jueves, 29 de agosto de 2019


LA VÍCTIMA COMPLACIENTE
Gehard Cartay Ramírez
La semana pasada señalé en este mismo espacio lo difícil que resulta consolidar la democracia si sus ciudadanos no la han internalizado y, en consecuencia, hecho parte de su conducta republicana.
Tal vez esta sea una de las razones por las que hoy Venezuela sea un trágico ejemplo al respecto, aunque no el único, por supuesto. Pero en nuestro caso, las élites políticas, económicas y sociales, así como buena parte de la opinión pública, nunca internalizaron la democracia, ni la hicieron parte de su conducta ciudadana. Sólo así se explica que muchos de ellos votaran por un militar golpista en 1998 –y lo reeligieran varias veces–, a pesar de que su único “mérito” a tales efectos era precisamente su conducta antidemocrática y totalitaria.
Pero –al lado de esa exigencia: la democracia como modo de vida ciudadana–, existe otra muy importante, que la complementa de manera lógica: la necesidad de que ella misma pueda crear eficaces antídotos institucionales que aseguren su defensa y la derrota de sus enemigos, esos mismos que, desde adentro y utilizando sus propios mecanismos, luchan tenazmente para eliminarla.
Por desgracia, la democracia ha sido y sigue siendo demasiado generosa para dar voz y voto a sus adversarios más terribles. Fundamentándose en los principios de equidad, tolerancia y libertad que le son consustanciales ha permitido todo tipo de abusos en su contra y, lo que resulta peor aún, ha entregado a sus adversarios las armas para que estos, conforme a sus siniestros propósitos, la liquiden en cuanto pueden, alegando sus fallas y vicios como razones últimas. De esta manera, esos enemigos declarados utilizan perversamente –insisto al respecto– las propias garantías que les brinda el sistema democrático, para sepultarlo. Sobran los ejemplos en este sentido.
Lamentablemente, la democracia se ha convertido en una “víctima complaciente”, como lo aseguraba el pensador y escritor francés Jean-François Revel a principios de los ochenta en su conocida obra “Cómo terminan las democracias”. “La civilización democrática –agregaba– es la primera que se quita la razón frente al poder que se afana por destruirla” y, probablemente, más que la fuerza de sus enemigos, ha sido mayor causante de su derrota la humildad con que la propia democracia “acepta desaparecer y se las ingenia para legitimar la victoria de su más mortal enemigo”. Así, por lo general, según el valedero criterio de Revel, “es menos natural y más nuevo que la civilización agredida (en este caso, agrego yo, la democracia) no solo juzgue en su fuero interno que su derrota está justificada, sino que prodigue, tanto a sus partidarios como a sus adversarios, innumerables razones para describir toda forma de defensa suya como inmoral, en el mejor de los casos como superflua e inútil, frecuentemente incluso como peligrosa”.
Agrega Revel que “el enemigo interior de la democracia juega con ventaja, porque explota el derecho al desacuerdo inherente a la democracia misma”. Se trata de una verdad monumental, como lo ha venido demostrando la reciente historia, con el añadido de que los sistemas democráticos son de nueva data, menor a los 200 años, por lo general. Pero ocurre que ellos conllevan una falla de origen que sus adversarios utilizan para destruirla: “…la democracia es ese régimen paradójico –sigue señalando el pensador francés– que ofrece a quienes quieren abolirla la posibilidad única de prepararse a ello en la legalidad, en virtud de un derecho, e incluso de recibir a tal efecto el apoyo casi patente del enemigo exterior sin que ello se considere una violación realmente grave del pacto social”.
Tal vez por esa razón, no faltan quienes sostengan que combatir y reducir a la mínima expresión a quienes quieran destruirla contradice las normas mismas de funcionamiento de la democracia, en virtud de su naturaleza pluralista y diversa. ¿Será esto cierto? ¿O tal vez sea una forma de chantaje –muy cínico, por supuesto– de sus enemigos, por cuanto ellos se deshacen fácilmente de los suyos en caso de que amenacen su existencia, lo que casi nunca ocurre porque se les impide actuar desde el principio, al contrario de las democracias? Bien se sabe que los totalitarismos no aceptan alternativas ni otras fórmulas debido a su propia naturaleza.
En consecuencia, resulta muy claro que para el recto funcionamiento del sistema democrático también debe existir reciprocidad hacia él por parte de quienes reciben sus garantías y el respeto al libre ejercicio de los derechos de opinar y participar. Por lo tanto, si existen grupos extremistas que no hacen suyos esos principios democráticos ni la convivencia que implican para ejercerlos pacíficamente, resulta natural que no tengan la misma consideración que quienes sí lo hacen y permiten así su cabal funcionamiento.
Porque, en definitiva, la democracia está en la obligación de defenderse, lo que implica actuar contra quienes quieren destruirla. La democracia no puede ser tolerante con quienes pretenden liquidarla desde adentro, por cuanto arriesga su propia existencia. Ya sucedió en el siglo pasado en Europa cuando los fascistas y los nazis acabaron con la democracia liberal parlamentaria usando sus propios mecanismos de elección y alternancia, para luego implantar perversas dictaduras criminales, con un saldo trágico de, al menos, 50 millones de muertos.
Por lo demás, flaco servicio se le hace a una democracia cuando en nombre de la libertad de opinión y de información se ejecutan campañas para erosionarla en la confianza de los ciudadanos, destacando sus lunares y ocultando sus logros. Por supuesto que nadie en su sano juicio puede pretender que no exista la crítica y el cuestionamiento de todo aquello que resulte negativo e inconveniente. Pero cuando se trata de campañas mal intencionadas y siniestras, deliberadamente ejecutadas para derrumbar democracias no consolidadas, el resultado final casi siempre resulta en beneficio de tendencias populistas, autoritarias o totalitarias.
Y si logran deponerlas, lo más seguro es que el sistema que las suplanta nunca tendrá los aspectos positivos de la democracia, sino que por lo general traerá consigo la profundización de todos los aspectos negativos y perversos. El caso venezolano resulta hoy más que evidente al respecto.



martes, 20 de agosto de 2019

LA DEMOCRACIA, OBRA NUNCA CONCLUIDA
Gehard Cartay Ramírez
La democracia nunca es una obra concluida. Creerlo es estar contra la realidad.
El ejemplo de Venezuela así lo comprueba una vez más. Si algo se demostró fehacientemente, desde 1998, es que no era cierto que nuestras instituciones republicanas y democráticas estaban consolidadas luego de cuarenta años ininterrumpidos.
(La manera como la extinta Corte Suprema de Justicia “autorizó” la Constituyente chavista en l999, sin estar prevista en la Constitución de 1961, expresa en toda su dimensión la cobardía institucional que la movió entonces. Otro tanto hizo el entonces Congreso de la República, electo en noviembre de 1998, al disolverse –sin estar obligado a ello– a los pocos meses para facilitarle la tarea al futuro dictador y su Constituyente espuria.)
Tales hechos demostraron también que la gran mayoría de los nuevos dirigentes políticos, económicos y sociales no habían sido formados para esa tarea de consolidación democrática o, lo que resultaría más grave aún, no tuvieron conciencia de su necesidad. Por desgracia, mientras algunos creyeron ingenua o irresponsablemente que la consolidación del proyecto democrático iniciado en 1958 era ya una realidad, hubo otros que perdieron la brújula y se dedicaron a sus intereses personales y políticos, sin importarles que con su actitud estaban menoscabando gravemente los cimientos del sistema político e institucional establecido en la Constitución de 1961.
También se demostró que toda esa institucionalidad que engañosamente asumimos durante cuatro décadas no tuvo mayor consideración ni respeto dentro de las Fuerzas Armadas Nacionales (FAN), especialmente en las últimas décadas. Siempre en su interior existió la tentación golpista, a pesar de los esfuerzos que se hicieron para relacionarla con el mundo civil y formarla para la tarea de la defensa territorial y la obediencia y el respeto a las instituciones democráticas. Sin embargo, insisto, los hechos posteriores confirmaron que allí por lo general hubo sectores que nunca dejaron de acariciar la vuelta a un sistema dictatorial, por más que Betancourt y Caldera, junto a sus partidos, la sometieron al poder civil desde 1959. Pero en ella estaba incrustado el morbo histórico del golpismo de manera recesiva y latente.
Porque no hay que olvidar que este desastre se inició en diciembre de 1998, cuando fue elegido como presidente el teniente coronel golpista Hugo Chávez, gracias a la irresponsabilidad de quienes no tuvieron entonces noción de ciudadanía, ni se sintieron responsables de tamaña equivocación. Lo afirmo sin dejar de lado las consideraciones del caso sobre el indudable proceso de deterioro que venía sufriendo la democracia venezolana y sus instituciones y, obviamente, sin soslayar tampoco la crisis económica que se incubó en los últimos quince años, antes de los golpes de Estado de 1992. Pero nada de eso es óbice para exculpar a quienes en las elecciones de 1998 y en las subsiguientes no pensaron entonces en sus mínimos deberes con respecto al futuro del país, es decir, el de sus hijos y sus descendientes.
A estas alturas del tiempo, estoy convencido de que cualquier otro de los candidatos presidenciales en 1998 lo hubiera hecho mejor que Chávez. Puede parecer radical esta afirmación, pero los hechos han terminado comprobándolo.
En primer lugar, porque esos candidatos siempre estuvieron en la lucha civil y democrática –en mayor o en menor grado, según el caso-, ejerciendo mandatos democráticos en las instancias correspondientes y comprometidos con el proceso reformista en marcha desde 1958, sin que algunos de ellos dejaran de ofrecer soluciones a los graves problemas que el país venía sufriendo entonces. Nunca hubieran entregado los recursos del país a un gobierno extranjero, ni mucho menos comprometido la soberanía nacional, como lo haría luego el régimen chavista.
Y en segundo lugar, casi todos estaban rodeados de equipos competentes y renovados, ajenos a aventuras golpistas y antidemocráticas, aparte de sus méritos personales para aspirar a la presidencia de la República. El caso de Henrique Salas Römer, en particular, resulta muy ilustrativo al respecto: economista, con estudios de postgrado en la Universidad de Yale (Estados Unidos), exitoso Gobernador del populoso y complejo estado Carabobo entre 1989 y 1996, y con anterioridad eficiente diputado independiente al Congreso de la República en las listas carabobeñas del Partido Social Cristiano Copei (1984-1989). Su contendor golpista, por el contrario, carecía de experiencia administrativa y política por completo. Queda claro entonces que, sin duda alguna, Salas Römer hubiera sido un buen presidente, sin confusiones ideológicas y comprometido con la democracia, la legalidad y el Estado de Derecho.
Todo esto lo sabían la mayoría de los que votaron entonces. También lo sabían quienes lo hicieron por Chávez. Estos últimos, por cierto, igualmente sabían que apoyaban a un golpista convicto y confeso por haber encabezado, pocos años antes, un golpe de Estado contra la democracia venezolana, con saldo de centenares de muertos y heridos, la mayoría víctimas inocentes. Por si fuera poco, a los pocos días de tal felonía se habían conocido los proyectos de decretos que tenían en mente ejecutar una vez usurpado el poder, fundamentados en un fasciocomunismo militarista y una indudable vocación totalitaria.
En medio de aquel delicado contexto político, económico y social en que se celebraron los comicios de 1998, tal escogencia no podía ser jamás la mejor, sino todo lo contrario, como se ha demostrado desde 1999, cuando la situación del país terminó empeorando como pocas veces en nuestra historia republicana, porque el nuevo régimen agravó los problemas ya existentes y creó otros nuevos y más peligrosos.

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Martes, 20 de agosto de 2019

martes, 13 de agosto de 2019

LA MALDICIÓN DEL POPULISMO
Las recientes primarias para escoger los candidatos presidenciales en las próximas elecciones en Argentina han demostrado que en ese país, y tal vez en algunos otros de Latinoamérica, el populismo goza de buena salud.

La posible vuelta del peronismo al poder con la Kirchner y su candidato presidencial títere, si es que las cosas continúan como van, demuestran que la maldición que ha significado el legado de Juan Domingo Perón y del peronismo para los argentinos sigue hipnotizando a muchos de sus compatriotas.

Y es que, a pesar de haber arruinado a un país que en el siglo XIX y en las primeras décadas del XX fue competidor agropecuario y cuasi industrial de los Estados Unidos, la psicología social de una gran mayoría de argentinos no se ha liberado del influjo de aquel líder militarista y populista, no obstante, insisto, haberle dejado como herencia una profunda crisis económica y social que aún no ha sido superada, luego de setenta años.

El populismo seduce a la gente con mercaditos, baratijas, ayudas y espejitos, que bien pueden ayudar en algún momento, pero no resuelven nunca la situación de pobreza y subdesarrollo, sino que más bien la agravan. Pero es el camino más fácil para seducir a muchos ingenuos y para eternizar a los gobernantes.

Para los populistas el mensaje es aquel que le guste a la gente, adornado con mentiras y engaños, o sea, decir solo lo que la gente quiere escuchar. En cambio, decir la verdad por dura que sea y no engañar con falsas promesas, exigir esfuerzos y sacrificios -si fuera el caso-, ofrecer trabajo justo y bien remunerado y no ayudas demagógicas, imponer disciplina fiscal, decencia administrativa, reducción del tamaño del Estado y crecimiento del sector productivo privado, eso no les gusta a los populistas: ellos no quieren que el Estado comparta su poder con la sociedad, porque los debilita, e impide su dominio vitalicio (caso Chávez en Venezuela, por ejemplo).

En otros casos, el populismo se sustenta en la demagogia y la mentira. Ocurrió así en Perú y Venezuela en los años ochenta y noventa del siglo pasado.

En Perú, en 1990, el candidato Mario Vargas Llosa perdió las las elecciones porque con toda honestidad le adelantó a sus paisanos que, si ganaba, su gobierno tomaría duras medidas y tendrían que apretarse los cinturones porque vendrían sacrificios, si querían salir adelante. (El primer gobierno de Alan García, entonces un populista de marca mayor, había hundido al Perú en una severa crisis.) En cambio, el otro candidato presidencial, un oscuro ingeniero de raíces japonesas y rector de una universidad privada poco conocida, de nombre Alberto Fujimori, ofreció que con él las cosas mejorarían y que habría abundancia y progreso, todo ello sin decir cómo lo haría. Al llegar al poder, aplicó el programa de gobierno de Vargas Llosa, y la verdad es que, al cabo de algunos años, no le fue mal al Perú.

Pero su elección de entonces la había producido una mentira descomunal, así como la derrota de Vargas Llosa se debió a que había sido sincero con sus electores. A los peruanos, como a la gran mayoría de los seres humanos, no les gustaba que le pidieran sacrificios, sino todo lo contrario.

En nuestro país, en 1988, Carlos Andrés Pérez llegó al poder con un programa populista ofreciendo retornar a la abundancia de la “Venezuela Saudita” de principios de los años setenta -durante su primer gobierno (1974-1979)-, cuando se dispararon como nunca los precios petroleros y las arcas fiscales se anegaron de petrodólares.

Pero eso era algo imposible 15 años después: Venezuela, bajo el gobierno de Lusinchi, estaba endeudada como nunca, los precios petroleros habían bajado y las reservas internacionales se habían agotado. Y CAP lo sabía. Lo sabía tanto que, en tal ocasión, al lado del programa de gobierno que ofreció a los venezolanos prometiendo lo imposible, tenía bajo la manga otro programa secreto de gobierno, con duras medidas económicas y sociales que, por supuesto, ocultó deliberadamente mientras fue candidato de AD. Pero fue el que aplicó en su segunda gestión.

La denuncia la hizo internamente por aquellos días Humberto Celli, entonces secretario general de AD, y luego se la ratificó en una entrevista a Mirtha Rivero, quien la incluyó en su libro “La rebelión de los náufragos” (Editorial Alfa, 2010, Páginas 64-71).

Y todavía no habíamos llegado a lo peor del populismo chavomadurista!

Ya hablaremos de eso.

LAPATILLA.COM

viernes, 2 de agosto de 2019

Crónicas del Olvido
“BAQUIANO, VOLANDO RUMBOS”

(Vida y obra de Alberto Arvelo Torrealba)
**Alberto Hernández**
1.-
Alberto Arvelo Torrealba era de los pocos mortales que le conocía las mañas al diablo, por eso se hizo Florentino para encararse con él y probarse. Asumió la personalidad del cantador llanero para hacerle frente a la historia de su país, la que vivió con creces desde su vocación de escritor, abogado y diplomático.
Aunque –según estudiosos de su obra y vida- prefería al oscuro por la calidad de su tono, verbo y fuerza.
Viaja uno lector por los llanos, por la historia cercana de este país y por la vida de un hombre que a diario suena en Venezuela. Alberto Arvelo Torrealba es, precisamente, llanos, país y existencia y de esta manera lo registra Gehard Cartay Ramírez en su libro “Baquiano, volando rumbos (Vida y obra de Alberto Arvelo Torrealba)”, publicado por el Fondo Editorial de la Alcaldía del Municipio Barinas, 2017.
Es una lectura apaciguada por el talante del sujeto estudiado. Un libro que completa el tránsito de quien es el autor de una obra cimera. Una obra sembrada en el país que lee y en el país que recita de memoria sus versos. Es un libro donde la política, la poesía, la geografía, la hidrografía y el alma de una tierra arropa con gracia la versatilidad de un artista que hizo de su lar nativo icono, representación, savia y asunto, para que el país supiera de sus secretos, de sus arranques de vitalidad terrena. Es un libro enjundioso donde hablan muchos personajes. Donde se mueven y también viajan muchos nombres y apellidos que han construido o afectado, de alguna manera, la historia de esta geografía mestiza.
2.-
Gehard Cartay Ramírez es barinés como Arvelo Torrealba. Fue gobernador de su patria chica entre 1974 y 1992. Abogado y escritor, se dedicó a seguirle los pasos a este viajero impenitente que sigue siendo Arvelo Torrealba, porque de muchas maneras está en la voz de los venezolanos y araucanos de este lado y del lado colombiano. Su obra continúa diciendo, hablando, cantando, recitando, declamando. Es una poesía para eso, para añadirle a la tierra rural, a los ríos, al campo la gracia que ha perdido en la ciudad. Aquel terruño olvidado por quienes nacieron en él. Una tierra a la que se le puede seguir cantando en otro tono, sin necesidad de regresar al espíritu de aquellos que la siguen viviendo. El ejemplo está en Efraín Hurtado, quien construyó una poética del llano vista desde su formación académica sin dejar de tocar lo que le atañía como nacido en él.
Alberto Arvelo Torrealba es un clásico de la palabra del monte, de la palabra cerrera, orejana, vibradora como los caños y correnteras que cruzó y navegó. Es un bonguero que, como los personajes de Gallegos, sabía de la hondura, orillas y barrancos de las diferentes corrientes de los estados llaneros de Venezuela. Su poesía se asentó en ellas y de allí su paisaje y sus personajes.
Para quienes podrían amanecer con al ceño fruncido, es relevante afirmar que nadie que viva alejado de los asuntos de la “llaneridad” escribiría como Gallegos o como Arvelo. Pero se impone decir que su paso por este mundo dejó calcada, herrada, marcada la bestia, los demonios y los ángeles que sobrevuelan aquella tierra plana en la que apareció este país.
Por esa y muchas razones es preciso hacer un registro de autores y obras de quienes han nacido y escrito acerca de las cosas de los llaneros y sus vidas viajeras, trashumantes o detenidas en el mismo lugar.
3.-
El tomo de Gehard Cartay convida al lector a revisar los capítulos que cuentan la existencia del poeta y prosista barinés, quien fuera abogado, diplomático, ecologista, viajero y atento observador de la conducta de sus paisanos.
Este libro, para leer corrido o consultar, se extiende sobre el cuero seco de la historia que mucha gente de hoy, sostenida por el mal uso de la tecnología, desconoce. Una historia que se revela en estas páginas desde “La Venezuela de 1904”, pasando por la miseria de Barinas, Juan Vicente Gómez, Rómulo Gallegos, el liceo Caracas donde estudió el autor y algunos de los futuros gobernantes de la Nación. Igualmente, estudia Cartay todas las obras de Arvelo, desde “Música de cuatro” hasta “Lazo Martí, vigencia en lejanía”, que escribió, esta última, en su lecho de enfermo. Por supuesto, “Florentino y el Diablo” ocupa un espectro más amplio por ser la obra más importante del escritor barinés.
Datos y más datos dan cuenta de este exigente trabajo de Gehard Cartay. Me atrevo a decir que el más completo sobre el autor de los contrapunteadores de los llanos de este país olvidadizo.
“Caminos que andan” es un estudio de los ríos llaneros. Es un ensayo, una investigación que revela el carácter de este hombre que desde que escribió su primer trabajo no ha dejado de ser nombrado en casi todo el país. Su “Florentino y el Diablo” fue llevado a grabación. José Romero Bello y el Carrao de Palmarito hicieron de esa obra espacio de atracción cultural en medio mundo. Y así, desde “Doña Bárbara” y “Cantaclaro”, de Rómulo Gallegos, hasta la “Cantata Criolla”, de Antonio Estévez, el cantador anónimo, después Florentino Coronado, luego Florentino a secas, es la huella más honda que representa, junto con “El alma llanera”, el espíritu y ánima de quienes nacieron en esos potreros y aún recuerdan haber nacido allí.
Baquiano, Arvelo Torrealba sigue siendo entonado por coros, orfeones, orquestas y cantantes solistas que han hecho de ese poema, de esa copla, parte del espíritu de Venezuela.