jueves, 1 de marzo de 2012

Intervención de Gehard Cartay Ramírez en el acto de presentación de su libro Cómo se destruye un país, celebrado en la sede del diario El Nacional, en Caracas el día 03 de julio de 2009.








Señoras, señores: 

 Cómo se destruye un país, el libro que estamos presentando esta noche, persigue dos objetivos que ojalá puedan cumplirse a cabalidad, pues fueron los que motivaron a escribirlo.
 

 El primero, dejar constancia de este tiempo destructivo y decadente de nuestra vida republicana que, a pesar de ser reciente, pudiera olvidarse fácilmente, sobre todo por el terco empeño del régimen actual en falsificar nuestra historia sobre la base de sus conveniencias y de su visión totalitaria de los hechos.
 

 El segundo, enfrentar algunas opiniones, definitivamente propagandísticas y falsas, según las cuales con el actual régimen comenzó un nuevo ciclo histórico en el país, supuestamente para transformarlo y sepultar los errores del pasado.
 

 Ambos propósitos son -a mi juicio- fundamentales para salvaguardar la realidad de los hechos frente a los venezolanos de hoy y, especialmente, a los del futuro.
 

 Respecto a este difícil tiempo que nos ha tocado vivir en las últimas cuatro décadas, y especialmente en la que ahora termina, el libro pretende demostrar que constituyen la crucial etapa en que Venezuela se destruyó como la nación que venía siendo, con potencialidades económicas envidiables, instituciones consolidadas y un proceso democrático que marchaba a la cabeza de los países latinoamericanos.
 

 Ese proceso de destrucción nacional, pronosticado a tiempo por Juan Pablo Pérez Alfonso, se inició cuando se produjo aquella revolución de las magnitudes que trajo consigo el espectacular aumento de los precios del petróleo en los meses finales de 1973. Aquella inmensa masa de recursos financieros no fue manejada con acierto, y lo que pudo ser una oportunidad excepcional para consolidar los logros del ensayo democrático iniciado en 1958 se perdió en los laberintos de la incapacidad, la insensibilidad y la corrupción reinantes en los años siguientes.
 

 Como era natural, aquellas equivocaciones produjeron sus efectos trágicos y la crisis nacional latente emergió al poco tiempo. Mostrará sus primeros signos de gravedad con la explosión social que significó el llamado Caracazo en los primeros días del segundo gobierno de CAP. Tres años después, en 1992, se producirán -sin éxito inmediato- las dos sucesivas intentonas golpistas. Y en 1993 el enjuiciamiento y destitución del presidente Pérez, la posterior interinaria del historiador Ramón J. Velásquez en la Presidencia y, finalmente, la elección de Caldera por segunda vez como Jefe del Estado. Eran suficientes advertencias en torno a lo que sobrevendría después.
 

 En cuanto a esta última aseveración, el libro Cómo se destruye un país también pretende demostrar cómo el actual régimen ha terminado profundizando aún más los problemas que encontró a su llegada al poder, sin haber resuelto ninguno, agravándolos todos y, por si fuera poco, creando nuevos inconvenientes, entre ellos, su terco empeño en pretender imponernos la camisa de fuerza de su descabellado proyecto político, su siembra permanente de odio y exclusión y la cada vez más comprometida situación de Venezuela como factor de perturbación en el mundo, contrariamente a lo que había sido su política exterior durante mucho tiempo.
 

 No hay duda, pues, de que todo este proceso histórico declinante se agravó dramáticamente desde hace 10 años con la elección del teniente coronel golpista Hugo Chávez Frías como presidente. Así, la enfermedad terminal de la institucionalidad democrática entró en su fase culminante. A partir de 1999, la puesta en marcha de un proyecto autoritario y personalista, su accidentado régimen, el agravamiento de la debacle económica y social, la destrucción de la institucionalidad -facilitada con el absurdo concurso de quienes debieron entonces defenderla-, la politización de la Fuerza Armada, la insurrección popular y la posterior insurgencia militar del 11 de abril de 2002, la inmediata renuncia de Chávez Frías a la presidencia, la ilegítima designación de Carmona Estanga como presidente interino, su decreto golpista, el aborto de la insubordinación castrense en marcha y la consiguiente restauración del presidente renunciante; fueron síntomas indiscutibles de esa enfermedad terminal que afecta al actual ciclo histórico venezolano.
 

 Más tarde, el cuadro patológico de la democracia venezolana se agravaría aún más: el errático paro nacional de diciembre 2002/enero 2003, la toma chavista de PDVSA, la purga militar, los intentos opositores para convocar el referendo revocatorio presidencial, su realización el 15 de agosto de 2004, la posterior ”victoria” del oficialismo en las elecciones regionales de octubre de ese mismo año y en las siguientes de 2005 para escoger la Asamblea Nacional, hasta coronar su objetivo de reelegir al Presidente de la República en diciembre de 2006 y, finalmente, la derrota del régimen y su propuesta constitucional para perpetuarse en el poder, durante el referéndum consultivo de diciembre de 2007; han sido todos sucesos que conforman el capítulo final del proceso de crisis generalizada que se inició hace más de 30 años y que se cerrará ineluctablemente con la salida del poder del actual presidente de la República.
 

 Algo más de tres décadas después de haber recibido su sable de subteniente de manos del Presidente Pérez y luego de algo más 10 años de ejercicio continuo y total del poder, puede llegarse a la conclusión de que la presidencia de Chávez Frías ha multiplicado hasta la exageración todos los errores que le criticó a aquél y que lo llevaron, incluso, a justificar su intentona de golpe de Estado de 1992. El golpista que hoy ocupa la presidencia de la República Bolivariana, contrariamente a sus ofertas electorales y a su manido discurso, ha profundizado en todo sentido la crisis que el país arrastra desde hace tiempo. Todo cuanto reprochó a sus antecesores lo ha repetido su régimen de manera colosal, concretamente en materias como la política económica (en especial, el desatinado manejo de la espectacular riqueza petrolera que ha inundado su gestión, la perversión de sus manejos financieros, el colosal endeudamiento de la República y el sobredimensionamiento del Estado venezolano), sin que podamos obviar la corrupción generalizada y la incapacidad para mejorar la calidad de vida de sus compatriotas, a pesar de haber dispuesto de recursos suficientes para lograrlo.
 

 Hoy está comprobado que la destrucción del país se ha acelerado vertiginosamente bajo el actual régimen, pues bien se sabe que Venezuela ha vivido desde 1999 un lamentable proceso de retroceso, destrucción y crispación.
 

 Los ya casi diez largos años del régimen actual han sido más que suficientes para que el país experimente un grave retroceso en materias que habían registrado indudables avances entre 1958 y 1998. No se trata de hechos aislados o de iniciativas hemipléjicas. Se trata, por el contrario, de una estrategia planificada de antemano para destruir la institucionalidad y la alternabilidad democráticas, y sustituirlas por un sistema político de carácter autocrático y autoritario, cuya instancia fundamental la constituye el proyecto de presidencia vitalicia que Chávez Frías persigue desde su llegada al poder, y que aspira establecer definitivamente con la anunciada reforma de la actual Constitución.
 

 Hoy presenciamos un retorno absurdo a conceptos anacrónicos, impropios de la modernidad que debería exhibir un país como el nuestro. Rémoras escandalosas como la autocracia reinante a través del caudillismo presidencialista, del culto a su personalidad y del sometimiento de los demás poderes a su mando omnímodo, el estatismo exagerado y el militarismo rampante, la liquidación del federalismo, la conspiración permanente contra el sufragio confiable y efectivo, la conversión del régimen en una colonia castrista, la persecución y penalización de la disidencia, la violación de los derechos humanos, los zarpazos constantes contra la libertad de expresión y de información, la destrucción de aparato productivo del sector privado, el crecimiento de la pobreza, la miseria y la desnutrición, el colapso de los servicios públicos, la falta de viviendas para los sectores populares y la clase media, la ausencia de oportunidades para nuestros jóvenes y el asesinato de más de 100 mil venezolanos a manos del hampa, son hoy problemas crecientes por culpa de una gestión que ha priorizado sus propósitos políticos e ideológicos hacia adentro y hacia afuera, olvidándose de atender las exigencias básicas de los venezolanos.
 

 No es cierto entonces que con la llegada del teniente coronel Chávez Frías al poder se haya iniciado una nueva etapa histórica en Venezuela, que dejara atrás todos estos problemas y nos permitiera avanzar como nación progresista, con recursos humanos y materiales que así lo garantizaran. Todo lo contrario: al terminar su mandato, debe cerrarse definitivamente este ciclo destructivo y decadente, para abrir paso a un nuevo país, civilista y democrático, moderno y avanzado, capaz de vencer los obstáculos y de superar definitivamente nuestros atavismos y perversiones seculares. Tamaño desafío exigirá de nuestro liderazgo actual y emergente un esfuerzo de cabal comprensión de lo que significa una democracia vigorosa, basada en el relevo a tiempo y en el compromiso para superar las odiosas diferencias sociales y económicas hoy aumentadas. Requerirá, desde luego, de una dirigencia preparada, estudiosa y profundamente solidaria y sensible con quienes menos tienen y continúan siendo excluidos.
 

 Termino estas palabras agradeciendo a todos ustedes su presencia en este acto y, especialmente, a los doctores Miguel Henrique Otero, presidente editor de El Nacional, y Simón Alberto Consalvi, editor adjunto, así como a las licenciadas Miriam Ardizzone y Andreína Gómez-Orellana, por su generosidad al haber auspiciado la publicación de este libro. Agradezco igualmente al doctor César Pérez Vivas, gobernador de Estado Táchira, sus generosas palabras de presentación.
 


Gracias a todos.