martes, 30 de octubre de 2018

EL PACTO DE PUNTOFIJO: LEYENDA NEGRA O DORADA?



"EL PACTO DE PUNTOFIJO":
 ¿LEYENDA NEGRA O DORADA?

El pasado 31 de octubre se cumplieron sesenta años de la firma del Pacto de Puntofijo por parte de Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera -jefes de los partidos AD, URD y Copei-, y contra la opinión de quienes señalan aquel acuerdo histórico como el responsable de los “males” del país entre 1958 y 1998, hoy se impone la opinión generalizada de que le aseguró a Venezuela la transición a la democracia y su estabilidad durante 40 años, aunque no fuera esa la intención original de sus firmantes.
Así, el Pacto de Puntofijo es tenido ahora como un modelo de transición que ha sido imitado en otros países.

Gehard Cartay Ramírez

El 31 de octubre de 1958 se suscribió en la Quinta “Puntofijo” de la Avenida Solano,  sector Sabana Grande, en Caracas, hogar de Rafael Caldera, un trascendental acuerdo político institucional entre las tres fuerzas políticas entonces más importantes del país: Acción Democrática (AD), Unión Republicana Democrática (URD) y Partido Social Cristiano Copei.
Ese acuerdo era la lógica conclusión de las conversaciones que, desde enero de ese mismo año, habían venido sosteniendo Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera, cuando -a la caída de la dictadura- se reunieron en Nueva York.  La motivación central no era otra que el reclamo de la unidad nacional. El llamado espíritu del 23 de Enero  seguía influyendo poderosamente en todas y cada una de las decisiones políticas del momento, sobre todo de cara a otra exigencia suprema como lo era el desarrollo pacífico y ordenado de la transición política en ejecución. Y si bien es cierto que la búsqueda del candidato único había fracasado y que, al final, cada partido político presentaría el suyo -dos militantes y un militar activo-, ese esfuerzo se orientó entonces hacia un acuerdo solemne. Su objetivo:  asegurar el cumplimiento de las reglas del juego, normales en cualquier democracia, pero importantísimas en aquel momento cuando Venezuela salía de un largo período dictatorial y militarista. Así fue como nació lo que con posterioridad ha sido conocido como el  Pacto de Puntofijo.
Era, pues, un acuerdo coyuntural, forzado por aquellas circunstancias tan especiales. No tenía, expresamente, intenciones de largo alcance sino más bien de corto y probablemente mediano plazo. Era un pacto de proposiciones muy concretas, referidas a un momento específico y dirigido a lograr metas realistas y prácticas. No era, en consecuencia, una simple declaración de principios ni tampoco un  pronunciamiento teórico o programático. Se diría que consistía esencialmente en un acuerdo táctico momentáneo en función de una estrategia inmediata: asegurar la transición de la dictadura a la democracia.
Diciembre de 1958: Rómulo Betancourt, candidato presidencial triunfante, se abraza con el contralmirante Wolfgang Larrazábal, quien llegó en segundo lugar, a pesar de haber sido un fenómeno electoral en Caracas. Como dato curioso hay que anotar que los dos habían sido presidentes de dos Juntas de Gobierno cívico militares: Betancourt entre 1945 y 1948; y Larrazábal en 1958.
Contra todo lo que se ha escrito y dicho posteriormente, la verdad histórica es que el Pacto de Puntofijo fue un acuerdo circunstancial, referido apenas a los próximos cinco años, contados a partir de 1959, cuando tomaría posesión el siguiente gobierno.
Afirmar, por tanto, que en ese preciso instante se comprometió el futuro de los siguientes cuarenta años del país es  -cuando menos- un disparate. Esto hay que aclararlo en aras de la verdad histórica. Y ello en virtud de que una abundante literatura y, sobre todo, una interminable retórica política interesada han terminado desvirtuando lo que, en realidad, fue el Pacto de Puntofijo. Gracias a esa tergiversación histórica, hoy muchos venezolanos lo perciben como un diabólico acuerdo entre AD y Copei para repartirse el poder durante cuarenta años, usufructuar sus privilegios, distribuirse sus ventajas materiales y someter a los venezolanos a una especie de reino de la ineficiencia y la corrupción.
Por contraposición hay que agregar que tampoco corresponden al Pacto de Puntofijo los aspectos positivos y negativos de estos últimos 40 años. Cada gobierno elegido en este largo período tiene sus responsabilidades ante la historia, sin que pueda establecerse una especie solución de continuidad entre, por ejemplo, el segundo gobierno de Betancourt y el primer gobierno de Caldera. Más todavía: esa solución de continuidad no es posible, incluso, pretenderla entre los primeros y segundos gobiernos de Caldera y de Carlos Andrés Pérez, con todo y que hayan sido esas mismas personas quienes ejercieran la presidencia en dos oportunidades distintas. Resulta entonces, por decir lo menos, una falacia pretender arropar estas cuatro décadas históricas con el llamado Pacto de Puntofijo, aparte de un ejercicio de superficialidad y banalidad inadmisible como mecanismo de análisis histórico, por aquello de que cada momento tiene sus propias circunstancias.
En este sentido, el testimonio del propio Caldera es categórico y definitivo: “El Pacto de Puntofijo fue acordado para un período de gobierno, es decir, para el quinquenio 1959-1964. Fue complementado al cierre del proceso electoral con una declaración de principios y un programa mínimo de gobierno, suscritos por los candidatos presidenciales de los tres partidos y del Partido Comunista, a saber, Rómulo Betancourt(AD), Wolfgang Larrazábal (URD y PCV) y Rafael Caldera (Copei)”. Y agrega el ex presidente, como para que no quede duda alguna al respecto: “No se previó su duración más allá del primer quinquenio, como se acaba de indicar; pero, indudablemente, el espíritu del 23 de Enero, el compromiso solidario de mantener las instituciones por encima de las diferencias partidistas, la defensa de las libertades y de los derechos humanos y el compromiso social, inseparable del derecho y el deber de gobernar, valores que inspiraron el Pacto de Puntofijo, sobrevivieron al término previsto” (1).
Esta última y lúcida interpretación de Caldera es la que explica porque se tiene a Puntofijo como “el pacto histórico” de estos últimos cuarenta años. Ciertamente que elementos consustanciales del sistema democrático como lo son el respeto a los resultados electorales, la existencia de los partidos políticos, los acuerdos parlamentarios, los entendimientos cíclicos entre los adversarios, los compromisos obligantes para mantener el sistema, etc, al verse consolidados durante esas cuatro décadas -algo nunca antes visto en nuestra accidentada historia republicana-, han permitido a algunos especular sobre el acuerdo que arropó tan largo período nacional. No puede extrañar entonces que al Pacto de Puntofijo también se le enrostren todas las fallas que se produjeron en ese tiempo y se le nieguen, hipócritamente, los logros que evidentemente hubo.
Rómulo Betancourt, beneficiario directo históricamente del Pacto de Puntofijo, dijo en su discurso de toma de posesión en 1959, lo siguiente: “Mucho más profundo que la regularización de la controversia pública y el respeto a las reglas del juego democrático, fue el sentido que se le dio a la tregua interpartidista. Llegó a tan positivos extremos como el de la suscripción, el 31 de octubre de 1958, de un pacto público, en el cual los partidos Acción Democrática, el socialcristiano Copei y Unión Republicana Democrática adquirieron compromisos concretos con la nación, en vísperas de iniciarse la campaña electoral de esas tres colectividades, cada una de ellas con su propio candidato a la Presidencia y con listas propias de aspirantes a cargos electivos en organismos deliberantes. Se comprometieron a darle al debate electoral un sostenido y elevado tono principista, erradicándose el desfogue verbal y la acrimonia personalista; a respetar y hacer respetar el resultado de los comicios; a popularizar un programa común de gobierno y a que se gobernase luego dentro de un régimen de coalición”.
Agregaba a continuación que, a  pesar de los augurios en contrario, los compromisos previos a las elecciones se cumplieron, como fracasarían también “los cálculos alarmistas de los descreídos -ironizaba seguidamente-, algunos formulados con la mejor buena intención. He podido llegar a un acuerdo de fondo con los partidos políticos, a través de sus jefes doctores Jóvito Villalba y Rafael Caldera, para la integración de un gobierno de ancha base nacional, donde tienen los partidos adecuada representación así como también los sectores de la producción sin ubicación partidista y los grupos técnicos”(2).  
  Del acuerdo fue excluido el Partido Comunista de Venezuela (PCV). Esa exclusión fue tácita y no expresa. Betancourt pretendió posteriormente hacer creer -y así lo afirmó en su ya citado discurso de toma de posesión- que la misma había sido “por decisión razonada de las organizaciones que lo firmaron”, lo cual no es verdad. Si se revisa exhaustivamente el texto del acuerdo, esa exclusión no aparece mencionada en ninguna parte. Por supuesto que lo que sí es cierto es que el PCV no fue llamado a firmar el acuerdo, pero las razones para esa decisión no aparecen en el documento en referencia. Por el contrario, el quinto punto en su parte final señala textualmente- que “como este acuerdo no fija principio o condición contrarios al derecho de las otras organizaciones existentes en el país, y su leal cumplimiento no limita ni condiciona el natural  ejercicio por ellas, de cuantas facultades pueden y quieren poner al servicio de las altas finalidades  perseguidas, se invita a todos los organismos democráticos a respaldar, sin perjuicio de sus concepciones específicas, el esfuerzo comprometido en pro de la celebración del proceso electoral en un clima que demuestre la aptitud de Venezuela para la práctica ordenada y pacífica de la democracia”. Aún más: tanto la Declaración de Principios como el Programa Mínimo de Gobierno suscritos como complemento del Pacto de Puntofijo, fueron, a su vez, firmados por Larrazábal en su condición de candidato de la alianza formada por URD y el PCV.
Tal vez convenga, en todo caso, aclarar aquí que quien sí razonó su firme decisión de excluir al PCV del gobierno que iba a presidir fue el propio Betancourt. Y lo hizo sin mediastintas, de manera clara y contundente: “En el transcurso de mi campaña electoral fui explícito en el sentido de que no consultaría al Partido Comunista para la integración del gobierno y en el de que, respetando el derecho de ese partido a actuar como colectividad organizada en el país, miembros suyos no serían llamados por mí para desempeñar cargos administrativos en los cuales se influyera sobre los rumbos de la política nacional e internacional de los venezolanos...”
Al asumir tal posición el flamante presidente electo no actuaba improvisadamente, sino sobre la base de su zamarro cálculo político personal: primero, despejaba así cualquier duda ante el gobierno norteamericano y las demás democracias occidentales; segundo, calmaba al sector militar, cuya desconfianza hacia los comunistas era aún muy notoria, y tercero, practicaba él mismo una posición de principios asumida desde el momento mismo en que abdicó de su temprana militancia comunista costarricense y se propuso trabajar en función de un proyecto político nacionalista revolucionario.
Como consecuencia indirecta, el Pacto de Puntofijo le aseguró a Venezuela 40 años de paz, crecimiento y desarrollo, no obstante sus fallas y errores. En la foto, los últimos cuatro presidentes de la República Civil (1958-1998): Rafael Caldera (dos veces); Carlos Andrés Pérez (dos veces); Jaime Lusinchi y Luis Herrera Campíns. Ya habían fallecido Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, los dos primeros presidentes electos por el pueblo a partir de 1958,
Lo cierto definitivamente es que el indudable desarrollo democrático del país tuvo, entonces, su piso más sólido en Puntofijo. Ha sido el acuerdo político más importante del siglo XX venezolano en virtud de haber iniciado exitosamente una experiencia democrática interpartidista, sin antecedentes en la historia nacional.  

Los compromisos asumidos
La lectura y el análisis detenido del documento suscrito el 30 de octubre de 1958 por los partidos  AD, URD y Copei -en cuya representación lo firmaron Jóvito Villalba, Ignacio Luis Arcaya, Manuel López Rivas, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios, Rafael Caldera, Pedro del Corral y Lorenzo Fernández-, establece cinco grandes líneas maestras: primera: declaratoria solemne de la unidad nacional como primera tarea y compromiso de los signatarios, por encima de cualquier otra consideración; segunda: legitimidad efectiva de las autoridades elegidas en diciembre de ese año y garantía de que ese proceso fortalezca la unidad nacional; tercera: defensa de la constitucionalidad, gobierno de Unidad Nacional y establecimiento de un programa mínimo común; cuarta: diversidad de candidaturas a todos los niveles; y quinta: respeto absoluto a los resultados electorales e integración unitaria del gobierno elegido en diciembre de 1958. 
El documento se inicia destacando el clima de participación de todos los sectores del país en la defensa del régimen democrático, al igual que los diálogos sostenidos entre los partidos políticos a los fines de salvaguardar la consolidación de la anhelada unidad nacional. Igualmente, los firmantes destacan la provechosa participación de otros sectores de la vida nacional, entre ellos, los independientes y las Fuerzas Armadas Nacionales, para asegurar el clima de armonía y colaboración existentes.
A continuación, el acuerdo define los dos polos de la llamada “política nacional de largo alcance”, definidos así: “a) seguridad de que el proceso y los Poderes Públicos que de él van a surgir, respondan a las pautas democráticas de la libertad efectiva del sufragio; y b) garantía de que el proceso electoral  no solamente evite la ruptura del frente unitario, sino que lo fortalezca mediante la prolongación de la tregua política, la despersonalización del debate, la erradicación de la violencia interpartidista y la definición de normas que faciliten la formación del gobierno, de modo que ambos agrupen equitativamente a todos los sectores de la sociedad venezolana interesados en la estabilidad pública como sistema popular de gobierno”. Si analizamos con detalle este párrafo, notamos dos cosas muy claras: una, que AD, URD y Copei se comprometían a respetar la voluntad popular expresada por la “libertad efectiva del sufragio”. No había, en consecuencia, pacto alguno contrario a la expresión de las mayorías. Y dos: se dictaban normas de convivencia política-electoral. Ahora bien, ninguna de ambas precisiones implicaba un pacto a perpetuidad, sino que eran la expresión común y corriente de cualquier sistema democrático. La insistencia en tales proposiciones obedecía, ciertamente, a que en aquel momento el país apenas salía de diez años de larga y penosa  interrupción de su democracia.
El tercer punto se refería al compromiso común de las fuerzas suscriptoras en tres aspectos fundamentales: a) la defensa de la constitucionalidad y del derecho a gobernar conforme a la voluntad popular; b) la necesidad de un próximo gobierno de unidad nacional; y c) el apoyo a un programa mínimo común  de gobierno. Pero cada uno de estos aspectos está expresamente referido a la gestión de gobierno 1959-1964.
El cuarto punto correspondía a los “otros medios idóneos de preservar la Unidad Nacional”, a partir del fracaso producido por la imposibilidad de lograr una candidatura única. La solución, en este sentido, fue salomónica: esas diferencias no afectarían el esfuerzo unitario. Fueron entonces consideradas “naturales contradicciones partidistas” y, en consecuencia, aceptadas. Así, cada partido o coalición electoral llevaría sus propios candidatos, sin desmedro del acuerdo alcanzado.
El quinto y último punto establecía una especie de normativa para regularizar la pluralidad candidatural, aún cuando la totalidad de los votos que obtuvieran los nominados serían considerados “como votos unitarios y la suma de los votos por los distintos colores como una afirmación de la voluntad popular a favor del régimen constitucional y de la consolidación del Estado de Derecho”. El acuerdo concluye haciendo un llamado al país en favor de la convivencia nacional y del desarrollo de una constitucionalidad estable, cuyas bases sean “la sinceridad política, el equilibrio democrático, la honestidad administrativa y la norma institucional que son la esencia de la voluntad patriótica del pueblo venezolano”.
Como complemento del Pacto de Punto Fijo, los candidatos presidenciales de AD, URD/PCV y Copei suscribieron  una breve declaración de principios y las bases del programa mínimo de gobierno.
En cuanto a la primera, baste resaltar tres aspectos: a) el respeto absoluto a los resultados electorales y la defensa del régimen constitucional; b) organización de un gobierno de unidad nacional por parte del próximo presidente constitucional, sin hegemonías partidistas y con representación “de las corrientes políticas nacionales y los sectores independientes del país”;  c) el gobierno a elegirse se inspirará en el programa mínimo común;  y d) compromiso de “mantener  y consolidar la tregua política y la convivencia unitaria”.
El programa mínimo de gobierno contenía siete secciones: “Acción política y administración pública; política económica; política petrolera y minera; política social y laboral; política educacional; fuerzas armadas; política inmigratoria y política internacional”. En resumen, se trataba de puntos coincidentes entre las distintas fuerzas signatarias, sin mayor profundidad ideológica, con metas cortoplacistas y caracterizadas por un acento pragmático muy definido, tal como lo exigían las circunstancias del momento y de cara a una gestión de sólo cinco años de gobierno. 


(1) Rafael Caldera, Los Causahabientes: De Carabobo a Puntofijo, Editorial Panapo, Caracas, 1999, página 148.
(2) Rómulo Betancourt, La Revolución Democrática en Venezuela,  páginas 10 y 11, Tomo I, sin mención editorial, Caracas, 1968.

martes, 9 de octubre de 2018

TRES DÉCADAS DE ACCION POLÍTICA JUVENIL: UNA VISIÓN COMPARATIVA




TRES DÉCADAS DE ACCION POLÍTICA JUVENIL:
UNA VISIÓN COMPARATIVA

Dictadura, 23 de Enero, revolución, Los Beatles, Poder Joven, los Hippies, apatía: treinta años de acontecer político juvenil 

Gehard Cartay Ramírez 

(Ensayo publicado en la revista Humanitas, Opinión e ideas sobre juventud y política, Tercera etapa, número uno, Enero-Abril, 1988)
                                                   
Jóvenes celebrando la caída de la dictadura pérezjimenista.


Una explicación necesaria
Para comprender cabalmente una visión comparativa sobre las tres últimas décadas de acción política juvenil se hace necesario, casi diría que imprescindible, una breve explicación en torno a la actuación de las  juventudes políticas a finales de la dictadura pérezjimenista.
Como se sabe, el régimen militar que culminó el 23 de enero de 1958 vivió lo que José Rodríguez Iturbe llamó en su libro Crónica de la década militar una etapa de “radiante autocracia”. Fue entre 1954 y 1957, una vez desmontado el aparato clandestino de Acción Democrática (AD) y privados de toda actividad política el Partido Social Cristiano Copei y Unión Republicana Democrática (URD). Aquellos años parecían inacabables, tanto que muchos llegaron a pensar, efectivamente, que la consolidación del régimen sería mucho más duradera.
En el caso particular de AD se produjo una situación que indudablemente haría sentir sus efectos años más tarde. El partido fundado en 1941 por Rómulo Betancourt se había debatido en los años siguientes al golpe de Estado contra el presidente Rómulo Gallegos –elegido en diciembre de 1947 y derrocado por los militares el 24 de noviembre de 1948– entre dos tesis: la del putchismo, alentada en el primer momento por quienes controlaban la organización; y la del entendimiento con las demás fuerzas democráticas, inspirada por Leonardo Ruíz Pineda, entonces su secretario general, que habría de imponerse en los estertores de la tiranía.
Sucedió que la eficacia del aparato represivo terminaría por liquidar a AD como partido actuante tan temprano como en 1954. Apenas quedaron entonces dos direcciones, la de un Comité Ejecutivo Nacional (CEN) en el exilio, y la de otro CEN clandestino, nunca reconocido por el primero, e integrado por jóvenes inexpertos y distanciados de la figura de los fundadores. Fue así como la juventud de AD, que comandaba al partido dentro del país, se aproximó mucho más a la dirigencia del Partido Comunista de Venezuela (PCV) y terminó siendo prácticamente su apéndice político e ideológico. Creció entonces entre sus novatos líderes un verdadero sentimiento antibetancourista que culminaría estallando en 1960 con la primera división de AD, de la que surgiría el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).
Por lo que respecta a Copei, su situación no era menos precaria. Había, sin embargo, una recia unidad alrededor de Rafael Caldera, su máximo líder. Los jóvenes copeyanos activaban en liceos y universidades, en estrecho contacto con núcleos obreros y sindicales. Allí estaban, entre otros, Hilarión Cardozo, Eduardo Fernández, Régulo Arias Moreno, José de la Cruz Fuentes, por citar apenas unos pocos nombres. Su centro fundamental de actividad era la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas, manteniendo, como ya se ha dicho, permanente contacto con el Comité Nacional de Copei en la clandestinidad y con las demás juventudes partidistas de entonces.
En el caso específico de sus movimientos juveniles, AD y Copei vivían entonces una relación inversamente proporcional: mientras los jóvenes adecos se separaban del tronco fundador, los socialcristianos mantenían una armoniosa y coherente vinculación con los cuadros adultos de su partido. A mi juicio, ambos hechos habrían de condicionar el destino histórico del movimiento político juvenil venezolano de estos últimos 30 años.
1958: Mientras a la candidatura presidencial Rómulo Betancourt se le opuso la propia juventud de AD, Rafael Caldera contó con la de su partido. La gráfica recoge el momento en que votaba, mientras se observa un joven Eduardo Fernández al fondo, a la derecha.

Democracia y subversión (1958-1968)
A la caída de la dictadura, el alborozo general inicial apunta hacia una indudable confluencia democrática. Todos los partidos políticos viven un momento excepcional, signado por la unidad, el diálogo y el consenso. Nadie acepta que se intente romper aquel esquema y todos sienten como suya la aspiración unitaria que se expresa por todo el país, llegándose incluso a pensar en la posibilidad de un solo candidato de los partidos y movimientos a la presidencia de la República.
Estos esfuerzos, como era de esperarse, no se concretaron. Pero abrieron el camino para un entendimiento interpartidista entre AD, URD y Copei, en el cual, a demás, participaron las Fuerzas Armadas Nacionales y los sectores empresariales. Ese acuerdo sería conocido posteriormente con el nombre de Pacto de Puntofijo, y suponía un acuerdo previo a las elecciones de 1958 para respaldar al candidato presidencial ganador, así como la integración de un gobierno de consenso nacional en base a un programa mínimo acordado por sus firmantes. El ensayo, en verdad, tropezó con serias dificultades desde sus inicios, primero por la ofensiva conspirativa derechista de fuerzas internas y externas y luego, una vez fundado el MIR como partido y aliado con el PCV, por la subversión castrocomunista que pretendió imitar aquí la proeza guerrillera efectuada en Cuba en 1959, apenas un año antes.
Este cuadro de violencia produjo, en mi opinión, una verdadera polarización entre las juventudes de Copei y las fuerzas juveniles marxistas de extrema izquierda, alzadas contra el sistema democrático y comprometidas con actos terroristas y más tarde con la guerra de guerrillas contra el gobierno de Betancourt. AD no tuvo entonces ninguna participación importante en aquella lucha. La razón fue muy obvia: el partido eje del gobierno se había quedado prácticamente sin cuadros jóvenes al desertar con el MIR la inmensa mayoría de ellos.
Correspondió entonces a los jóvenes socialcristianos la dura tarea de defender el gobierno de Betancourt (1959-1964), y con él al sistema democrático frente a la embestida insurreccional alentada por comunistas y miristas, librada no sólo desde las guerrillas, sino fundamentalmente en liceos y universidades, donde aquellos eran entonces mayoría. Sostengo, sin hipérbole alguna, que la democracia treintañera de estos días le debe mucho a la hidalguía, el coraje y la convicción de los jóvenes copeyanos de aquellos días. Porque, ciertamente, si no hubiera sido por la lealtad de Rafael Caldera y de Copei, cuya vanguardia en los momentos más dramáticos fue la Juventud Revolucionaria Copeyana (JRC), aquel difícil ensayo democrático –que también sostuvo, por supuesto, la singular entereza del presidente Betancourt– hubiera naufragado fácilmente en medio de las complejas circunstancias en que se desarrollaba. 
Afortunadamente, el gobierno coaligado, en unión de las Fuerzas Armadas, pudo salir airoso de la prueba que fue sometido. Derrotó militar y políticamente a la insurrección armada y pudo garantizar la continuidad del experimento democrático al garantizar las elecciones de diciembre de 1963, ganadas por Raúl Leoni, candidato de AD, y en las que llegó de segundo Rafael Caldera, abanderado de Copei. Así, los representantes de los dos partidos del gobierno coparon el primero y segundo lugar de las preferencias electorales, algo que demostró que la gran mayoría respaldaba la gestión de Betancourt, AD y Copei, pues ya URD y Jóvito Villalba habían abandonado el experimento coaligado.
Pero ese proceso de ninguna manera eliminó definitivamente la amenaza castrocomunista, que seguiría siendo recurrente, aunque epiléptica y débil. Porque si bien las guerrillas no emergieron exitosamente para liquidar la legalidad democrática, mantuvieron durante algún tiempo actividades foquistas y terroristas, especialmente a lo largo del período de gobierno de Leoni entre 1964 y 1969.
En aquellos años no se produjo tampoco ninguna recuperación de la Juventud de AD. Por el contrario, dos nuevas divisiones acudieron otra vez al partido blanco, siendo la última –encabezada por Luis Beltrán Prieto Figueroa y Jesús Ángel Paz Galarraga– la que se llevaría otra vez los menguados  cuadros jóvenes que en esos años había podido reclutar Acción Democrática.
Por esas razones, la Juventud de Copei mantuvo su papel protagónico de primer orden frente a una poderosa coalición de fuerzas marxistas integradas por los jóvenes del PCV y del MIR. La lucha continuó, muchas veces encarnizada y violenta, ya en la calle y en los centros de estudio, y no era solamente una lucha cuerpo a cuerpo, hombre a hombre. También era una confrontación fundamentalmente ideológica, de la cual saldrían airosos los jóvenes copeyanos, tal como lo ha demostrado la historia de nuestros recientes días.
Se podría decir, en síntesis, que aquella competencia entre los jóvenes socialcristianos y los jóvenes marxistas era una dura lucha entre la democracia y la subversión. Ese era, ni más ni menos, el dilema de entonces. Unos luchaban por fortalecer el proceso iniciado en 1958 y otros por conducirlo a un régimen socialista marxista, calcado del esquema montado por Fidel Castro en la isla cubana. Y el hecho paladino y claro de que todos aquellos protagonistas combatan hoy dentro del juego democrático, habla por sí solo sobre la justicia y la fuerza de los ideales que entonces sostuvimos los jóvenes del Partido Social Cristiano Copei.
De la lucha por la democracia, los jóvenes deben pasar al combate por mejorarla y ampliarla.

Los factores exógenos (1968-1978)
1968 fue un año excepcional. En Venezuela y el mundo ocurrieron una serie de hechos notables y fundamentales. El magazine Feriado del diario El Nacional lo definió recientemente como “el año en que pasó casi todo”, para referirse a la singularidad de tan insólitos acontecimientos.
¿Y qué ocurrió, en efecto? Pues ocurrieron varios hechos, desde la aparición de The Beatles, pasando por las muertes trágicas de Martín Luther King y Robert Kennedy; la masacre estudiantil en la plaza de Tlatlelolco, México; la invasión soviética a Checoeslovaquia y la inmolación del joven Jan Palach; el mayo francés y las luchas por los Derechos Civiles en Estados Unidos, y a partir de entonces la insurgencia de los grupos hippies , la expansión de lo que se llamó “el amor libre” –la libertad sexual– y el auge del consumo de drogas.
En Venezuela sucedió un hecho trascendental: por primera vez en nuestra historia republicana un gobierno legítimamente constituido era sucedido por otro similar, pero surgido del campo de la oposición democrática, mediante el voto popular. En este país de trágicas montoneras y caudillismos militares, un acontecimiento de tal naturaleza era, hasta ese momento, ciertamente inusual, extraño. Y lo realmente notorio de toda aquella circunstancia era la elección popular de un político y estadista que por largo tiempo se había preparado para ejercer la Presidencia de la República, con lo cual, por otra parte, se rompía el esquema monopartidista que quería imponer Acción Democrática. La elección de Rafael Caldera como Jefe de Estado consagró por vez primera la alternabilidad democrática en Venezuela y abrió camino hacia la consolidación del sistema que hoy –veinte años después– aún nos rige.
En este sentido, el mérito fundamental del gobierno del presidente Caldera (1969-1974), por lo que se refiere al proceso democrático, lo constituye la política de pacificación inspirada y ejecutada por él. Esa histórica decisión contribuyó a consolidar la democracia, al estimular y permitir el retorno a la vida legal de quienes se habían levantado en armas contra las instituciones y el Estado de Derecho. Esa política de pacificación desarticuló en forma definitiva la insurgencia armada y la lucha guerrillera, legalizó al PCV y al MIR –inhabilitados bajo el gobierno de Betancourt– y abrió la puerta de todos los sectores a la participación plena dentro del juego democrático y electoral.
Este trascedente hecho, lógicamente, tenía que producir consecuencias importantes dentro del proceso político del país, al cual, como es natural, no podían escapar las juventudes partidistas.
Una de ellas fue la emergencia de sectores juveniles no ligados a las organizaciones partidistas. La existencia de una nueva cultura “existencial” –por llamarla de alguna manera– a nivel juvenil, impulsada por los movimientos hippies y la masificación del consumo de drogas en casi todo el mundo, trajo consigo la irrupción de posturas radicales y escépticas frente a la política y los partidos. En Venezuela alcanzó cierta notoriedad el llamado Poder Joven, corriente amorfa e iconoclasta que ganó algún terreno entre los jóvenes. Por si fuera poco, una onda cuestionadora comenzó a insurgir en nuestras universidades clamando por la renovación total de los estudios superiores. Todos estos factores de alguna forma afectaron el desarrollo de los movimientos juveniles y trastornaron, a ratos, el momento político venezolano de entonces.
Lo cierto fue, en todo caso, que se inició un proceso de cuestionamiento de nuestras juventudes partidistas, las cuales, por su parte, intensificaron su actividad interna y dejaron de insistir en la lucha hacia fuera. El planteamiento no era ya –como lo fue entre 1958 y 1968– combatir a favor o en contra de la democracia, sino otro más elástico y menos trascendente. La “rutina democrática” que entonces comenzaba movería a los dirigentes jóvenes hacia otras áreas del quehacer político.
Entre 1974 y 1079 los movimientos juveniles de izquierda comienzan a perder terreno e influencia, mientras se produce una cierta recuperación de la juventud de AD y repunta aún más la JRC. La situación, empero, se caracteriza –a mi juicio– por la aparición de nuevos elementos que comportan modificaciones importantes en la lucha estudiantil, entre ellos la de un incipiente escepticismo de los jóvenes frente a los partidos y la de un notable crecimiento de sectores independientes en esa amplia franja social del país, la más importante y decisoria.

¿Escepticismo vs. Activismo? (1978-1988) 
La última década de estos breves comentarios se enmarca entre 1978 y 1988. Estos últimos diez años, al igual como sucedió entre 1968 y 1978, se inician con un nuevo ascenso al poder por parte de del Partido Social Cristiano Copei, a través del triunfo de Luis Herrera Campíns en las elecciones presidenciales de 1978.
Al culminar ese año el país estaba quebrantado económica y moralmente, bajo la conducción errática y mesiánica del presidente Carlos Andrés Pérez, elegido en 1973. Fue algo absurdo, pues su período presidencial fue precisamente el tiempo de las vacas gordas, producto de los altos precios petroleros, nunca antes percibidos por ningún gobierno anterior. Así, la revolución de las magnitudes, como las calificó el presidente Rafael Caldera al terminar su período en 1974, es decir, toda aquella inaudita bonanza petrolera, no fue bien administrada y, al finalizar el gobierno de CAP, la deuda pública se había multiplicado exponencial e irresponsablemente, a pesar de los altos ingresos por concepto de venta del petróleo.

Por desgracia, esta situación continuó bajo los gobiernos siguientes, a pesar de que se mantuvieron los altos precios en el mercado petrolero por lo menos hasta el final de la década, bajo el gobierno de Jaime Lusinchi (1984-1989).

En todo caso, la década que culmina ahora en 1988 replanteó en términos realmente preocupantes la excesiva partidización de la vida venezolana. Surgía, así, un cansancio evidente por la tendencia de los partidos a arropar todas las áreas del acontecer nacional, sin respetar la autonomía de las sociedades intermedias, y traspasando ciertos límites que el pluralismo y los derechos ciudadanos imponían respetar. Si a este hecho unimos la característica ya anotada de cierto escepticismo hacia los partidos por parte de los jóvenes, bien podemos apreciar entonces las causas de esta falta de combatividad que todos percibimos hoy en día en el ámbito juvenil.
Una cuestión que vale la pena destacar se refiere también al excesivo afán político que pareciera apoderarse de los dirigentes juveniles de los partidos políticos venezolanos. Son, o parecieran querer serlo, políticos antes que nada, asignando relativa importancia a áreas muy sensibles para la juventud venezolana, como la educación, la música, el deporte, la actividad ecológica o recreacional, etc. Y esto es fundamental, a mi juicio, porque ser líder juvenil de un partido político comporta una vivencia y un profundo sentido testimonial de todo lo que mueve y conmueve a los jóvenes. En paralelo, y seguramente por eso mismo, hay que reconocer también que la actual política partidaria no pareciera ocupar el primer lugar entre los intereses y sentimientos de la juventud venezolana a que hago referencia.
 
La presencia de la juventud venezolana en la calle fue una constante desde 1958.
La democracia nuestra de cada día: renovarla y mejorarla
Conviene también apuntar otro hecho complementario para explicar ese escepticismo entre gran parte de nuestros jóvenes: la democracia es hoy un hecho común y corriente.
Espero que se me entienda cabalmente el sentido de esta expresión. Digo “común y corriente” por contrario a aquel sueño que movió a los jóvenes bajo la dictadura pérezjimenista. Esta generación de hoy, en cambio, ha vivido en democracia, la ha conocido y sentido y, por esto mismo, forma parte de su cotidianidad. Esto tal vez explique también por qué no entiende los reiterados golpes de pecho de algunos “mártires de la resistencia” resurrectos y no hace suya –tal vez no tendría por qué hacerlo, en verdad– toda esa carga romántica, a veces épica y epopéyica, que pudo haber tenido en su momento esa lucha, hoy lejana en el tiempo para ellos. No se trata, por tanto, de discutir si los jóvenes de ahora creen o no en la democracia. Hay que entender entonces que la conciben como una forma de vida, bajo la cual se han educado y formado y, por tanto, como una vivencia de todos los días.
Sin embargo, este mismo hecho tendría como característica positiva la mayor perspicacia y agudeza de los jóvenes de hoy para sentir también las fallas y carencias del sistema democrático. Si antes la juventud antiperezjimenista luchó por la democracia, al igual que lo hicieron luego los jóvenes socialcristianos y adecos para fortalecerla frente a los embates de la derecha golpista y la guerrilla castro comunista a principios de los años sesenta, hoy el reto no es otro que combatir por mejorar la democracia , profundizándola y ampliándola.
Podríamos decir, finalmente, que hoy estamos frente a un cuadro preocupante debido a la cada vez mayor indiferencia de los jóvenes ante los partidos y la política. Debemos procurar revertir esa tendencia, abriendo espacios cada vez más amplios a quienes quieren luchar en áreas no necesariamente exclusivas de las organizaciones partidistas, y formando un liderazgo juvenil que interprete a la mayor porción de la juventud del país, no mediante artificios mecánicos e inauténticos, sino a través de un combate que se proponga, de verdad, hacer suyos los sueños y angustias de la juventud venezolana de nuestros días.
Sólo faltaría decir que ese esfuerzo debe tener como ingrediente de primer orden la fuerza de un mensaje fresco y sincero, capaz de adentrarse en la conciencia y el corazón de nuestros jóvenes y de conmoverlos para lograr su efectiva y real participación en los asuntos del país, de la política y de los partidos.