 2020


UNA REFLEXIÓN EN LOS 74 AÑOS DE COPEI
Gehard Cartay Ramírez
El Partido Social Cristiano Copei llega a los 73 años de su fundación en muy difíciles circunstancias.

Diversas y múltiples causas han colocado ahora al partido en la situación más dramática de toda su historia. Por fortuna, y lo demuestran los hechos, los partidos no se mueren de infarto, sino de mengua.

Se diría que no hay nada que celebrar ahora. Copei es hoy un partido judicializado, dependiente de decisiones del alto tribunal que no tienen otro propósito como no sea liquidarlo por etapas.

Copei es hoy un partido dividido en varios toletes, con una dirigencia que no está a la altura de las circunstancias y que parece no haber entendido su papel en esta hora crucial que vive Venezuela.

Algunos de ellos hablan de unidad y hasta se atreven a reclamarla a la oposición y sus demás partidos. Sin embargo, ¿cómo pueden hacerlo si su propio ejemplo y sus absurdas actitudes no muestran otra cosa que un partido sin unidad alguna, resquebrajado y desgarrado afectiva y realmente? No tiene entonces moral ninguno de ellos si no son capaces de reencontrarse y reconciliarse entre ellos mismos.

Por todo ello, la recuperación de Copei esperará aun algún tiempo, pues no parece factible mientras la dictadura venezolana se mantenga. Pero, más temprano que tarde, cuando esta ya no exista, corresponderá a la base copeyana –presente en cada pueblo y en cada región del país– iniciar el rescate del partido, por encima de sus actuales dirigentes decidir.

Dios mediante así tendrá que ser y corresponderá a la militancia copeyana salvar a la institución partidista. “Salvar el partido” fue la consigna durante la tiranía perezjimenista, cuando algunos dirigentes traicionaron a Copei y se plegaron al gobierno de turno. Esa misma consigna debe ser la de hoy, cuando atravesamos circunstancias aún más difíciles.

Se impondrá entonces retornar a la madurez institucional y volver al camino de la grandeza frente a Venezuela, como tantas veces lo demostró Copei a lo largo de estas siete décadas.

Porque si de algo podemos estar orgullosos los copeyanos es justamente del servicio que el partido le ha prestado a Venezuela desde 1946, ya sea en la oposición o en el gobierno. Y cuando el pueblo venezolano nos confió el poder al elegir presidentes a dos venezolanos de excepción, como Rafael Caldera y Luis Herrera Campíns -y posteriormente eligió también gobernadores y alcaldes postulados por Copei-, se hizo una obra de gobierno fructífera y positiva para todos, sin excepciones ni mezquindades.

El Partido Social Cristiano Copei fue durante mucho tiempo una escuela de formación ideológica y un digno taller para la fragua de líderes nuevos a todos sus niveles, especialmente entre los más jóvenes, todo lo cual sirvió para que su juventud partidista se destacara como una de las más brillantes.

Como en sus inicios, tal vez hoy Copei vuelve a ser un proyecto de futuro, si por tal se entiende su recuperación y posicionamiento entre los venezolanos. Porque en este país siempre ha existido, y sigue existiendo, un amplio espacio para un vigoroso movimiento social cristiano. Y si no es Copei el que lo llene, tal vez sea otro movimiento, inspirado en la Democracia Cristiana y con líderes renovados, el que asuma esa posición.

Ojalá la responsabilidad y el espíritu socialcristiano hagan posible la recuperación de uno de los más importantes partidos de masas de la historia contemporánea, que hizo una innegable contribución a la democracia con una sólida obra de gobierno al servicio de los venezolanos.

13 de enero de 2020