Ánimas del Purgatorio
* Luisana Cartay
Cuando
era pequeña me gustaba hacerme la dormida en el sofá para escuchar
conversaciones de grandes, era una táctica que siempre funcionaba. Esta
vez hablaban mi mamá, Marisela, y mi abuela, Trina. Me imagino que me
vieron respirando hondo, como ya sabía hacer para fingir la fase REM de
sueño y, sin cohibirse, empezaron a narrar la historia que me
perseguiría muchas noches por venir. Transcribo aquí exactamente lo que
mi memoria me permite:
Pasó
en 1957, Marisela acababa de nacer, eso quiere decir que Trina tenía 30
años (mi mamá es la hija de 30 de mi abuela y yo soy la hija de 30 de
mi mamá, yo a los 30 no creo que vaya a tener hija). Una tarde Don
Guillermo, el esposo de Trina, salió en su jeep descapotable dispuesto a
regresar a casa para cenar. Era un sábado cualquiera en Barinas, los
hombres salían a apostar a los caballos y las mujeres se quedaban
cuidando la casa. Las segundas no le preguntaban a los primeros a dónde
iban ni cuando regresaban.
Si
Don Guillermo no se hubiera encontrado con los amigos que se cruzó
cuando volvía, la última frase del párrafo anterior un hubiera sido
necesaria aclararla y los días siguientes no hubieran transcurrido con
Trina arrodillada en la casa y Don Guillermo siendo interpelado por
extraños en un pueblo cercano. Pero no fue así como ocurrió. En cambio,
las peleas de gallos le ganaron las próximas 72 horas.
Trina
ya había aprendido que las mujeres buenas de Barinas se sentaban a
esperar a sus esposos sin fastidiar a los demás. Sabía que en estos
casos era inútil tratar de localizarlo a través de algún familiar o
amigo. Cuando en algún otro momento no podía encontrar a su recién
desposado marido y se acercó a su suegro para pedirle ayuda, la única
respuesta que consiguió fue “Déjelo quieto que él es un hombre”. Así
las cosas, optó por rezar, pero no nada más rezó, sino que se arrodilló
durante días a pedirles a las ánimas del purgatorio que le llevaran a
su esposo a la casa.
Las
benditas ánimas del purgatorio son aquellas almas que quedaron con
pecados sin absolver antes de morir. Ellas deben pasar por el purgatorio
para purificarse y hacer todo lo posible para poder entrar al cielo.
Fue a estas almas que Trina les rezó tanto, tanto, que al cabo de tres
días un jeep descapotable aparecía por la esquina con su esposo de
copiloto, seguido de un carro fantasma, blanco y sin placa, lleno de
gente borrosa que nadie podría identificar. Ambos hombres se bajaron y
se pararon frente a la puerta. Guillermo y un hombre con sombrero cuya
cara que no se dejaba ver.
Don
Guillermo, que nunca quiso que esta historia se contara en público,
entró a la casa asustado, más pálido que de costumbre, abrazando a su
esposa y a sus hijos dormidos. Lo que contó fue lo siguiente:
Entre
pelea y pelea de gallo le dio hambre, no encontró un buen pedazo de
carne asada en la finca donde se estaba quedando, así que manejó hasta
el restaurante de carretera más cercano, porque con hambre no se
apuesta. Un hombre alto, con sombrero y vestido de liquiliqui blanco se
le acercó.
- ¿Usté es Guillermo Febres?
- Si, ¿por qué?
- Vengo a buscarlo, lo están necesitando.
- ¿Necesitando dónde, usté quién es?
- La persona que lo va a llevar a su casa.
Sin
saber por qué, tal vez por el efecto del alcohol y los días sin dormir,
le entregó las llaves del carro y dejó que ese hombre lo llevara a
donde lo tenía que llevar. Pero en el camino, y al ver que otro carro
blanco los seguía de cerca, empezó a sospechar. Se dio por secuestrado y
hasta asesinado, pensó en su familia que apenas comenzaba. Sudó y tuvo
el impulso de gritar, tal vez era llanto atragantado, pero ni gritó ni
lloró. No hubo diálogo en todo el camino, en cambio, fue preparando un
plan de acción en su cabeza. Golpear en la cabeza, abrir puerta,
esquivar disparos, tomar el volante del jeep y manejar tan rápido como
pudiera. No a su casa, por supuesto, no podía poner en peligro a sus
hijos de esa manera, ya en el camino decidiría a donde ir, se conocía
todo el pueblo.
Cuando
estaba a punto de ejecutar su plan y para su sorpresa, se detuvieron
frente a su casa, adentro Trina estaba todavía arrodillada. Ambos se
bajaron del jeep y el extraño alto de sombrero le entregó las llaves y
se despidió con un “he cumplido con mi misión”.
Como
ya dije, esta historia me persiguió durante varios años, me
aterrorizaba pensar que las ánimas del purgatorio un día se me podían
aparecer. Eso fue así hasta anoche, que soñé con mi bisnieto Juanchi. “Vístete –me dijo– es hora de ir a salvar a Guillermo”. Entonces recordé lo que no he vivido, que si no vamos y lo salvamos esa noche, ninguno de nosotros habría nacido.
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