sábado, 21 de septiembre de 2019


MINORÍAS NEGOCIANTES
Gehard Cartay Ramírez

Por donde se le analice, ese acuerdo entre el régimen y esa supuesta oposición -minoritaria, por lo demás- no tendrá efectos reales para una posible solución de la tragedia venezolana.
El régimen sabe que no son los interlocutores válidos y ellos mismos saben que no tienen la representación mayoritaria de la oposición venezolana que, a su vez, aglutina a la gran mayoría de los venezolanos.
Más allá de los denuestos y descalificaciones contra sus firmantes, esas negociaciones adolecen entonces de un importantísimo vicio de origen: se trata de dos minorías sin poder real para cambiar nada, mucho menos para producir una solución efectiva a la tragedia que sufre Venezuela por culpa de chavomadurismo.
Se trata de una negociación donde la mayoría de los venezolanos no está representada. Eso significa que no tienen mandato para hacer lo que anuncian, por una parte y, por la otra, que se están arrogando atribuciones que nadie les ha dado. Pero, además, más allá de sus propósitos reales, lo cierto es que los temas abordados en su declaración inicial despiertan todo tipo de sospechas. Veamos.
En primer lugar, al no plantear la necesaria realización de elecciones presidenciales cuanto antes, están reconociendo automáticamente al régimen de Maduro y los resultados de la farsa fraudulenta de los pretendidos comicios de mayo de 2018. No es poca cosa y dice mucho sobre la verdadera intencionalidad de tales negociaciones.
Tal vez esta circunstancia sea producto de que esos negociadores minoritarios opositores no creen que superación de nuestra tragedia nacional pase por la necesaria y urgente salida del régimen de Maduro. Y esto es, desde luego, de suma gravedad. Porque si tal es su premisa básica entonces no tienen manera de legitimarse como facilitadores de una eventual solución de la crisis. Si tal es su convencimiento, resulta obvio que están a contracorriente de lo que piensa la mayoría de los venezolanos y de lo que, en realidad, constituye el presupuesto básico de toda solución: la sustitución inevitable del actual régimen, único causante de todas nuestras desgracias y problemas actuales.
Lo mismo sucede en cuanto a la designación de un nuevo CNE, atribución exclusiva de la Asamblea Nacional, pero que el régimen y su TSJ le han venido desconociendo tan sólo para no perder el control del organismo. Este asunto, como los demás, no ha sido asumido con claridad, con lo cual surgen otra vez las sospechas frente a esos autocalificados representantes opositores y la natural desconfianza en tales acuerdos. Se trata de un aspecto que, hasta ahora, ha sido tratado de manera opaca y nada transparente.
Otro asunto que también hace surgir justificadas reservas lo constituye el tema de las elecciones de la Asamblea Nacional que deberían celebrarse el año venidero, de acuerdo con la norma constitucional. Aquí se ha producido una extraña coincidencia entre los firmantes del acuerdo. Se trata, por cierto, de las únicas elecciones a que hacen referencia. No se necesita ser muy zahorí para darse cuenta de que tal punto viene siendo planteado insistentemente por el régimen y, por supuesto, no podría ser una simple coincidencia que ahora también lo hagan suyo quienes se autoproclaman opositores, y con tal carácter -y sin que nadie les haya otorgado un mandato al efecto- han decidido asumir la conducción “opositora” para sentarse a negociar con la dictadura. Con razón algunos han recordado al respecto el apotegma que reza: “Piensa mal y acertarás…”
Curiosamente nada dicen tampoco sobre los 25 diputados opositores inhabilitados, presos y perseguidos por el régimen, ni sobre los tres parlamentarios del estado Amazonas, desconocidos desde sus inicios por el TSJ, tan sólo para que la oposición democrática no hiciera uso de las dos terceras partes que logró en las elecciones de 2015. No hay una sola referencia al desconocimiento continuado y perverso de la Asamblea Nacional que, desde su elección en 2015, han venido haciendo el régimen y su TSJ. Este es un silencio escandaloso y comprometedor, ciertamente. A propósito: la minoría opositora que se ha sentado negociar con el régimen apenas tiene ocho diputados en el parlamento venezolano.
Pero en este asunto la supuesta oposición que ahora negocia unilateralmente con Maduro y su cúpula no cuida ni siquiera las apariencias. Al plantear la necesidad de elegir la nueva Asamblea Nacional, nada dice sin embargo sobre la Constituyente fraudulenta del madurismo. Ese silencio equivale, sin duda, a un reconocimiento del parapeto que, en teoría, discute una nueva Constitución. ¿No resulta entonces también digno de sospecha que unos supuestos opositores callen ante esta situación y, en cambio, se pronuncien por la elección de un nuevo parlamento nacional? ¿Será acaso una exageración señalar que han hecho suya la estrategia del régimen para debilitar a la oposición mayoritaria y a su líder Juan Guaidó?
A este respecto, no creo que haga falta recordar que esos sectores que ahora se sientan en la mesa con el régimen fueron los mismos que le sirvieron de comparsa en el fraude de las pretendidas elecciones de 2018, en las que no participó la inmensa mayoría de los venezolanos. Con este antecedente y con su actitud de ahora no debería extrañarles la desconfianza con que el país ha recibido el anuncio de tales negociaciones. Tampoco debería sorprenderles su falta absoluta de credibilidad en tales actores y en los acuerdos a que puedan arribar con la dictadura.
En definitiva, ambos negociantes constituyen dos minorías de espaldas al país, sin poder real para producir una salida al conflicto que sufrimos los venezolanos.



viernes, 20 de septiembre de 2019


Los 90 años del nacimiento de Carlos Rangel (Caracas, 19 de septiembre de 1929), pensador, escritor y periodista venezolano, han pasado inadvertidos, lo cual constituye una injusticia y un olvido imperdonables.
Que lo haya ignorado el régimen chavomadurista es comprensible: al fin y al cabo, muchos años antes de que la actual tragedia nos alcanzara, Rangel no se cansó de advertirnos en todo tiempo y lugar sobre su infausta posibilidad. Lo grave es que el mundo civil, democrático y libertario también lo haya ignorado.
Carlos Rangel fue un estudioso en profundidad de los fenómenos del Tercer Mundo, un analista incisivo del marxismo y sus mitos y un intelectual de avanzada en un momento en que sus ideas eran satanizadas por cierto izquierdismo fanático y maniqueo.
Tuve el gusto de conocerlo y de participar en varias ocasiones en el prestigioso programa televisivo "Buenos Días", que moderaba junto con su esposa, la periodista Sofía Imber. Una de esas ocasiones fue en febrero de 1987 con motivo de la aparición de mi libro "Caldera y Betancourt, Constructores de la democracia". Entonces me hizo el honor de comentarlo favorablemente, tanto antes del programa como durante el mismo.
Pocos venezolanos como Carlos Rangel han dejado una obra tan trascendente y significativa. Dos de sus libros: "Del buen salvaje al buen revolucionario" (1976) y "El tercermundismo" (1982), así lo corroboran y constituyen materia de obligada lectura para quienes quieran profundizar en la comprensión de los problemas latinoamericanos y venezolanos.

sábado, 14 de septiembre de 2019



EL PRECIO DE LA DEMOCRACIA
Gehard Cartay Ramírez

“El precio de la libertad es su eterna vigilancia”.
Thomas Jefferson
En mis tres artículos de opinión anteriores he venido analizando lo que a mi juicio constituye –desde hace algún tiempo– la ausencia de una conciencia democrática e institucional en una importante porción de venezolanos y, lo que resulta más grave aún, en sus élites dirigentes.
Esa ausencia de conciencia democrática e institucional trajo consigo el descuido en mantener una efectiva vigilancia para que la democracia instaurada en 1958 siguiera siendo efectiva, y no se viera amenazada por los factores que siempre están dispuestos –aquí y en todas partes– a liquidarla, tema que ya analizamos en entregas anteriores, y que tiene su soporte en la debilidad intrínseca de la democracia frente a sus adversarios.
Por supuesto que ya lo que pasó no tiene remedio. Pero sería una estupidez no aprender las lecciones que nos deja ese pasado fatídico, que ahora se prolonga en este funesto presente que sufrimos en Venezuela. Cuando salgamos de esta tragedia nacional, ojalá más pronto que tarde, habrá que tomar los correctivos indispensables para que nunca más Venezuela vuelva a padecer una hecatombe tan trágica como la de ahora.
Y es en este punto donde adquiere plena vigencia el pensamiento de Jefferson que le sirve de epígrafe a estas notas: “El precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Si cambiamos la palabra libertad por la palabra democracia –en cierto modo son sinónimas y se contienen una en otra–, el resultado es el mismo. La democracia existe mientras la vigilemos permanentemente, a los fines de que no pierda su sentido y pueda consolidarse de manera definitiva.
Por desgracia, en Venezuela no asumimos su vigilancia para que pudiera estar vigente por largo tiempo. Todo lo contrario. Se hizo cuanto se pudo para liquidarla. Ese proceso se acentuó en las últimas décadas y puede ser considerado como una de las causas primarias de la elección del teniente coronel Chávez como presidente de Venezuela en 1998 y del consiguiente desastre que se inició al tomar el poder, hoy se evidenciado en un país arruinado, destruido y en trance casi de disolución.
Porque sólo un déficit de conciencia democrática pudo empujar a una mayoría precaria a sufragar por un candidato que, desde sus inicios, se mostró como alguien contrario a la democracia. No sólo estuvo a la vista de todos su felonía golpista del cuatro de febrero de 1992, sino también el conocimiento posterior de los proyectos de decretos fasciocomunistas que tenían previsto promulgar en caso de haber asumido el poder entonces.
Desde luego que la gran mayoría de quienes votaron por el militar golpista ganador de 1998 no se inculpan a sí mismos al haber apoyado a un militar insubordinado contra la Constitución de 1961 y contra un gobierno elegido por los venezolanos, que nunca se arrepintió de esos crímenes, y en quien entonces y después también confiaron ciegamente. Sólo algunos recelarían años más tarde, cuando se evidenció que su gobierno conducía a Venezuela hacia el desastre. Pero entonces su culpa la trasladaron a Caldera por lo del sobreseimiento cinco años antes. Fue la actitud típica de quienes siempre atribuyen a los demás sus vicisitudes y nunca asumen su responsabilidad, práctica recurrente en algunos venezolanos y que, por lo visto, comienza tempranamente en la escuela cuando los que son reprobados alegan que “los rasparon”, mientras que quienes aprueban sus exámenes entonces afirman que “pasaron”. Es decir, lo positivo es producto de nuestra responsabilidad. Lo negativo siempre es culpa de otros, nunca es nuestra.
Por desgracia, ese déficit de conciencia democrática e institucional también afectó a quienes ejercían el poder durante los frustrados golpes de Estado de febrero y noviembre de 1992. El propio presidente Carlos Andrés Pérez, por ejemplo, jamás admitió su irresponsabilidad como Jefe de Estado y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales –tal vez por sentirse sobrado en su liderazgo– al no haber hecho a caso a las múltiples y tempranas advertencias que los organismos de inteligencia de su propio gobierno le trasmitieron, desde 1990, sobre aquel golpe en marcha que, al parecer, todo el mundo oficial conocía de antemano y ante el cual no hubo reacción alguna para abortarlo. CAP tampoco fue capaz de aprender las lecciones que dejó "El Caracazo" en febrero de 1989, tan sólo dos meses después de haber asumido el poder, ni las que se derivaron de los dos intentos de golpes de Estado en su contra en febrero y noviembre de 1992.
No hubo tampoco conciencia democrática e institucional dentro de la cúpula militar de aquel momento, que dejó actuar por su cuenta a los golpistas pensando tal vez que ellos podían ser los beneficiarios de la felonía de 1992. Por cierto que fueron los mismos que autorizaron la breve intervención televisada en vivo del jefe golpista –a pesar de la orden en contrario que les dio entonces el presidente Pérez–, esa misma que le permitió darse a conocer ante el país y lo lanzó a la fama con su célebre “por ahora…”
Tampoco el presidente Jaime Lusinchi (1984-1989) demostró conciencia democrática e institucional. Le cabe también una alta cuota de responsabilidad en el descuido de la institución castrense, por no haber tomado medidas correctivas al respecto, pues, incluso, a finales de agosto de 1988 hubo una intentona golpista contra su gobierno –fracasada por divergencias entre los oficiales conspiradores– e, incluso, en las altas esferas oficiales ya se sabía de movimientos conspirativos en las Fuerzas Armadas Nacionales, por lo menos a partir de 1985. A pesar de todas estas circunstancias no se tomaron los correctivos del caso.
Por todas estas razones y de cara al futuro, cuando salgamos de esta vorágine, debemos hacer nuestro el sabio pensamiento de Jefferson: “El precio de la libertad –y de la democracia, añadiríamos– es su eterna vigilancia”.

LAPATILLA.COM
Jueves, 12 de septiembre de 2019.





jueves, 5 de septiembre de 2019



LA FALTA DE CONCIENCIA DEMOCRÁTICA
Gehard Cartay Ramírez
La semana pasada me referí a la débil consolidación de la democracia venezolana en los años finales del período que algunos han denominado “La República Civil”.
Vale la pena volver sobre el tema, ampliando algunos aspectos. A ello nos obliga –por una parte– la muy corta memoria histórica de los venezolanos y –por la otra– la ausencia de una arraigada conciencia ciudadana y republicana, circunstancias que en las últimas décadas nos han afectado como Nación.
Comencemos por un hecho aparentemente anecdótico, aunque su gravedad deja muy en claro la falta de responsabilidad y de mentalidad institucional que viene afectando a la dirigencia política venezolana desde hace algún tiempo. Se trata de la juramentación inconstitucional y cínica que hizo el golpista de 1992 al tomar posesión de la presidencia de la República en febrero de 1999.
Bien se sabe que toda juramentación es un acto solemne, aquí y en cualquier parte, y no admite condicionamientos de ninguna especie en cuanto a su formulación, por cuanto existen procedimientos protocolares claramente establecidos, todo lo cual es fundamental en materia de Derecho. Que Chávez haya “jurado” sobre lo que calificó como una “moribunda Constitución” (la de 1961) expresa en toda su magnitud quién era el sujeto y hacia dónde se dirigían sus pasos al tomar el poder, tal como lo confirmaron posteriormente los hechos. Porque esa Constitución vigente entonces no podía ser “moribunda” mientras no fuera reformada o sustituida por otra, conforme a sus propias disposiciones, las cuales, como se sabe, se violaron descaradamente.
No hubo entonces, por cierto, un solo senador, diputado o magistrado que protestara en ese preciso instante aquella gravísima falta por parte de quien debió jurar respetar y defender la Constitución vigente, a la que ni él ni nadie podían calificar de moribunda, porque tenía plena eficacia y vigor. Alguien podrá restarle importancia a lo que de manera simplista se califica como “formalismos protocolares”. El problema es que no lo son propiamente, sino que –muy por el contrario– constituyen la expresión indiscutible de la voluntad del mandatario de someterse a Carta Magna, a su eficacia, defensa y respeto. Y todo ello, sin olvidar que las formalidades son esenciales en materia de Derecho y de leyes, aquí y en cualquier parte. Pero la cobardía institucional de tal ocasión, expresada vergonzosamente por el silencio cómplice de aquel Congreso y de aquella Corte Suprema de Justicia presentes en tal ceremonia, permitió tan gravísima falta, lo que, por otra parte, anunciaba con antelación el propósito dictatorial de quienes asumían el poder.
Aquello, por supuesto, no podía ser una sorpresa, tratándose de un sujeto que cinco años antes había encabezado un frustrado golpe de Estado. Pero en una democracia consolidada no debió haberse permitido. A algunos –insisto– puede parecerle algo insignificante, pero en realidad constituyó una gravísima falta, no sólo al ceremonial de estilo, sino a la majestad de la Constitución, cuyo acatamiento es deber de todos los venezolanos y, en primer lugar, de quien ejerce la Presidencia de la República. Sin embargo, nada pasó entonces, salvo algún murmullo soterrado de quienes se dieron cuenta de la amenaza presente en las palabras de Chávez. El resto del país, alelado por el chafarote que prometía cambiarlo todo para mejorarlo todo, ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba en el hemiciclo del Senado.
La verdad es que si no se habían dado cuenta de su trágico error al votar por un golpista convicto y confeso en diciembre de 1998, menos podían advertir lo que parecía entonces una simple malacrianza ceremonial a la hora del juramento presidencial. En diciembre del 1998 la que se había expresado era una primera minoría electoral –pues nunca fue mayoría, ni entonces ni después–, harta de los partidos y de los políticos, y a quienes la democracia le importaba tan poco que decidieron votar por alguien que, apenas unos pocos años, antes había intentado derrocar un gobierno democrático, algo nunca visto en la historia electoral venezolana. Porque si, en efecto, antes hubo candidatos presidenciales que habían sido comandantes guerrilleros (Américo Martín en 1978 y Teodoro Petkoff en 1983 y 1988), sus votaciones siempre fueron minoritarias. Pero que ahora, en 1998, ganara una elección un golpista redomado que siempre se ufanó de esa condición ponía de manifiesto que la democracia no había sido internalizada por una porción importante de venezolanos.
Lo cierto es que cuando esos millones de electores venezolanos decidieron entonces votar por el militar golpista lo hicieron sin duda animados por una cierta dosis de resentimiento, combinada con marcados deseos de venganza y también por la injustificable “necesidad” (lo que en realidad fue una necedad) de una “cachucha”, de un “chapulín colorado” o de un nuevo “salvador de la patria”, tara recurrente en el imaginario venezolano. Creyeron que de esta manera podían sustituir el liderazgo civil, democrático y moderno con que contaba el país de entonces y que, no obstante sus inocultables fallas y errores, ha resultado históricamente muy superior a la pandilla de ladrones, ineptos e insensibles que junto a Chávez llegaron al poder en 1998 y han saqueado al país durante 20 largos años.
Porque lo más grave es que ese apoyo no se limitó a las elecciones de 1998, sino que se repitió en sucesivos procesos ulteriores, como el referendo consultivo sobre la convocatoria a una Asamblea Constituyente; la posterior elección de sus miembros y el referendo aprobatorio del proyecto de Constitución “Bolivariana”, durante 1999. Le siguieron la relegitimación del entonces presidente y la elección de la nueva Asamblea Nacional y de gobernadores, alcaldes, legisladores regionales y concejales en 2000. A partir de 2003, esa base mayoritaria de apoyo popular se redujo, aunque siguió siendo importante. Muchos de sus partidarios iniciales siguieron apoyando al régimen en el referendo aprobatorio de 2007, en la reelección presidencial de Chávez en 2006 y 2012 y, finalmente, en la muy cuestionada “elección” de Maduro en 2013.
De manera que fue un apoyo sistemático y continuado –aunque cada vez menor–, pero que le permitió al régimen revalidarse cuando se lo propuso, apoyado en el uso inmoral y deshonesto de los gigantescos recursos del patrimonio público, la maquinaria del Estado y mediante sofisticados mecanismos fraudulentos, adelantados por el propio Concejo Nacional Electoral (CNE).
Con aquella actitud ingenua o pendeja, pero en todo caso absolutamente imprudente, se demostró cuán débil era la conciencia democrática de una importante porción de venezolanos. Por esa lamentable razón, le abrieron la puerta a esta involución criminal, ruinosa y destructora que ha significado para todos el régimen instaurado en 1999.

LAPATILLA.COM
Miércoles, 04 de septiembre de 2019.