A propósito de la reciente muerte del dictador cubano Fidel Castro, reproduzco a continuación un texto de un libro de testimonios y vivencias personales que escribo ahora y espero publicar más adelante.
Trata sobre la actuación de la Juventud Revolucionaria Copeyana en los terribles años sesenta, cuando se produjo el duro enfrentamiento entre los gobiernos democráticos de entonces y la guerrilla castrocomunista venezolana, financiada por el dictador recientemente fallecido y, por supuesto, el debate ideológico que tales circunstancias trajeron consigo, especialmente entre las juventudes políticas.
1958-1968: La
insurgencia de las juventudes políticas
Será difícil
que en la historia venezolana se repita otra etapa tan trepidante como la que
vivieron las juventudes políticas entre 1958 y 1968.
Al respecto,
resulta ineludible reiterar cómo a la caída de la dictadura perezjimenista el
alborozo general inicial apuntó entonces hacia una indudable confluencia
democrática. Todos los partidos vivían un momento excepcional, signado por la
unidad, el diálogo y el consenso. Nadie podía aceptar -en su sano juicio- que
se intentara romper aquel esquema unitario. Así se abrió camino a un
entendimiento interpartidista entre AD, URD y Copei, en el cual, además,
participaron las Fuerzas Armadas, los trabajadores y los empresarios. Ese pacto
fue conocido con el nombre de Puntofijo (nombre de la quinta de Caldera en Sabana
Grande, Caracas), y supuso un acuerdo previo a las elecciones de 1958 para
respaldar un gobierno de consenso nacional que, como ya sabemos, le
correspondió encabezar a Rómulo Betancourt, el triunfador en aquellos comicios.
El ensayo, en verdad, tropezó con serias dificultades,
como se apuntó anteriormente, a consecuencia de la bestial ofensiva militarista
-de derecha o de izquierda, según el caso, o ambas conjuntamente-, internas y
externas, y luego, una vez escindido de AD el Movimiento de Izquierda Revolucionaria
(MIR), por la subversión marxista que pretendió imitar la guerrilla castrista triunfante
en Cuba dos años antes. Pero ese cuadro de violencia produjo una verdadera
polarización entre la juventud copeyana y los jóvenes marxistas del PCV y del
MIR.
AD no tuvo entonces ninguna participación importante en
aquella lucha. La razón era obvia: el partido eje de gobierno se había quedado
sin cuadros juveniles al desertar con el MIR la mayoría de ellos. Correspondió
entonces a los jóvenes socialcristianos la dura tarea de defender al gobierno
de Betancourt en los sectores estudiantiles y universitarios, y al escudar
aquella gestión lo que defendían -en realidad- era nada más y nada menos que a
la naciente democracia frente a la embestida insurreccional alentada y dirigida
por comunistas y miristas, librada no sólo desde las guerrillas o mediante
acciones terroristas, sino también desde liceos y universidades.
Hoy se puede afirmar, sin hipérbole alguna, que la
democracia de esos días ya lejanos le debe mucho a la hidalguía, el coraje y la
convicción de los jóvenes copeyanos de entonces. Porque, ciertamente, si no
hubiera sido por la lealtad de las Fuerzas Armadas y de Copei, cuya vanguardia
en los momentos más dramáticos fue precisamente la JRC, aquel difícil ensayo -que
en lo fundamental obviamente sostuvo la entereza de Betancourt- hubiera
naufragado fácilmente en medio de las complejas circunstancias en que se
desarrollaba. El apoyo de los socialcristianos amplió notablemente la base
popular que sostenía al régimen, junto al respaldo del partido de Betancourt, a
pesar de su división interna y del desgaste sufrido en aquel quinquenio.
Entre la lucha cívica y las guerrillas
Afirmo
que el apoyo popular fue esencial porque, en verdad, la insurgencia guerrillera
castro comunista en sí misma no puso nunca en peligro la estabilidad democrática, no sólo por su
débil organización y proyección, sino también porque Venezuela no es territorio
apto para la guerra de guerrillas, salvo en algunas zonas montañosas, tal y
como siempre lo han demostrado los recurrentes fracasos de los movimientos
guerrilleros.
Aquello fue una
experiencia trágica, un error lamentable, como lo han reconocido posteriormente
casi todos sus actores principales. Y ello, además de las ya señaladas,
por otras dos circunstancias: 1) Sus promotores no conocían a profundidad la
guerra de guerrillas, su instrumentación y organización. Nunca se prepararon
para adelantarla más allá del romanticismo de la mayoría. 2) Nunca contaron con
el apoyo de una población que, por el contrario, los percibía como un puñado de
aventureros violentos y terroristas, pero nunca como una alternativa al régimen
democrático.
Por estas razones y otras
ya comentadas, la guerrilla comunista, financiada y entrenada por Fidel Castro,
fue rápidamente derrotada, tanto política como militarmente en pocos años. Para
1968 era ya un espejismo, al cual había renunciado el PCV, uno de sus
inspiradores iniciales, así como la gran mayoría de los cuadros del MIR, el
otro factor partidista que la motivó. La política de pacificación ejecutada por
el gobierno socialcristiano de Caldera hizo el resto: terminó de desarticularla
políticamente al incorporar a la gran mayoría de sus protagonistas al proceso
legal, cívico y democrático adelantado en el país desde el 23 de enero de 1958.
Al salir airoso de la difícil prueba a que
había sido sometido, el gobierno nacido del Pacto
de Puntofijo no sólo derrotó a la
insurrección armada y guerrillera, sino que fue más allá: pudo garantizar, así
mismo, la continuidad del experimento democrático al propiciar las elecciones
de diciembre de 1963, en las que fue electo presidente Raúl Leoni y en las que
Caldera llegó en segundo lugar. AD y su candidato, si bien triunfaron en esas elecciones,
reducen su votación en comparación con la obtenida por Betancourt un lustro
antes. Ello se explica por las divisiones sufridas por AD y el desgaste
tradicional de todo partido de gobierno. Sin embargo, lo cierto es que los
adecos ganan nuevamente una elección popular, aún debilitados, pero decididos a
cambiar radicalmente el esquema de gobierno mantenido por el anterior
presidente, sobre todo con relación a Copei, al que comienzan a advertir como
el enemigo a vencer en el futuro.
En
consecuencia, Leoni y la dirección nacional adeca del momento inician entonces
contactos con URD y el movimiento de Uslar Pietri para formar gobierno, alejándose
apresuradamente de Copei. En el fondo de todas estas maniobras había,
realmente, una indisimulada reacción del nuevo presidente contra Betancourt.
Aquello no era nuevo en la política venezolana. Ya antes, en el siglo XIX,
había ocurrido lo mismo: Páez contra Bolívar, Monagas contra Páez; Alcántara y
Rojas Paúl, a su turno, contra Guzmán Blanco, y en el siglo siguiente las de
Gómez contra Castro; Medina Angarita contra López Contreras o la de Gallegos
contra Betancourt en 1948.
En
estos 40 años de democracia tampoco sería diferente: allí están también -aparte
de la de Leoni que ahora comentamos- la reacción de Carlos Andrés Pérez contra
Betancourt en 1974; la de Herrera Campíns contra Caldera en 1979; la de
Lusinchi contra CAP en 1984; la de este último contra aquél en 1989 y la de
Caldera contra LHC y Copei en 1994, por citar los últimos 40 años. En el caso
de Leoni, tal posición había sido estimulada y apoyada por la dirección de su
partido, encabezada por Prieto Figueroa y Paz Galarraga, a quienes se tenía
como propulsores de un sector radical de AD, una vez desprendidos el MIR y el Ars. A su lado estaba, además, el
entonces todopoderoso buró sindical adeco. Todos ellos, salvo Leoni, encabezarían
posteriormente la tercera división partidista en 1967 y que daría nacimiento al
Movimiento Electoral del Pueblo (MEP).
Las
elecciones de 1963, a
pesar de haber constituido una derrota en todos los ámbitos contra la
insurgencia castrocomunista, de ninguna manera eliminaron automáticamente la
amenaza marxista, todavía recurrente aunque débil y epiléptica. Si bien las
guerrillas no emergieron entonces exitosamente para liquidar la legalidad
democrática, mantuvieron por algún tiempo ciertas actividades terroristas y
foquistas, a lo largo del período de gobierno entre 1964 y 1969.
Jóvenes demócratas cristianos vs. Jóvenes marxistas
Fue
justamente al comenzar el gobierno del presidente Leoni cuando me incorporé, con
apenas 15 años de edad, a la actividad política en la Juventud Revolucionaria
Copeyana, en un momento histórico complejo pues la militancia partidista estaba
exenta de frivolidades y, por el contrario, la lucha contra el adversario ponía
a prueba todas nuestras capacidades de acción y de resistencia frente al miedo
y la violencia generalizadas.
Aquella
fue, por otra parte, una escuela política
donde nos formamos muchos dirigentes, iniciada en las luchas estudiantiles y
continuada luego en las vivencias democráticas de nuestros partidos, donde la obediencia
ciega no existía, los caudillismos eran cuestionados y todo estaba sujeto a
discusión, comenzando por los liderazgos más venerables. Esa escuela política nos enseñó el valor de la confrontación
democrática, pero también el del debido respeto por las ideas ajenas, la
tolerancia frente a las diferencias, la imprescindible necesidad del relevo y
la rotación en el liderazgo, la primacía del diálogo con los contendores y el
sentido exacto de que la lucha política no es una guerra de exterminio, sino una
competencia donde se gana y se pierde, por lo que el triunfador siempre está
obligado a respetar al vencido y a valorarlo como alguien necesario.
Por esos
años no se produjo tampoco ninguna recuperación de la juventud de AD. Todo lo
contrario: dos nuevas divisiones sacudieron otra vez al partido de gobierno,
siendo la última -encabezada por Luís Beltrán Prieto y Jesús Paz Galarraga- la
que se llevaría nuevamente los menguados cuadros jóvenes que en esos años había
podido reclutar Acción Democrática.
En cambio,
la juventud copeyana mantuvo su papel protagónico de primer orden frente a las
fuerzas marxistas, a pesar de que ya el partido no estaba en ejercicio del
gobierno. Pero la lucha estaba planteada entonces en el campo
ideológico, ya que eran dos cosmovisiones y dos planteamientos doctrinarios los
que se confrontaban, tanto en el campo de las ideas como en el terreno de los
hechos. El combate se libraría, en algunas ocasiones de manera encarnizada y
violenta, ya en las calles o en los centros de estudio, y no era solamente una
lucha muchas veces cuerpo a cuerpo, hombre a hombre. También era una
confrontación, insisto, fundamentalmente ideológica, de la cual saldrían
finalmente airosos los jóvenes socialcristianos, tal como lo ha demostrado
fehacientemente la historia, vista desde la madura perspectiva del tiempo.
Aquellos jóvenes marxistas fracasaron entonces en su empeño
y muchos se frustraron tempranamente, mientras quienes los enfrentamos desde la
opciones demócrata cristiana y social demócrata nos sentiríamos luego asistidos
por la razón histórica, al producirse la caída del Muro de Berlín en 1989 y,
consecuencialmente, el derrumbe de la Unión Soviética y de la Europa Comunista,
a lo que habría que agregar la conversión de China Comunista en una economía
capitalista salvaje y la comprobación inevitable de que la revolución cubana
sólo había sido una gigantesca mentira y una gran estafa ideológica.
Se podría decir, en síntesis, que aquella competencia entre
los jóvenes socialcristianos y marxistas fue una dura lucha entre la democracia
y la subversión. Ese era, ni más ni menos, el dilema de entonces. Unos
luchábamos por fortalecer el sistema democrático de libertades y derechos
humanos iniciado en 1958, y los otros por conducirlo hacia un régimen socialista-marxista,
calcado del esquema dictatorial montado por Fidel Castro en la isla cubana,
ensayo que por entonces concitaba sólidos y entusiastas apoyos entre la
juventud y la intelectualidad internacional, la mayoría de los cuales, pocos
años después, terminaron abandonándolo y abjurando ante una de las dictaduras
más abyectas de los tiempos modernos.
Por lo demás, durante el primer gobierno del presidente
Caldera, buena parte de los guerrilleros y terroristas de aquellos tiempos abandonaron
su equivocada estrategia y se insertaron dentro del juego democrático, gracias
a la política de pacificación que se impondría en el país a partir de 1969.
Este hecho habla, por sí solo, sobre la justicia y la fuerza de los ideales que
entonces sostuvimos los jóvenes de Copei.